Razones para lo inexplicable

Actualidad07 de noviembre de 2024
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Nadie esperaba en 2015 que Donald Trump ganara —muchos analistas y encuestadores no creían incluso que pudiera quedarse con la nominación del Partido Republicano—, y ganó en 2016. Su gobierno se caracterizó por ser incompetente, impulsivo y altamente confrontativo. Durante sus cuatro años en el poder, la rotación de personal por despidos y renuncias alcanzó el 92% de su equipo —una cifra significativamente alta en comparación con el 63% en la era de George W. Bush—, evidenciando una gestión caótica. Su respuesta a la pandemia fue ampliamente considerada un fracaso, y su estilo personalista, que incluía llamados a la violencia, terminó sobrepasando los límites institucionales al punto de incitar un asalto sin precedentes al símbolo de la democracia estadounidense: el Capitolio.

Tras haberse enfrentado a múltiples procesos judiciales, entre ellos casos por interferencia y manipulación en las elecciones de 2020, mal manejo de documentos clasificados, fraude civil en sus negocios familiares en Nueva York, falsificación de registros para encubrir “pagos de silencio” durante la campaña de 2016 y demandas civiles por difamación y abuso sexual, nadie esperaba en 2023 que Trump volviera a tener posibilidades de ganar. Pero ganó. 

La pregunta de por qué tantas personas creen en Trump y votaron por él puede abordarse, en primer lugar, desde una forma convencional. El perfil del votante típico de Trump en 2024, según el Pew Research Center (1), muestra que su base de apoyo se concentra en un 78% en votantes blancos sin título universitario, mayormente de áreas rurales y suburbanas. Este grupo tiende a ser mayor en los votantes de 50 años o más. En términos de valores, se observa un fuerte sesgo hacia posturas conservadoras, con un 72% de sus seguidores priorizando la economía y la inmigración como los temas más críticos. Además, alrededor del 68% apoya el derecho a portar armas y mantiene una postura restrictiva sobre inmigración.

No hay dudas de que el apoyo de la base social de Trump se explica fundamentalmente por la percepción de que su liderazgo desafía al “establishment” político y ofrece una alternativa a lo que consideran la “élite liberal” de Washington. Por otro lado, existe una fuerte oposición entre sus seguidores hacia políticas progresistas —la llamada agenda “woke”— en temas de género, raza e identidad, en contraposición a la base demócrata.

De esta manera, la respuesta convencional delinea el perfil del votante típico de Trump: blanco, de clase media venida a menos, residente de áreas rurales, sin educación universitaria, con empleo precario o desempleado, conservador y hombre. Este perfil sugiere que cuanto más alguien se ajuste a estas características, más probable es que crea en Trump y que incluso pueda votar por él. Sin embargo, reducir el fenómeno a este tipo de perfil puede llevarnos a un estereotipo simplista, y observar a Trump únicamente como la expresión de un sector social específico.

¿Y si formulamos la pregunta de otra manera? En lugar de preguntar quiénes forman la base electoral de Trump o quiénes componen su apoyo incondicional, podríamos preguntarnos por qué hay mujeres, inmigrantes, musulamanes, asiáticos, latinos o hispanos, afroamericanos o personas LGBTQ+ —aquellos que, en teoría, nunca votarían por él, al haber sido maltratados y señalados en su discurso como amenazas para Estados Unidos o la propia civilización occidental cristiana— que, sin embargo, deciden creer en Trump y votar por él.

Esto nos lleva a investigar no los casos típicos, sino los casos atípicos o desviados. Analizar a aquellos que no cumplen el “perfil trumpista esperado” permite entender por qué, aun cuando los estereotipos sugieren lo contrario, algunos eligen creer en Trump. Nos invita a explorar cómo y por qué se “normaliza” su figura y, más allá de eso, a indagar en los mecanismos de defensa sociológicos y psicológicos que facilitan la creencia positiva en favor de alguien que manipula, miente sistemáticamente y ejerce un liderazgo autoritario y discriminatorio, e incluso maltrata, insulta y bastardea a esas personas que, sin embargo, deciden creerle y apoyarlo. Nos ayuda a comprender cómo es posible que personas que en una conversación rechazarían estos rasgos terminen creyendo —parcial o totalmente— en su discurso o incluso alineándose con él en las urnas.

