El monstruo es el otro

Actualidad 02 de junio de 2024
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Un lugar común recorre una de las principales discusiones sobre el delito: un espectro que une menores, delito y violencias. Escuchamos en la radio, en el colectivo, en la verdulería: “los pibes entran por una puerta y salen por la otra” o “los delitos en los que participan jóvenes son más violentos” o “la policía no puede hacer nada, tiene las manos atadas porque son menores”. No es mi intención en este artículo refutar con datos estos falaces argumentos. Propongo un camino que nos lleve a pensar la baja de la imputabilidad desde la crueldad y el miedo. Un camino que ha sido largamente recorrido, al que aquí sumo algunas reflexiones diferentes. 

Crueldad

Sobre la crueldad se ha escrito mucho en los últimos tiempos. ¿De qué hablamos cuando hablamos de crueldad? Nos referimos al regocijo en el dolor ajeno. Gozar del sufrimiento del otro. Ejemplos varios: algunos festejan que alguien se quede sin trabajo; otros comentan en las redes, aprobando y justificando, la brutalidad de las fuerzas de seguridad. Las redes sociales son un lugar privilegiado para encontrarnos con el goce del dolor ajeno, pero no sólo pasa en las redes; pasa en los medios, pasa en las calles y en muchas instituciones. Hay una amplia legitimidad de poder gozar, entretenernos, divertirnos con el sufrimiento del otro, con el dolor ajeno. 

La crueldad imperante es parte de un proceso de desensibilización que borra –o busca borrar– las lógicas de la empatía. Así, una de las contracaras de la empatía es la crueldad. El proceso de desensibilización es eficaz cuando no puedo identificarme con nadie que no sea yo; por ello, no me permito pensar los sentimientos del otro, sus dolores, sus sufrimientos. Los dispositivos contemporáneos de la crueldad crean “individuos no empáticos”.

Quiero señalar cuatro cuestiones –nada muy innovador– para pensar estos dispositivos de crueldad. La primera es la relación entre crueldad e individualidad. Los procesos de individuación contemporáneos fomentan la ruptura de las lógicas de la empatía. Cuando no existe otro deseo que el puro beneficio individual, cuando las ambiciones del ego están sobredimensionadas, los otros se empequeñecen casi hasta desaparecer. La historia de la individuación muestra que en la sociedad actual el proceso de la ruptura con el otro está en uno de sus puntos más altos. Las concepciones meritocráticas, la competitividad sin límite y las nociones de éxito estimulan formas de intolerancia que deterioran los lazos sociales e impiden forjar sentimientos de empatía. 

Consensos sociales –cambiantes, inestables y nunca homogéneos– nos dicen a qué temer. Por este motivo estamos más preocupados y temerosos por la inseguridad que por el cambio climático.

La segunda cuestión, ampliamente trabajada por Rita Segato (1), es la relación entre crueldad y masculinidad. La socialización masculina predispone a la baja empatía. Lo que queremos señalar es que las lógicas masculinas están orientadas hacia la crueldad ya que refuerzan, no siempre y no siempre de la misma manera, sentidos identitarios que vinculan lo viril con lo insensible. Dominar y subyugar son mandatos de la masculinidad hegemónica, y para lograrlos hay que esquivar toda forma de compasión para con el otro. Es obvio que estas lógicas masculinas, como todas las lógicas dominantes, también las usan los dominados. Por ello es que también hay mujeres crueles; sobran los ejemplos.

La tercera es obvia. La legitimidad de la crueldad es amplia, pero nunca total. Crueldad y empatía forjan un campo de disputas mutante y dinámico. Un campo con diferentes actores, con acumulación de poder diferente y con lógicas de acción diversas. En estas disputas la discusión es lo aceptable moralmente para la sociedad; se forja un horizonte que construye las fronteras de lo intolerable para la sociedad. Hoy, uno de los intolerables respecto al delito son los jóvenes que cometen actos aberrantes. Sin embargo, desde diversos frentes se discuten los dispositivos de la crueldad que forjan “individuos no empáticos” (estás líneas son un ejemplo). 

