El nuevo orden americano





Más allá de las posibles opiniones sobre manipulaciones electorales, la derrota de Donald Trump, a finales del 2020 fue en gran medida producto de la crisis del COVID-19 y el caos social subsiguiente. La pandemia expuso una serie de debilidades en el Estado norteamericano, especialmente en la gestión de la salud, la coordinación con los estados y diversos sectores internos. En ese marco, se profundizó una sensación de debilidad y hartazgo social, especialmente entre los sectores menos leales a Trump, como las poblaciones urbanas y las minorías. Especialmente afectó la poca ayuda económica que se desplegó desde el Estado. Cuando más falta hacía el “populismo”, triunfaron las corrientes más cercanas al establishment republicano. El asesinato de George Floyd y la explosión de Black Lives Matter terminaron de detonar la crisis política.
La avalancha de imágenes que mostraban hospitales saturados, crisis económica, desempleo, protestas y profundas divisiones políticas intensificó la percepción de un país sumido en el caos. Estas circunstancias no hicieron necesariamente a los votantes propios cambiar su lealtad, pero sí lograron alienar a los sectores neutrales y movilizar a los opositores. En ese contexto, la idea de “volver a la normalidad” se transformó en una prioridad absoluta para muchos estadounidenses, consolidándose como una promesa electoral de gran impacto.
Sin embargo, todo ese mismo fenómeno no afectó sólo a Trump, sino que también agrietó las bases de sustentación del propio Partido Demócrata, tanto en la desconfianza con las instituciones estatales como en el hecho de dejar promesas difíciles de cumplir y comenzar a acelerar un proceso inflacionario. La debilidad de la imagen presidencial, las luchas internas, la falta de una estrategia de comunicación coherente y la incapacidad para capitalizar los logros legislativos generaron una imagen de fragmentación y senilidad sobre el Partido Demócrata.
Uno de los elementos centrales que contribuyeron al regreso de Trump a la presidencia y que va a marcar su mandato son las crecientes y múltiples crisis internacionales. En este área el gobierno de Joseph Biden es posiblemente de los peores de la historia. La retirada desordenada de Afganistán, la invasión de Ucrania por parte de Rusia, la destrucción del Nord Stream, el ataque de Hamas a Israel, el cierre del paso del estrecho Bab el Mandeb y la crisis gratuita generada en el estrecho de Taiwán son los ejemplos más claros. Más allá de los resultados estrictamente políticos, la imagen que se transmite de estos últimos cuatro años es de sobreextensión, caos, desorden y falta de control.
EEUU hace años debate su rol en el mundo. Después de la caída de la Unión Soviética, el enorme aparato de seguridad estadounidense se encontró sin un enemigo y una misión clara. El nuevo reordenamiento puso a EEUU como gendarme del mundo, en una cruzada de defensa de los valores democraticos y liberales frente a un nebuloso y desarticulado “eje del mal” y la guerra contra el terrorismo. Esta política tenía tres ejes principales:
(1) En Europa, fue un impulso a la expansión de la OTAN sobre el este europeo, pero minimizando cualquier confrontación con Rusia. (2) En Medio Oriente, fue un apoyo a Israel y Arabia Saudita, junto a intervenciones militares en la región buscando el combate contra organizaciones islamistas sunitas estilo Al Qaeda y controlar las zonas productoras de petróleo. (3) En Asia, la política fue de plena ampliación comercial, con la “liberalización” de China como uno de los pilares fundamentales.
Todas estos lineamientos entraron en crisis de una manera u otra en las últimas dos décadas. Si bien estos ejes ya eran algunos de los puntos principales de la campaña de Trump para su primer mandato, en 2025 aún no está claro el nuevo approach estratégico de EEUU para el futuro.
