¡Es la distribución del ingreso, estúpido!
"Es necesario quitar a estos organismos (los sindicatos) el poderío económico que proviene de la acumulación de riqueza, dado que, cuando este se agrega a la fuerza gremial, corrompe la función de sus dirigentes e instituye poderío político”.
Jorge Rafael Videla, Documento de Trabajo sobre las Bases Políticas para la Reorganización Nacional.
El 30 de marzo de 1982, la CGT Brasil convocó a una marcha a Plaza de Mayo, que se replicó en todo el país, con la consigna Paz, Pan y Trabajo. Fue encabezada por Saúl Ubaldini y representó uno de los mayores hitos de la resistencia contra la última dictadura cívico-militar. Para muchos de quienes éramos adolescentes en aquella época, la marcha fue nuestro bautismo de gas lacrimógeno. Hubo más de mil detenidos, incluyendo a los dirigentes sindicales, y una feroz represión. Recuerdo que al final de ese día pensamos con cierto candor que asistíamos al final de la dictadura.
Tres días después, con algunos compañeros del secundario volvimos a la Plaza. Estaba llena otra vez pero en lugar de los cánticos contra los militares, escuchamos consignas de adhesión. Fue mi primer asombro político, aunque no sería el último. Era el 2 de abril de 1982 y la muchedumbre festejaba la recuperación de las Islas Malvinas. Fue el último estertor de una dictadura sangrienta, un conflicto que ilustró el altísimo costo de haber transformado a las Fuerzas Armadas en el grupo de tareas del establishment: en los centros clandestinos de detención y tortura habían perdido su propia razón de ser y no servían ni para ir a la guerra. En todo caso, el gesto desesperado de la dictadura logró invisibilizar, al menos por un tiempo, aquella gran marcha pacífica.
A principios de los años ‘70, la estructura sindical de nuestro país se caracterizaba por una tasa de afiliación muy alta, un gran poder económico derivado de la administración de las obras sociales, y una fuerte implantación en los lugares de trabajo a través de una sólida red de delegados. Ese poder sindical se veía reflejado en una distribución del ingreso favorable al trabajo. Como escribió el sociólogo Artemio López: “La serie estadística histórica sobre la distribución funcional del ingreso muestra dos años clave: 1954 y 1974. En ambos se alcanzó la máxima participación de los asalariados en el Producto. En 1954, el registro fue de 50,1%, alcanzándose así el deseado fifty-fifty (entre capital y trabajo)”.
Detrás de la letanía de combatir a las organizaciones armadas, que en realidad a principios de 1976 ya no disponían de un poder militar relevante, lo que el golpe cívico-militar buscó fue terminar con el poder sindical, disciplinar a los trabajadores y revertir la distribución equitativa del ingreso lograda en el tercer gobierno peronista. El primer paso para lograrlo fue criminalizar la actividad sindical. No se trató de una guerra, ni siquiera de una guerra sucia, sino de un plan de negocios que consistió en eliminar al poder sindical y la resistencia de los trabajadores para propiciar una enorme transferencia de abajo hacia arriba. La caída del salario real y la pobreza estructural que padecemos hoy son consecuencias directas del golpe de 1976.
Cuando CFK dejó la presidencia, escribe Artemio López, “el factor trabajo participaba en la distribución del ingreso en un 51,8%; participación que descendió al 46% con el gobierno de Mauricio Macri y que el último gobierno peronista del Frente de Todos no pudo mejorar”. En los pocos meses de gobierno del Presidente de los Pies de Ninfa la participación de los salarios empeoró aún más.
El odio persistente que nuestro establishment le tiene a CFK, y que llegó a su cénit con el intento de asesinato el jueves 1º de septiembre de 2022, no es consecuencia de las formas supuestamente rudas de la ex Presidenta, sino de lo único que realmente importa: la distribución del ingreso.
Hace unos días, el bloque de diputados de la UCR presentó “un ambicioso proyecto” para “jerarquizar la actividad sindical”. La iniciativa hace hincapié en tres ejes: limitar las reelecciones de los sindicalistas, que esos sindicalistas tengan que presentar sus declaraciones juradas y eliminar las cuotas solidarias obligatorias.
