¿Hasta donde llega está manga de zurdos?

Actualidad18 de octubre de 2024
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El campus de la Unsam está lleno de edificios emblemáticos: laboratorios, centros de investigación, facultades, más laboratorios. Entre todos ellos, el más original es un moderno domo blanco al final del parque al que le dicen simplemente “la carpa”. Es, de hecho, una carpa de circo. El lunes pasado, cuando se largó a llover, ese fue el refugio para la asamblea interclaustros que decidiría la toma de la universidad. Entre la ansiedad y el fervor cientos de estudiantes, profesores y no docentes se escuchó la voz de una alumna de la carrera de circo:

—Compañeros, todo bien con que hagamos la asamblea, pero el piso de la carpa es muy delicado y si entran embarrados lo vamos a arruinar. Por favor, la única manera de que entren es si se sacan los zapatos. 

El llamado Auditorio Carpa tiene un piso delicado que usan los atletas y artistas de la Escuela de Arte y Patrimonio en sus clases. Todos tuvieron que entrar en patas para no arruinarlo. Las fotos se viralizaron con un nombre: la asamblea de los pies descalzos. 

¡Esa es mi universidad!; ¡Tiene que quedar en los libros de historia! 
¡Qué olor a pata!; ¡Qué asco el olor a zurdo! ¡Auditen ya!

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Las redes hablaron al respecto. 

En cualquier caso, esa imagen —los jóvenes reunidos en círculo, descalzos, debatiendo las condiciones de una toma en un auditorio blanco y espectacular— nos devuelve un cúmulo de novedades para la historia del movimiento estudiantil universitario y sus actores, y contradice el imaginario cristalizado de lo que históricamente ha sido una asamblea estudiantil.

Mientras todavía procesamos el hecho de que las juventudes se identifiquen cada vez más con la derecha liberal y le hayan dado un espaldarazo de confianza en las últimas elecciones presidenciales; mientras discutimos hipótesis sobre los motivos, escenas como la de la UNSAM se suceden a lo largo y a lo ancho del país. La última imagen impactante es la de la marcha de las velas en el Palacio Pizzurno en la noche del miércoles. 

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Según un monitoreo que lleva adelante un grupo de investigadores sobre movimiento estudiantil universitario, hoy hay más de 80 instituciones (entre facultades, campus y escuelas secundarias) tomadas y/o con actividades de visibilización o protestas (ruidazos, debates, vigilias, clases públicas, proyecciones). También hay formatos más diversos que permiten a los estudiantes mostrar lo que saben y quieren hacer, como talleres de Linux, de dibujo científico, avistaje de aves o volanteadas antes del partido de la Selección Argentina en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA; festivales (como por ejemplo en la Universidad Nacional de Mar del Plata); y clases públicas en todo el país.

La “toma” como forma de lucha estudiantil no es nueva —ya lo recordó el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, en tono de amenaza—, pero ahora ha cobrado un carácter masivo, nacional y aggiornado a los tiempos que corren: se permiten los parciales y finales, el dictado de clases e incluso hacer algún trámite o hasta graduaciones con los clásicos festejos. En el territorio, cada universidad enfrenta sus propias singularidades, internas y distintos niveles de coincidencia entre los claustros y las autoridades. Pero los jóvenes nos sorprenden una vez más al tiempo que vemos un movimiento estudiantil que parece haber resurgido de modo inesperado. Pero ¿es así? 

No es fácil responder: nunca mejor puesto un plural que en el término juventudes. ¿Los universitarios son una manga de zurdos, como los entiende el presidente y sus seguidores? ¿Son una élite minoritaria? ¿Los estudiantes que hace un año sospechábamos que votarían a Milei de pronto se volvieron zurdos? ¿Existen los “verdaderos estudiantes que quieren ir a estudiar y no se lo permiten unos pocos autoritarios” que toman las facultades? 

¿Hay algo de nuevo en este conflicto? ¿Por qué nos sorprende? ¿Estaba dormido el movimiento estudiantil? Si es así, ¿desde cuándo? ¿Cuándo despertó?