Tres focos: Ucrania, Israel, China
La guerra en Ucrania especialmente terminó de quebrar la ya debilitada imagen de “control” de los poderes occidentales. Particularmente, el rol de Europa y toda la institucionalidad internacional vinculada quedó extremadamente golpeada, profundamente dependiente de EEUU y enfrentada con Rusia y China. Más allá del show de Trump, es importante recordar que la destrucción del Nord Stream se dió en el gobierno anterior. Si bien el involucramiento de EEUU en la guerra de Ucrania tiene una cuota mixta de popularidad (especialmente negativa en lo vinculado a la cantidad de dinero invertida), posiblemente el mayor impacto haya sido la generación de un fenómeno inflacionario a nivel global.
En Medio Oriente, fogoneado por la sobreextensión de EEUU en otros conflictos, la progresiva normalización entre Israel y los países árabes, y el desorden político interno israelí, Hamas lanzó un sorprendente ataque en octubre del 2023. Este ataque desbordó en un conflicto regional con múltiples resultados aún en desarrollo, como la caída del gobierno de Al Assad en Siria y la crisis del comercio por Bab el Mandeb. Con los acuerdos de alto el fuego firmados por Israel tanto en el frente libanés como en Gaza, este conflicto parece estar, finalmente, en rumbo a concluir. Estos acuerdos fueron posibles tanto por ciertas victorias estratégicas israelíes, como por la fuerte presión de la nueva administración norteamericana.
Hacia el propio electorado estadounidense, esta guerra fue venenosa para el Partido Demócrata por múltiples frentes. Para quienes apoyan a Israel, el gobierno norteamericano apareció como débil contra Irán y Hamás, tanto por permitir que se generen las condiciones como para que inicie el conflicto como “frenando” a Israel en sus planes más agresivos. Para los sectores anti-israelíes, el gobierno anterior apoyó un genocidio. Así que, en última instancia, sea cual sea la lectura propia, nadie quedó contento con la gestión Biden. Es difícil medir cuánto afectó esto a nivel electoral, pero definitivamente no ayudó.
Sin embargo, el principal eje de conflicto internacional de la época es, obviamente, la disputa estratégica entre EEUU y China. En este aspecto, el gobierno de Biden fue bastante agresivo. La visita de Nancy Pelosi a la isla de Taiwán fue una clara escalada. Otro hito importante fue la fuerte política respecto a sanciones y control de exportaciones en lo vinculado a la producción de chips y semiconductores, fundamental para, entre otras tecnologías estratégicas, la carrera por la IA. En cierta medida, el giro anti-China iniciado por Trump se mantuvo durante el gobierno de Biden, aunque no está claro cual fue más “agresivo”.
Es importante aclarar que no toda confrontación da lo mismo. El mantenimiento de una disputa comercial y la minimización de amenazas militares podría ser un buen comienzo para una relación más sana, aún confrontativa, pero menos peligrosa. Una guerra en el estrecho de Taiwan donde ambas potencias se vean involucradas es un escenario que bordea lo apocalíptico, incluso si no hay uso directo de armas nucleares. Cuán cerca se estuvo de eso, y cuánto se estará, es difícil decirlo.
De cualquier forma, el enfrentamiento estratégico contra China es la cuestión fundamental de estos años y marcará no solo las prioridades de política interior y exterior de EEUU, sino que también afectará la política de todos los países del planeta. Especialmente los más estrechamente vinculados a ambos países, como México y Panamá y, aunque mucho menos, también Argentina.
Con el señalamiento de Groenlandia y Panamá, la nueva estrategia de EEUU parece estar buscando mandar un mensaje simple y contundente, parafraseando a Darth Vader: “Estoy alterando el trato. Reza para que no lo altere más”. El viejo sistema donde los países menores admitían estar bajo la órbita de la cobertura del paraguas institucional y de seguridad norteamericano pero se admitía cierto juego con países rivales se va a poner sobre la mira. Especialmente en los aspectos que el gobierno norteamericano considere estratégico, lease rutas comerciales, recursos estratégicos, proyecciones geopolíticas clave, etcétera. No es que EEUU vaya a invadir Groenlandia, ni necesariamente anexar como estado, pero muy fácilmente puede amenazar con sanciones brutales a Dinamarca y doblegarlo para extraer concesiones hasta hace unos días “inadmisibles”.