Por último, me interesa traer a la discusión una pregunta: ¿vivimos en una sociedad más cruel? ¿O vivimos en una sociedad más insensible? Muchas veces, por el regocijo flagelante de pensarnos el sumo de la crueldad, respondemos positivamente a estos interrogantes sin muchos fundamentos. Sin duda estamos en un momento donde los dispositivos legitimadores de la crueldad están siendo efectivos, sumamente efectivos. Pero sería un error olvidar épocas oscuras de nuestra historia. Y no sólo me refiero a la crueldad de la Edad Media, las torturas públicas y el disfrute de la quema de brujas. Me refiero a las violaciones, suplicios y asesinatos desde el nazismo a la última dictadura en Argentina. En ambos casos había una legitimidad de la crueldad; lo que cambió fueron sus criterios de visibilidad. 

Cierro esta reflexión con una advertencia que resulta evidente luego de lo expuesto. La industria del consumo y el Estado, constructores de individuos que aspiran a su realización personal sin importar el otro, no empezaron a trabajar el 10 de diciembre de 2023; desde hace décadas que la maquinaria forja “individuos no empáticos”. Los dispositivos que permiten/posibilitan/fomentan la crueldad no son un invento de la administración Milei.

Miedo

Para pensar la relación entre la crueldad y la discusión por la baja de la edad de imputabilidad nos tenemos que preguntar: ¿a qué le tenemos miedo?

Consensos sociales –cambiantes, inestables y nunca homogéneos– nos dicen a qué temer. Por este motivo estamos más preocupados y temerosos por la inseguridad que por el cambio climático. Y dentro del gran mapa de la inseguridad, estamos más preocupados por el delito predatorio que por otras formas de la inseguridad.  Los miedos, entonces, como señala Rosana Reguillo (2), son socialmente construidos, pero se experimentan individualmente. La experiencia del miedo individualiza a los sujetos sociales y los responsabiliza de su seguridad propia. Somos interpelados a invertir en seguridad, organizarnos y anticiparnos a los hechos. “Me tengo que cuidar” o “si te roban es porque dormiste” son ideas recurrentes que ponen el foco en la responsabilidad del individuo sobre su seguridad. Esto no quita que se demande al Estado por la inseguridad, que se le solicite endurecimiento de las penas o que pongan más cámaras de vigilancia. El miedo es un engranaje más de la maquinaria que forja “individuos no empáticos”. Los sujetos peligrosos, ahora los jóvenes que comenten delitos graves, son el resultado de esta construcción social del temor. Recordemos que la construcción de sujetos peligrosos funciona señalando una amenaza para la sociedad. Lo amenazante refiere aquí a lo que pone en duda el límite de lo social.  Sergio Tonkonoff, tomando a Durkheim, dice que el delincuente es una figura imprescindible para todo orden social, ya que su transgresión forja la cohesión grupal (3).  

Cabe recordar que la construcción de un sujeto peligroso es una construcción social que cambia con el tiempo. En los inicios de nuestro Estado-nación el gaucho fue instituido como sujeto peligroso, representado como vicioso, cuatrero y poco trabajador, por lo que fue perseguido y estigmatizado. Sin embargo, en pocos años, cuando su peligrosidad hacia el sistema había menguado, pasó a ser símbolo de la nación. A lo largo del Martín Fierro se ven las señales de la mutación de su relación con el sistema. El lugar del gaucho lo ocupó rápidamente el inmigrante.  En la actualidad el peligroso es un joven, varón, pobre que viste ropa deportiva y es representado como violento. 

Así, el joven delincuente se forja como encarnación de un peligro. El miedo necesita de un cuerpo, de un rostro (4). Se repiten imágenes que son asociadas al riesgo y crean monstruos, enemigos perfectos de la sociedad. Estas operaciones condensan la maldad e invisibilizan otros delitos. 