Se armó: esto es nuevo

El 80% de la matrícula universitaria pertenece a las universidades nacionales (estatales). El 50% se concentra en las universidades de masas o “tradicionales” (como las de Córdoba, Buenos Aires, La Plata, Rosario, Tucumán) y el otro 50 % está repartida en universidades de todo el país —34 de ellas ubicadas en el conurbano bonaerense— y la casi totalidad de ellas son de creación reciente (treinta años o menos) o muy reciente (entre los años 2009 y 2022). Muchas provincias tuvieron universidad por primera vez en estos últimos años: desde 1989 hasta hoy se crearon 13 universidades nuevas, y esto incluye todas las regiones: nordeste, noroeste, centro, interior de la provincia de Buenos Aires y la Patagonia. El año 2024 encuentra a la Argentina con, al menos, una universidad por provincia. Es claro que este escenario muestra actores, trayectorias y experiencias que tienen poco que ver con aquel escenario que se dio a fines de los noventa cuando las grandes universidades nacionales y las federaciones estudiantiles protagonizaron la última conflictividad realmente masiva a nivel nacional vinculada a los recortes presupuestarios. En términos más claros: en aquel ciclo de protestas, la mayoría de las universidades que tenemos hoy, no existían o tenían apenas unos cinco o seis años.

El movimiento estudiantil venía bastante desmovilizado desde 2018, a partir del conflicto surgido por el monto del presupuesto nacional estipulado por el gobierno de Cambiemos para las universidades. En ese marco se produjeron algunas tomas, movilizaciones importantes y clases públicas que estuvieron más focalizadas en las facultades con carreras de humanidades y ciencias sociales. Por entonces el discurso del gobierno remitía —igual que ahora— a la mayor racionalización del gasto, a sindicar a los estudiantes extranjeros como una erogación injusta, y ponía en agenda el “arancelamiento a quienes sí pueden pagar” porque “a la universidad va la clase media”. Una operación discursiva habitual en momentos de recorte. A pesar de las similitudes de aquel discurso de 2018, también hay grandes diferencias con la situación actual. 

La primera es la cuestión presupuestaria. La ley que vetó Milei implicaba la actualización del presupuesto por inflación y, además, el monto de lo proyectado es bajísimo, con lo cual el funcionamiento corre real peligro. A esto se suma el total desfinanciamiento y vaciamiento en curso del sistema científico tecnológico, agravado por el reciente escándalo del secuestro de fondos para investigación científica que ya estaban otorgados y provenían de organismos internacionales como el BID y el Banco Mundial. Es claro: no se trata de una falta de recursos ni de “equilibrio fiscal”, sino de una intencionalidad explícita de destruir el sistema. 

Esto nos lleva a la segunda novedad: la brutal agresividad y la violencia presuntuosa que ha decidido desplegar el gobierno nacional utilizando todos sus recursos físicos, económicos y simbólicos, tal como tiene acostumbrada —fatigada, quizás— a la sociedad argentina desde diciembre de 2023.

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La agresividad también se expresa en la apelación a una notable serie de mentiras sistemáticas. Que las universidades están plagadas de tongos, curros y negociados, y que sólo quieren auditar. Las universidades se auditan y tienen mecanismos transparentes para rendir cuentas en lo económico y en lo académico. Que a la universidad va la clase alta y la clase media alta. Actualmente el 48% de la población estudiantil se encuentra bajo la línea de pobreza y cerca del 80% de los estudiantes de las universidades del conurbano, por ejemplo, son primera generación de universitarios. Y una falacia insultante: la apelación a los niños pobres de Chaco que no tienen para comer y le financian la universidad a los hijos de los ricos. Por cierto, los niños chaqueños (al igual que la gran mayoría de los niños y niñas del país) hoy comen menos que nunca, a la vez que son invocados para protagonizar, nuevamente, este teatro retórico grotesco a cambio de nada: ni alimentos para ellos, ni libros para sus escuelas primarias, ni insumos para sus hospitales, ni jubilaciones para sus bisabuelos. 

La violencia gubernamental no es sólo simbólica. Amenazas de represión policial violenta y el envío de falsos militantes con el objetivo de generar disturbios y violencia que luego son tergiversados y difundidos como fake news que tratan de instalar la idea de un movimiento estudiantil violento, antidemocrático y formado por unos pocos, tal como ha ocurrido, por ejemplo, en la Universidad Nacional de Quilmes. 