La agenda de “America First” es particularmente compleja en este contexto. EEUU no puede ser “aislacionista” sin resignar un importante rol internacional que le da una gran ventaja comparativa frente a China, Rusia o Irán. Por otro lado, la política de sobre-extensión de los últimos años parece estar también en crisis. EEUU debe encontrar una alquimia justa donde sus amenazas vuelvan a ser creídas, pero la conflictividad a nivel internacional se reduzca. Las declaraciones de Trump de las últimas semanas, y posiblemente sus próximas medidas deben ser leídas en ese contexto.
No sería sorprendente que, ante el caos generalizado de la situación actual no haya otra forma de recuperar la capacidad disuasiva que un uso extraordinario de fuerza. Quizás, en cambio, alcance con las medidas de paz en medio oriente y ucrania para recuperar cierto grado de confianza generalizada. Lo que está claro es que ningún gobierno sin una poderosísima justificación ideológica tendrá muchas ganas de probar la suerte de ser el elegido para demostrar la “vuelta” de la hegemonía americana. Sin embargo, lo impensable a veces también sucede, y solo hace falta que un actor haga algo irracional para que veamos realmente a qué está dispuesto Trump.
La nueva Doctrina Monroe
El caso de la relación argentina con el nuevo gobierno norteamericano es particularmente compleja. En primer lugar hay que mirar la política general de Trump respecto a Latinoamérica, que va a marcar el nuevo “tono” general, antes de mirar las particularidades nacionales.
Latinoamérica va a ser un foco fundamental del gobierno de Trump, fundamentalmente México. Este foco está basado en múltiples temas superpuestos, tanto de inmigracion, influjos culturales, carteles de narcotráfico, comercio internacional y aspectos geopolíticos clásicos.
La inmigración ilegal fue posiblemente el tema principal de campaña de Trump, y una de sus agendas centrales. Ya está anunciada una campaña de deportaciones masivas de inmigrantes ilegales y un renovado control de las fronteras. Esto incluirá seguramente fuertes presiones diplomáticas sobre México para que también “haga su parte”, en una clásica tercerización del control fronterizo, no muy distinto de lo que intentó Europa con países africanos.
Esto también se ve vinculado con el combate a los carteles de droga, que en una de sus primeras órdenes ejecutivas firmadas el mismo día de la asunción fueron designados como “Organizaciones Terroristas”, habilitando el uso de una amplia gama de poderes militares y de inteligencia para operar contra ellos. Esto implica, obviamente, mayor conflictividad dentro de y con el estado mexicano.
Por último, con México también hay unas fuertes tensiones comerciales. El Tratado de libre comercio México-EEUU-Canadá (T-MEC) que reemplazó al anterior NAFTA, genera una gran integración económica. Esta integración también puede ser usada para “saltearse” ciertos controles estadounidenses a empresas extranjeras (principalmente chinas) y de regulaciones laborales norteamericanas. México se convirtió así en un hub industrial en un fenómeno llamado “nearshoring”. Este status quo va a ser claramente renegociado, como se puede ver por las amenazas de imposición inmediata de aranceles de un 25% a todos los productos mexicanos y por el anuncio de Claudia Sheibaum de medidas proteccionistas anti-China.
Pero principalmente, la Frontera Sur (que va desde California alta y baja hasta Florida) se está convirtiendo en un espacio político propio, de importancia global. En términos económicos, allí están los dos Estados con más población de EEUU y capacidades industriales importantísimas a ambos lados de la frontera. El voto latino tiene cada vez más peso electoral (y un sorprendente % de apoyo a Trump). Los carteles y la guardia fronteriza se perfilan como fuerzas político militares potentes, irónicamente, con una composición demográfica bastante similar. En general, esta zona será un foco a tener en cuenta.
Realismo doblemente periférico
En el resto de América Latina la dinámica es menos compleja. Panamá, como otro punto fundamental de la arquitectura del sistema panamericano y global también se puso sobre la mira. La creciente influencia china es un punto importante pero no el único. Aquí también hay un intento de rediscutir los términos de la relación, y admitir un trato especial a EEUU en el paso de buques comerciales y militares.
