La oscura épica de la crueldad
Mi adolescencia y la escuela secundaria en los '60 fueron bastante luminosas. Lo pasé muy bien, aunque por supuesto que también hubo sombras.
Un recuerdo oscuro me lleva a una ocasión en que nos juntamos varios compañeros a estudiar –es un decir– en la casa de uno de ellos.
El dueño de casa era el mejor alumno, y un tipo serio, tímido, muy formal y de pocas palabras. Nos tenía preparada una sorpresa. Desde el pequeño living de la casa se veía en el jardín un gato atrapado en una trampa dentada. Acto seguido, el dueño de casa tomó una pala, se acercó al gato y lo mató despellejándolo a golpes de pala.
Quedamos mudos, y él se nos acercó eufórico, convencido de que había ofrecido pura diversión. Nos había dado una prueba orgullosa de macho y de que era un auténtico duro.
Los juegos violentos entre los varones eran muy comunes, y más de una vez nos divertía ser duros repartiéndonos cazotes y zancadas. Pero esto…
No agrego las humillaciones perpetradas contra el gallego, tomado como punto por su déficit de crecimiento, y el acoso violento a un compañero homosexual porque lo luminosa que califiqué a mi secundaria podría parecer directamente humor negro, y, por suerte, los que cité fueron momentos aislados. En verdad, la mayoría celebrábamos lo unida que era nuestra división.
Pero me centré en aquel episodio de crueldad con el propósito de señalar que ella forma parte de nuestro repertorio social. Cualquiera tiene a mano infinidad de anécdotas más leves o dramáticas de lo que por entonces no se llamaba bullying pero consistía -consiste -- en humillar al prójimo. Hay un perverso placer en ello, y está presente en nuestra cultura.
El mundo de los niños y los adolescentes suele ser despiadado, pero la crueldad no nació de un repollo.
Cuando nos asombramos de los extremos de crueldad que exhiben los referentes del gobierno de ultraderecha, ensañados especialmente con los débiles, es porque lo usual hasta aquí era que las dirigencias políticas se cuidaran de mostrar sus rasgos más oscuros en público.
¿Qué puede explicar que el presidente celebrara el triunfo del veto al insignificante aumento a los jubilados con un gran asado, que hoy, convertido en objeto de lujo, es el inaccesible símbolo del empobrecimiento de las mayorías?
¿Por qué provocar haciendo ostentación de ello, casi con el mismo gesto perverso y adolescente de aquellos compañeros de secundaria que celebraban su crueldad?
Me doy cuenta de que no es azarosa la referencia a mi adolescencia: me fue inspirada ante un presidente narcisista que reta a las Naciones Unidas, donde ve comunistas agazapados, que lanza un video de un mundo pos apocalíptico donde referentes de la política kirchnerista y de la cultura marchan como zombies infectados por un virus mortal.
Un sujeto político que parece más cómodo en la galaxia del comic bizarro, que desató la euforia de sus votantes presentándose con la motosierra, no para jugar como un tranquilo jardinero sino como Cara de cuero, el siniestro personaje de un viejo film de Clase B, La matanza de Texas”.
Bien, ¿por qué esa permanente ostentación de sadismo? Lo primero que se me ocurre es que la crueldad abiertamente exhibida comunica algo.
“El ajuste más grande de la historia”, la negativa a entregar alimentos a los sectores vulnerables de parte de la ministra Pettovello, el rechazo a proveer los remedios que necesitan enfermos de cáncer, las metáforas frecuentadas por el Presidente aludiendo a la penetración anal de niños.
Como si en la exacerbación de una crisis se hubiera convocado a Kevorkian, el Dr Muerte, quien, ante un cuadro de fiebre muy alta, decide encerrar al paciente en una cámara frigorífica.
Todo forma un repertorio de ausencia de empatía demasiado presente como para pensar que son hechos aislados.
Viene a mi memoria la denuncia que hizo Alberto Fernández en plena pandemia de una conversación en la cual el expresidente Mauricio Macri, instándolo a levantar la cuarentena, le aconsejaba “Que se mueran los que tienen que morir”,.
Hubieron 12 años de un kirchnerismo que centraba sus mensajes en “La patria es el otro” y en la inclusión, y era deplorado por todas las derechas y el poder económico.
Como un juego de acción y reacción, ahora todas las medidas y discursos de este gobierno van en la dirección opuesta. Transmiten la idea de que la crisis que ellos han magnificado en forma delirante como la peor de la historia es culpa exclusivamente del peronismo, cuyo discurso de inclusión llevó al Estado a dilapidar los recursos y provocar la inflación.
En ese relato, los vulnerables están en la vereda de enfrente, y sería imperioso tomar medidas extremas. Y lo hacen con especial ahínco contra una población de jubilados, enfermos, sectores carenciados, a los que consideran una población sobrante.
“Que se mueran los que tengan que morir” es conjugado hoy por la extrema derecha. Y es como la metáfora que nos ubica en un imaginario naufragio en que deben justamente aplicar la motosierra a la población, echar gente al agua para conjurar el ficticio peligro de que terminemos todos en el fondo del mar.
En otras palabras, allí donde a todos nos conmociona la crueldad del poder político de la ultraderecha, el Presidente y su equipo se ufanan de “tener el coraje” de deshacerse de quienes son, a juicio de La Libertad Avanza, población sobrante e improductiva que va a hundir el bote.
Darwinismo social al palo. Supervivencia del más fuerte presentada como ley natural cuando los estudiosos del Homo Sapiens nos dicen que el hombre es un animal vulnerable, y lo que disparó su extraordinario desarrollo es la cooperación.
No se si los jóvenes que votaron a Milei tienen la misma carga perversa que algunos de mis compañeros de secundaria, él hace todo para infantilizar a sus seguidores. Pero resulta conmovedor y dramáticamente contradictorio, aunque una lección al fin, que lo que ve hoy una sociedad que luce perpleja y casi petrificada sea a los viejos –la mejor adolescencia de los rebeldes '60-- actuando como vanguardia de las luchas contra una política de la crueldad.
Por Jorge Halperin / P12