Y el “ecosistema” formado por el ejército gubernamental de simpatizantes, trolls y afines que distribuyen insultos, desprecio, agresión y “acusaciones” como zurdos, kirchos, montoneros, fachos, subversivos. Nadie de la comunidad universitaria se salva de entrar en el catálogo del zurdaje empobrecedor y la clase alta. Todo a la vez.

Además de la fragilidad presupuestaria y el contexto de violencia, la tercera novedad es que la conflictividad, en esta ocasión, encuentra mejores oportunidades políticas: los rectores (incluso los radicales, que no habían participado en el conflicto de 2018) de todas las universidades nacionales vehiculizan un reclamo unánime materializado, por ejemplo, en la adhesión masiva a las dos movilizaciones universitarias más grandes de nuestra reciente historia democrática. 

Por último, y quizás lo más importante, la novedad está en los protagonistas. ¿Quiénes son estos jóvenes que, a lo mejor, tampoco vimos venir? ¿De dónde salieron? 

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La población estudiantil universitaria no ha dejado de crecer. Está en más de 60 universidades en todo el país, muchas de las cuales —como dijimos— tienen una corta historia en comparación con las tradicionales. Eso explica no sólo la mayor heterogeneidad del alumnado, si no el enorme porcentaje de jóvenes de primera generación universitaria que está protagonizando hoy su primer conflicto educativo. Estamos presenciando las primeras tomas y protestas masivas de la historia de universidades más nuevas como San Martín, La Matanza, Moreno, Lanús, Quilmes, entre otras; también en las del interior como San Luis, La Pampa, Catamarca, Tierra del Fuego, Jujuy, San Juan, Salta y varias universidades de la Patagonia en sus distintas sedes. Pero, además, se suma la ocupación de edificios de universidades reconocidas por su conservadurismo como la Universidad Nacional de Cuyo —bajo una tempestad inusual en Mendoza— o la permanencia en rectorados y facultades en donde hacía muchos años no sucedían asambleas como la facultad de Derecho de La Plata, Tucumán o Buenos Aires.

Se trata de una generación que cursó su secundaria o parte de la universidad en pandemia, vive en una economía que no crece desde hace una década, pasó gran parte de su vida sufriendo la inflación, los bajos salarios y la precariedad laboral que golpea más a los más jóvenes. Atravesaron dos gobiernos decepcionantes que no cumplieron sus expectativas. Muchos de estos jóvenes votaron a Milei, otros no, pero hace diez meses que todos vienen experimentando el deterioro notable en las condiciones de acceso y permanencia en la educación superior: son estudiantes que cayeron en la pobreza, que el boleto de transporte les aumenta sin ninguna excepción ni reparo por la condición estudiantil, que tienen que leer los apuntes en el celular porque ya no pueden pagarlos, que ven a sus docentes cobrando salarios vergonzosos. 

En paralelo, ven sus universidades (muchas de las cuales son orgullo de su comunidad) bien equipadas pero amenazadas y en vías de deteriorarse. Y además, están siendo “bullineados” e interpelados como como zurdos, ricos y privilegiados, una agresividad totalmente gratuita, pero también lo suficientemente absurda como para distanciarse cada vez más de las condiciones reales de vida del estudiantado. 

En síntesis, si la heterogeneidad estudiantil vinculada a la masificación, junto a la pandemia, pueden explicar la desmovilización previa del movimiento estudiantil, la novedad es que se están dando acciones y movilizaciones en lugares donde nunca había sucedido. Son las primeras veces en repertorios de movilización en universidades “nuevas” con menos historia pero con arraigo local importante. Y si bien persistía la idea de que la fragmentación del sistema universitario había dividido al estudiantado, y de allí la dificultad para la movilización, esto ha sido superado en los hechos muy ampliamente a partir de la articulación de demandas comunes a nivel nacional desde las diferentes regiones e identidades: un único adversario que, además, los interpela de modo insultante. 