Lo que queda por ver es la política de Trump respecto a Cuba y Venezuela, temas muy poco nombrados durante la campaña. También es una incógnita la relación con Brasil, un país que disfruta de “jugar a dos puntas”.En términos generales, Trump parece augurar la vuelta de la doctrina Monroe, donde los países latinoamericanos deberán admitir la supremacía estadounidense y aceptar ciertos acuerdos especiales. En declaraciones recientes, hablando específicamente sobre Brasil, Trump dijo que “ellos nos necesitan más que lo que nosotros los necesitamos”. La pregunta es qué pasará con los vínculos comerciales con China, si estos serán leídos o no como una amenaza potencial a eliminar.
El gobierno actual de Argentina tiene una particularidad fundamental, que es un fuertísimo alineamiento no solo a EEUU, sino al trumpismo en sí. Este alineamiento es reconocido directamente por algunas de las figuras más importantes del nuevo régimen norteamericano, como Elon Musk. Una discusión en profundidad de las ventajas que esto puede traer queda fuera del scope de esta nota, (pero seguramente en la próxima escriba sobre esto).
Está claro que para Milei la victoria de Trump es un hito importantísimo, rompiendo en gran medida el aislamiento internacional bajo el que estaba sumido, ampliando la posibilidad de acuerdos estratégicos y préstamos de distintos tipos. Pero también presenta un riesgo.
Ya quedó claro que el gobierno de Trump no será “generoso” con los países sólo por declararse alineados. En América Latina, al igual que África y Asia, China se convirtió en uno de los principales inversores en infraestructura e incluso en proyectos de energía y extracción de recursos naturales. La doctrina de “America First” no para incentivar una gran cantidad de inversiones directas en el extrangero, con lo cual, si Trump decide bloquear inversiones chinas en Argentina y no las reemplaza por otras norteamericanas, el país podría quedar atrapado entre ambos gigantes sin mucho margen de acción.
En los últimos meses Milei comenzó un lento acercamiento a China, que no debemos olvidarlo, es uno de nuestros principales socios comerciales. La cercanía extrema a EEUU puede ser un arma de doble filo si alguna de las acciones propias en relación a China es leída como una “traición”. Acciones que de un presidente neutral quizás puedan ser ignoradas. Llamar la atención es también exponerse.
Pero también, de la mano de una buena Cancillería, esta situación puede ser una oportunidad dorada. El alineamiento al poder hegemónico puede ser una de las mejores estrategias de desarrollo para un país periférico, si se logra articular los intereses propios de manera virtuosa y se lucha por no sacrificar demasiado en el proceso. En Argentina esta tesis no es nueva, fue la política oficial en los 90, con el “Realismo Periférico” de Carlos Escudé (que si bien es mucho más profundo que “entregarse” tuvo resultados bastante discutibles). Es difícil saber si este gobierno tiene las capacidades para hacerlo. También es una incógnita cuán hipercontrolador será el Departamento de Estado trumpista con cuestiones como la energía nuclear o otro tipo de capacidades estratégicas similares.
La cuestión de fondo pasa por ver que tiene más costos o beneficios, en un contexto muy peligroso y el marco de una disputa internacional en que Argentina tiene muy poco peso específico para poner en juego. Ni el alineamiento pleno a EEUU, ni a China, ni la neutralidad estratégica, ni cualquier opción intermedia está libre de riesgos u oportunidades. Lo único que está claro es que el gobierno argentino ya decidió el rumbo general, y quedará ver los detalles y la habilidad en la ejecución.
Quizás el alineamiento con EEUU y la salida de los BRICS fue una jugada acertada para la etapa, si el timing es justo, frente a un nuevo orden internacional mucho más agresivo y duro. Quizás fue una jugada desastrosa que nos va a dejar sin el pan y sin la torta, sometidos a EEUU pero sin ninguno de los beneficios, por habernos alineado a una potencia sin ninguna voluntad de darnos margen de acción. “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”, se dice en Diálogo de los Melios de Tucídides. Pero a veces los débiles también hacen lo que pueden, y dejan de serlo.
Por Santiago Mitnik / Revista Urbe