Demonizar es un paso más en la deshumanización del otro. Es aquí donde encontramos el vínculo del miedo con la crueldad: deshumanizar es un hito ineludible para los dispositivos de crueldad. En el escenario actual, signado por la desintegración social, la multiplicación de los temores en su faceta más radical hace que toda alteridad pueda ser un sujeto potencialmente peligroso, impidiendo cualquier tipo de lazo. Además, la deshumanización es más efectiva cuando los más vulnerables son representados como peligrosos, ya que los estigmas construidos sobre ellos fomentan la construcción de una alteridad radical. Ahora bien, sobre los otros que son deshumanizados la crueldad es más legítima. Decíamos que la empatía está vinculada a la posibilidad de identificación con ese otro; si con ese no comparto nada, si no es un humano, puedo ser cruel. Los dispositivos de la crueldad son efectivos construyendo otros sobre los que no tengo que ser empático, son otros diferentes, muy diferentes, no son como nosotros. 

El poder está en señalar a qué le tenemos miedo. Los pibes violentos y peligrosos son la amenaza social. Construido el monstruo, se construye una frontera. Finalizamos este apartado con una idea que está en el corazón de varios trabajos de Rosana Reguillo: quien controla los miedos de una sociedad, controla la sociedad. 

Argumentos irracionales

La imagen de un joven menor de edad asesinando a sangre fría a un trabajador de una estación de servicio es impactante. El video se repite por todas las plataformas. Vemos mil veces al homicida ejecutando a un inocente. Las imágenes nos causan escalofríos, generan miedo. Pero las pasiones no nos pueden hacer olvidar que el número de menores que cometen esos delitos es insignificante. Según los datos, un 5% de los homicidios son cometidos por jóvenes que están por debajo de la edad actual de imputabilidad.

La baja de la edad de imputabilidad es un argumento recurrente de los populismos punitivos que consideran que las leyes modifican los problemas sociales. Suponen que, hecha la ley, solucionado el problema. Repetimos hasta el hartazgo que esta relación sólo pueden creerla los políticos en campaña. Para pensar estos problemas, una de las variables clave es la tensión entre legalidad y legitimidad. 

Que un joven asesine a otro es resultado de un sinnúmero de variables que no se modifican con la disuasión de la pena. La relación costo-beneficio del delito se reduce al mundo de las legalidades; para el análisis de este tipo de medidas deben tomarse en cuenta las legitimidades y beneficios simbólicos que rodean al delito. El mundo delictivo ofrece atracciones que van más allá de la materialidad. Un joven sicario asesina  no sólo por el dinero, lo hace también por la búsqueda de respeto y reconocimiento entre pares. La desigualdad no es sólo material, es también simbólica. Por estas razones, la baja de la edad de imputabilidad, al igual que muchos endurecimientos de las penas, no influyen en la estadística criminal. 

Dos cuestiones para finalizar. La primera, entendiendo que es ínfimo el caso de menores que cometen delitos graves, es necesario señalar que los miedos construyen categorías sociales muy efectivas para el control social. La “preocupación” por los jóvenes pobres que comenten delitos graves no es más que una de las tantas formas en que la estigmatización contribuye a la segregación de los sectores populares.

La segunda cuestión, a modo de cierre, es dar cuenta de que la articulación entre crueldad y miedo es un argumento emocional para la discusión del delito. La ley debería tener otros fundamentos, más racionales, más estadísticos y menos apasionados. 

1. Rita Segato, Contra-pedagogías de la crueldad,  CABA, Prometeo, 2018. 

2. Rosana Reguillo, “Sociabilidad, inseguridad y miedos. Una trilogía para pensar la ciudad contemporánea”, Alteridades, N° 36, julio-diciembre, 2008.

3. Sergio Tonkonoff, “Las funciones sociales del crimen y el castigo. Una comparación entre las perspectivas de Durkheim y Foucault”, Sociológica, Año 27, Número 77, pp. 109-142, 2012.

4. Gabriel Kessler, El sentimiento de inseguridad. Sociología del temor al delito, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009.

Por José Garriga Zucal * Doctor en Antropología social (UBA), investigador del CONICET y docente de la Universidad Nacional de San Martín / El Diplo

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