Intermezzo: jóvenes liberales, jóvenes libertarios y universidad

En los comienzos de la década del ochenta (hacia el fin de la dictadura) en las universidades surgieron agrupaciones que se autodefinían como liberales. La más conocida a nivel nacional fue UPAU, el brazo estudiantil de la UCEDE. Este sector abogaba por una militancia estudiantil ocupada de los asuntos propiamente gremiales estudiantiles (como bienestar, condiciones de cursada, planes de estudio y cuestiones profesionales) y no interviniente en los “grandes temas de política”. No obstante, compartía códigos y no renegaba de los espacios de participación reconstruidos en los años finales de la dictadura y el inicio del gobierno constitucional: asambleas, centros de estudiantes, federaciones y representantes en el co-gobierno. Estos grupos, que participaron activamente, llegaron a conducir centros de estudiantes y a tener un rol protagónico en algunas federaciones universitarias. Incluso, cuando las votaciones en las asambleas por facultad no resolvían según sus convicciones, participaban y acataban lo decidido. Por ejemplo, cuando se realizó la “quema de chequeras” que tuvo lugar en Avenida Córdoba de la ciudad de Buenos Aires como acción de protesta contra el pago del arancel en 1983.

La última dictadura avanzó y concretó el arancelamiento de los estudios de grado en Argentina con los mismos argumentos que hoy leemos en redes o escuchamos por streaming: que los pobres no subsidien la universidad a los ricos; que pague el que pueda y en todo caso, quien no, que pida una beca. El movimiento estudiantil resistió en dictadura dicha medida y logró generar consenso social de que la universidad de la Argentina democrática sería de acceso libre y gratuita. 

En los noventa, las agrupaciones más específicamente de derecha estuvieron ausentes. En los últimos años, algunas agrupaciones libertarias intentaron recalar en distintas facultades. Aunque aún no pudieron participar en las últimas elecciones, lo cierto es que sí parecen tener la intencionalidad de participar en las próximas y, como ya es sabido, es Karina Milei quien considera que crecer en el movimiento estudiantil universitario y secundario es una estrategia a seguir. 

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Hoy por hoy, las juventudes libertarias se centran en denunciar —en un tono bastante monocorde— el adoctrinamiento que, según ellos, existe en toda la Universidad. Apuntan contra supuestos tongos y curros cuyas sospechas concretas nadie especifica. Y contra la propia actividad política, a la que pretenden erradicar. En este sentido, más allá de que para los liberales participar en el movimiento estudiantil nunca fue fácil —muchos ex militantes de UPAU hoy lo dicen riendo: “Nos pegaban de todos lados”—, para los militantes libertarios recalar en la universidad representa un desafío extra. La pregunta es si podrán avanzar en debates concretos sin impugnar de modo permanente las reglas del juego y los consensos mínimos que hacen a la conformación del movimiento estudiantil y la razón de ser de la universidad.

¿Y después qué?

Hasta ahora, casi ningún actor ha podido desafiar al gobierno. La comunidad universitaria, sí. Según las encuestas, el enfrentamiento golpeó su imagen a pesar de los intentos de devolver el favor con acusaciones permanentes. Las acusaciones, basadas en esa especie de cadena de equivalencias que ha sido efectiva electoralmente (cajas-tongos-curros-auditoría-casta) parece correr el riesgo de vaciarse de sentido y volverse un ruido de heladera. 

Es posible que el conflicto se desactive en el mediano plazo, porque como todos los conflictos tienen su ciclo de auge y agotamiento. Sin embargo, lo que sí queda es un hito clave en la socialización política de estas nuevas generaciones de estudiantes, aprendizajes políticos que se producen no solo en las asambleas, tomas y clases públicas si no en las dos movilizaciones masivas que vieron y protagonizaron. 

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Pero hay algo más en lo que tenemos que prestar particular atención y que seguramente delinee mucho de los rasgos de este estudiantado: representados en los estudiantes de la UNSAM quitándose los zapatos para cuidar su lugar de estudio, su patrimonio, esta es una generación que ha perdido muchas cosas y que anhela muchas otras que no tiene. Pero es, a la vez, una generación que tiene algunas pocas cosas —y muy importantes— para cuidar. Y nos están mostrando que lo saben.

Por Marina Larrondo y Guadalupe A. Seia / Revista Anfibia

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