Pasados de moda

Actualidad26 de agosto de 2024
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Parece haber pasado por suerte la moda chirle según la cual hablar de derecha y de izquierda ya no corría más. Bajo un criterio de actualidad del tipo “Gente y la actualidad” (y su sección de “in” y “out”), se pretendía que, quien lo hiciera, se quedaba en el ’45, o se quedaba en el ’17, o en algún otro punto indefinido del pasado y que por ende, pecado mayor para las exigencias de una moda, atrasaba. Se subían así al bueno de Fukuyama, aun cuando el bueno de Fukuyama se bajaba ya de sí mismo, ajenos por lo demás a los aportes de Didi-Huberman en el sentido del filo crítico que puede llegar a adquirir, como anacronismo, cierto afán de desacompasarse del presente.

Según parece, esa moda ya pasó. Y con tanta ligereza (ligereza por rapidez, ligereza por levedad) que da a pensar que en el fondo nunca fue mucho más que eso. Hoy sí se habla de derecha y de izquierda, y más aún: se habla casi continuamente así. Las endebles razones por las que se había declarado su irreversible obsolescencia (porque el muro de Berlín cayó, es cierto, pero para el caso, sigue caído) se disolvieron en esa nada de la que en verdad provenían. Es un viraje ciertamente significativo, dado que la izquierda nunca dejó de llamarse así (se llamó Izquierda Unida, se llamó Frente de Izquierda), pero la derecha admitió por fin tal condición, después de mucho camuflarse, después de mucho escamotearse. Es cierto que sigue malversando la noción de “cambio”, pues la emplea cuando sus políticas se orientan notoriamente a la conservación de las relaciones de poder existentes en la sociedad argentina. Pero al menos es una derecha que ahora accede a llamarse derecha. Y que no insiste por obcecación en denegar la existencia de una izquierda posible (en el borde extremo de un vaivén de bipolaridad consumada, se pasó de negarla de plano a pretender, con la paranoia propia de los megalómanos, que acecha por doquier o que domina el mundo: que el comunismo domina el mundo, y es Argentina la que lo salvará).  

Así que sí: hay derecha y hay izquierda –y además, hay progresismo–. Lo que permite recuperar, por lo pronto, la posibilidad de un planteo usual, reconocible, de extensa y consabida tradición, pero llamativamente desatendido en los últimos tiempos: desde dónde se formulan ciertas críticas al progresismo (pienso en las críticas, no en los gastes o las chicanitas, que carecen de valor sustancial), si es por derecha o es por izquierda que se plantean. Eso, claro, cambia todo. Porque obviamente no es igual esgrimir ciertas objeciones para cuestionar los alcances y los límites, las tibiezas o las insuficiencias de ciertas posiciones, que hacerlo para impugnarlas y desecharlas como tales. No es ni podría ser igual alentar en el progresismo la revisión crítica de sus propios términos o sus propias prácticas, o apuntar más drásticamente a la necesidad política de su superación por intensificación, que meramente oponerle una obstrucción regresiva. Y para el caso, en lo concreto: no es lo mismo poner en cuestión ciertos tópicos del bien-pensar al cobijo de la corrección política, o eso que se ha señalado como “superioridad moral”, en procura de una recapitulación que destrabe estancamientos y prepotencias, que hacerlo desde los malos pensamientos (otro envés de lo biempensante, más dudoso) o hacerlo desde la bajeza moral (otro envés de la presunta superioridad moral), la que derivan por caso en las cordiales visitas a criminales de lesa humanidad como Alfredo Astiz o Alberto González.

El problema de la simplificación

Desde dónde se formulan entonces las críticas al progresismo: es tan elemental la cuestión, que es raro que de un tiempo a esta parte se la haya pasado tan sencillamente por alto. No daba igual, por ejemplo, en la Alemania de hace más de un siglo, que las críticas al reformismo de Bernstein las lanzara Rosa Luxemburgo o que lo hicieran los sectores nacionalistas más retrógrados. No dio igual, en la Argentina de hace más de medio siglo, que la ruptura por decepción con las defecciones del frondicismo la sostuvieran y la argumentaran los intelectuales del grupo Contorno o que sirviera de palanca vil al golpe palaciego de José María Guido. Y así siguiendo, en un etcétera de gran extensión.