Con respecto al límite de las reelecciones, surge una pregunta casi obligada: ¿por qué los accionistas de una sociedad anónima podrían reelegir indefinidamente a su CEO, o los propietarios reunidos en asamblea podrían designar a un administrador las veces que lo decidan, pero los trabajadores no podrían hacer lo mismo con sus líderes sindicales? Se trata, al fin y al cabo –para retomar un concepto repetido por los entusiastas de la motosierra– de “un asunto entre privados”.
La obligación de presentar una declaración jurada causa el mismo asombro. ¿Por qué deberían presentarla sólo los líderes sindicales y no el conjunto de los ciudadanos con poder delegado? Si la obligación de transparencia no es obligatoria para todos –administradores de edificios, CEO de empresas, titulares de asociaciones patronales o incluso presidentes de fundaciones–, entonces no debería serlo para ninguno.
Con respecto al último punto propuesto, es bueno recordar que los sindicatos reciben dos tipos de cuotas: la cuota de afiliación –en el caso de los trabajadores que eligen formar parte del organismo– y la cuota de solidaridad –para los no afiliados–, que se establece en los convenios colectivos de trabajo. La Ley 14.250 relativa a dichos convenios dispone que las contribuciones “serán válidas no sólo para los afiliados, sino también para los no afiliados comprendidos en el ámbito de la convención”. Se trata de una contribución para “el agente negociador”, es decir para quien negocia paritarias y mejoras en las condiciones de trabajo y que no lo hace solo para los afiliados al sindicato sino para el conjunto de los trabajadores. Si se eliminara la cuota de solidaridad, como propone la UCR, los beneficios obtenidos por el sindicato antes señalados deberían ser tangibles sólo para los afiliados, que sí pagan una cuota. Sería un sistema tan extravagante como el de un consorcio en el que los propietarios pudieran decidir si pagan o no la expensa sin por eso dejar de beneficiarse de las mejoras edilicias.
Por otro lado, al igual que el cometa Halley que vuelve cada 76 años, existe una denuncia recurrente por parte de nuestra derecha, hoy extrema derecha, que refiere a la “politización” de los sindicatos. Al parecer, que la Unión Industrial Argentina (UIA), la Asociación Empresarial Argentina (AEA) o la Sociedad Rural Argentina (SRA) apoyen a ciertos gobiernos (o incluso, históricamente, a dictaduras) consolidaría el necesario debate democrático; mientras que las preferencias electorales manifiestas de un sindicato atentarían contra ese mismo debate y coso. La abogada laboralista Natalia Salvo lo suele explicar de forma clara: “El modelo sindical argentino (...) se caracteriza por tener un fin sindical amplio: mejorar las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores. Además, las asociaciones gremiales pueden pronunciarse políticamente y así representar los intereses colectivos en el diseño de las políticas de gobierno”.
De lo que se trata en definitiva, ya sea a través de la brutal represión de la última dictadura cívico-militar o de estos proyectos pletóricos de intenciones celestiales, es de debilitar la representación sindical para atomizar el reclamo colectivo y su poderosa eficacia a la hora de mejorar la distribución del ingreso. Para comprobar esta afirmación, alcanza con analizar el listado de los sindicalistas más repudiados por el establishment y sus medios afines: Pablo Moyano, líder de Camioneros; Sergio Palazzo, líder de la Bancaria, o Daniel Yofra, titular de la Federación de Aceiteros. El odio generado por esos sindicalistas es proporcional al éxito conseguido a la hora de negociar paritarias. Tal vez no sea una casualidad.
Como en el caso de CFK, no se trata de estilos rudos o formas ríspidas. Los mismos periodistas o las almas de cristal que hoy se indignan con los aceiteros o los camioneros por la acción directa que llevan a cabo en defensa de sus derechos, aplaudieron a la Mesa de Enlace cuando cortó rutas durante meses en 2008 en defensa de su renta. No se trata de darle “libertad” a los trabajadores o de “jerarquizar” la representación sindical, sino de algo mucho más elemental: ¡Es la distribución del ingreso, estúpido!
Por Sebastián Fernández / El Cohete