En qué creen los que esperábamos que no creerían

Edison Güiracocha, ecuatoriano, y Flor Pacheco, salvadoreña, están casados desde 2010 y viven en Reading, una ciudad con una rica historia industrial y una creciente diversidad cultural, que fue conocida en el siglo XIX como un centro de las industrias del acero y el carbón. Es el cierre de la campaña electoral entre Kamala Harris y Donald Trump, y todo parece decidirse, antes de que se defina en el consejo electoral, en los estados pendulares. En particular, los medios de comunicación ponen el foco en el estado de Pennsylvania, un tradicional bastión demócrata que finalmente se terminaría inclinando por Trump.

Edison y Flor representan a un sector migrante que, para Trump, es producto de la frontera “porosa” con México, un punto sobre el cual ha arremetido en campaña contra Kamala Harris, a quien acusa de ser la “zarina de la frontera” por la que ingresan los inmigrantes y el fentanilo de China. El periodista Iker Seisdedos relata en El País esta pareja latina atribuye su apoyo a Trump tanto a razones económicas como ideológicas, y comentan: “No nos gustan las ideas que los demócratas quieren meter a los niños en la cabeza. ¿Qué es eso de cambiar de sexo a los 10 años?” (2).

En la misma ciudad, Jay y Justin, hermanos de ascendencia puertorriqueña, aseguran no haber encontrado nada ofensivo en el comentario del cómico Tony Hinchcliffe, quien, en un acto republicano en el Madison Square Garden, bromeó: “No sé si lo saben, pero ahora mismo hay literalmente una isla flotante de basura en medio del océano. Creo que se llama Puerto Rico”. Según Jay y Justin, el comentario fue malinterpretado: “Primero, no fue algo que él inventara; y segundo, es un comediante que se especializa en humor irreverente y en desafiar los límites del respeto, así que no entiendo por qué sorprende tanto a la gente”, argumentan.

Estos son casos atípicos, personas que, aunque se ven señaladas en el discurso de Trump, deciden creerle, impulsadas por el miedo. Para la pareja de Edison y Flor, esta creencia se sostiene en una teoría conspirativa: consideran que la agenda “woke” promueve ideas “diabólicas” que pueden llevar a la degradación moral de los niños, rompiendo el núcleo tradicional de la familia. Ven en el progresismo liberal una amenaza para lo que perciben como un “Occidente cristiano” que debe ser protegido, interpretando estos valores modernos como un complot en su contra.

Por otro lado, los hermanos puertorriqueños parecen aplicar una racionalidad selectiva, eligiendo ignorar la hostilidad del discurso de Trump hacia sus propias comunidades, lo que se asemeja a una “amnesia” estratégica. Incluso, según una encuesta de The New York Times, alrededor del 40% de latinos y afroamericanos apoyan la deportación de inmigrantes indocumentados y comparten la percepción de que el crimen urbano está “fuera de control” (3). Los latinos se sienten amenazados por los nuevos inmigrantes documentados porque creen en teorías conspirativas y creen que les robarán el empleo. Para ellos, el respaldo a un líder que ha recurrido a la violencia y ha bastardeado a sus propias comunidades se justifica en favor de defender a sus familias.

Las nuevas religiones: ¿el factor explicativo?

Trump no es un líder conservador republicano típico; más bien, representa una figura disruptiva que incomoda a las élites tradicionales del partido, desde figuras como George W. Bush hasta líderes actuales del “establishment” republicano como Mitch McConnell y Mitt Romney. En lugar de preservar el statu quo, Trump actúa como un líder reaccionario cuyo objetivo no es mantener el orden sino trastocarlo radicalmente, proponiendo una transformación, un nuevo orden que mira hacia el pasado. Su liderazgo apunta a revertir los cambios que, en su visión, han debilitado al país y a devolver a Estados Unidos a un “paraíso perdido”.