La idea de que el progresismo empieza y termina con el kirchnerismo ha tenido bastante éxito, sobre todo entre antikirchneristas, que lo asumieron como certeza absoluta tal vez porque esa superposición, tan plena como presurosa, les ofrecía la medida justa para su indeclinable afición al rencor. Es muy útil para una economía del odio, porque reúne sus objetos en un único punto de descarga biliar; pero más allá de eso, no pasa de una simplificación reductiva. El campo de problemas que plantea el progresismo no podría recorrerse hoy sin pasar por el kirchnerismo, pero lejos está de agotarse en él.

El campo de problemas que plantea el progresismo no podría recorrerse hoy sin pasar por el kirchnerismo, pero lejos está de agotarse en él.

Tal vez pueda romperse la bolsa de ese todo-en-la-misma-bolsa que, por desgano de pensamiento o por mala fe del confundir, se hizo práctica habitual en la derecha (que tampoco es una sola ni cabe en una misma bolsa). Y así recuperar ciertas valiosas líneas de tensión entre el progresismo y la izquierda. Que cuentan, claro, con una historia más que considerable. Es posible volver por ejemplo a los años del restablecimiento de la democracia en Argentina para pensar en esa clave a los intelectuales cercanos al alfonsinismo (como lo hizo, entre tantos otros, Nicolás Freiburn en La invención de la democracia), que resultan especialmente interesantes precisamente porque venían de una formación ideológica y una práctica política de la izquierda radicalizada. ¿De qué manera legitimaron su giro de atemperación? ¿En qué términos revisaron sus propias trayectorias? ¿Qué debates (explícitos o implícitos) trabaron con aquellos que, con un pasado de intensidad política compartida, no se aplacaron ni se moderaron ni corrieron su izquierdismo ni un poquito hacia algún centro? Formados y rigurosos, ofrecieron todos ellos fundamentos consistentes para las posturas que decidían tomar (y para las posturas que decidían dejar o no dejar). Entre Juan Carlos Marín y Juan Carlos Portantiero, entre León Rozitchner y Hugo Vezzetti, entre David Viñas y Beatriz Sarlo, y etc., etc., etc., se desplegaron líneas de reflexión y discusión de enorme productividad crítica, tanto para la izquierda como para el progresismo, sin que hiciera falta subirlos a un ring y montar un espectáculo de hostilidad para que se entendiera que había un debate.

Es cierto que la escena discursiva no estaba dominada entonces por la poética de los desencajados que braman agresiones en formatos de tres minutos o doscientos ochenta caracteres. Pero no es menos cierto que, en el presente, no es inexorable someterse a tales parámetros. Ahí están sin ir más lejos los libros de Eduardo Grüner, en los que el análisis crítico de las tradiciones respectivas de la izquierda y del progresismo se examinan con especial agudeza; ahí está ¿Por qué la rebeldía se volvió de derecha? de Pablo Stefanoni, como desafío de autocrítica de cómo se perdió lo que se perdió; ahí está la reedición ampliada de Diario de una princesa montonera de Mariana Eva Pérez para desestabilizar ciertas fosilizaciones solemnes de espacios propios o afines, pero hacerlo con la risa de las víctimas, que es risa de resistencia, y no con la de los verdugos o sus cómplices, hoy en boga, que es risa de cinismo y de daño.

Por Martín Kohan * Escritor y ensayista argentino, nacido en Buenos Aires en 1967. Es profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires. En el 2007, recibió el Premio Herralde de Novela por su séptima novela, Ciencias morales. / Le Monde Diplomatique

 

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