Este fenómeno debe comprenderse en el contexto del declive relativo de Estados Unidos, la desconfianza de los estadounidenses en sus instituciones y la insatisfacción generalizada con el estado actual de las cosas. Según una encuesta de Gallup, en octubre de 2024 solo el 26% de las personas se mostraba satisfecha con la situación del país, una caída frente al 36% en mayo de 2021 y un desplome notable desde el 70% que se registraba a mediados de la década de 1990. Algo se desmoronó y se ha perdido la fe en el sistema: el “sueño americano” devino en pesadilla. Frente a un progresismo incapaz de articular un modelo que piense una nueva ingeniera a simplemente evocar el espíritu del Estado de bienestar, las teorías conspirativas emergen como una suerte de “religión secular” en tiempos de inseguridad y desasosiego social. Estas narrativas ofrecen explicaciones simplistas y dicotómicas —un “cielo” y un “infierno,”, un Dios y un diablo, héroes y villanos— que actúan como un marco de estabilidad emocional, proporcionando respuestas absolutas ante el malestar social.

No son sólo sermones, sino discursos performativos que brindan una sensación de control en un contexto percibido como caótico, apelando a una “religiosidad” que justifica la desinformación y crea un sistema de creencias cohesivo para sus seguidores, quienes ven en este discurso una defensa contra lo que consideran una amenaza existencial a la civilización occidental cristiana. En este contexto, lo importante no es la verdad, sino la verosimilitud: estas nuevas religiones ofrecen explicaciones que resultan creíbles y emocionalmente compensatorias en una era del desencanto. Así, estos sistemas de creencias funcionan como un refugio que da sentido al caos, apelando a las emociones y la identidad colectiva de quienes han perdido o temen perder su lugar en el orden social.

Es un error suponer que toda religión es forzosamente dogmática y fanática; no obstante, el discurso religioso reaccionario de Trump presenta una defensa de la civilización basada en el excepcionalismo, el fundamentalismo, la superioridad y la pureza cultural. Este enfoque extremo sobre la pureza —ninguna civilización es un monolito, sino algo ecléctico— está profundamente enraizado en una de las tres grandes fuentes culturales de Occidente: la judeo-cristiana, en contraposición a la liberal-moderna, la cual se asocia al cosmopolitismo de la Ilustración (la otra fuente es la greco-romana).

Trump no es un líder religioso convencional, sino un supremacista religioso, alguien que resignifica el espíritu de las cruzadas medievales contra el Islam de los siglos XI al XIII, o las reacciones del romanticismo político del siglo XIX en oposición a la Ilustración, el liberalismo, la racionalidad científica y la modernidad. Aunque su supremacismo religioso occidental-cristiano funciona en clave de captar creyentes e identificar oponentes, su fundamentalismo —al igual que ocurre con otros supremacismos— corre el riesgo de replicar las prácticas “incivilizadas” que supuestamente combate. Demonizar y tratar de imponerse por medio de la crueldad, lejos de establecer un nuevo orden, podría abrir la puerta a un estado de barbarie colectiva descontrolada.

En la era de la nostalgia, las teorías conspirativas emergen como sustitutos de la religión. El lugar común tiende a considerar estas teorías como delirios paranoicos, y a catalogar a los líderes que las promueven como “payasos”, figuras extravagantes o desquiciados. Sin embargo, para entender —sin juzgar— por qué algunas personas creen en Trump, es crucial tomar en serio el atractivo de las teorías conspirativas. El discurso de Trump, al igual que estas creencias, apela a una lógica de salvación, presentando una narrativa donde la civilización occidental enfrenta un inminente colapso, provocado por “fuerzas malignas” como China, el islam, los inmigrantes o el progresismo liberal “woke”. Examinar “en qué creen los que creen” vuelve cada vez más necesario algo que señalaba en 1920 el filósofo alemán Max Weber en otro contexto: el ejercicio de una sociología de la religión.

1.https://www.pewresearch.org/politics/2024/08/26/the-political-values-of-harris-and-trump-supporters/

2. https://elpais.com/internacional/elecciones-usa/2024-11-04/trump-insiste-en-su-esprint-final-en-pensilvania-y-en-cortejar-al-votante-latino.html

3.https://www.nytimes.com/2024/10/13/upshot/trump-black-hispanic-voters-harris.html

Por Bernabé Malacalza * Investigador del CONICET-UNQ y profesor en la Maestría en Estudios Internacionales de la UTDT. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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