La batalla cultural

Actualidad30 de mayo de 2024
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Es lógico y necesario que las frecuentes agresiones del presidente Javier Milei a mandatarios extranjeros cuyas ideas no coinciden con las suyas nos provoquen rechazo, vergüenza y preocupación, aunque en algún caso la iniciativa no haya sido suya. Desde el punto de vista político, es evidente que son perjudiciales a los intereses nacionales en la medida en que ocasionan daño a las respectivas relaciones bilaterales e inciden al definir alianzas del país en materia de política exterior.

Razón suficiente -entre otras- para que, a esta altura de la soirée, dejemos el abordaje psicológico del personaje a los especialistas y nos avoquemos a analizar ese tipo de acciones en el marco del desafío que el Presidente se ha autoimpuesto: según sus palabras, trata de aprovechar la alta investidura que ostenta porque “amplifica mi voz”, para dar la “batalla cultural”; una letanía que no se cansa de cantar, la entonó en el acto de Vox en España el 19 de mayo pasado, 3 días después durante la presentación de su último libro en el Luna Park y a continuación en Córdoba, donde participó de la celebración por el triunfo hace 214 años de una Revolución cuyos objetivos iniciales eran antagónicos a los que Milei promueve: no se proponía hambrear al pueblo llano tras el “ajuste más grande de la historia” ni entregar los recursos estratégicos, sino todo lo contrario, basta con leer el Plan de Operaciones de Mariano Moreno. Revolución que poco tiempo después fue derrotada por quienes sí representaban entonces lo que representa Milei.

El Presidente está convencido de que “el socialismo ha ganado la batalla cultural de la mano de Gramsci”. A los efectos de esta nota no importa si el gatito de Myriam Bergman ha leído a Gramsci, tampoco si está equivocado o no en relación con los ganadores de la lucha ideológica, lo que importa es que para él la batalla cultural -en la que lo asisten medios y voces de variado pelaje- es uno de los frentes decisivos en la lucha política, y en esto tiene razón. Fiel a su estilo, dice lo que piensa y no repara en presuntos costos políticos: se diferencia de unos cuantos integrantes del movimiento nacional y popular que suelen manifestar, unas veces lo que -suponen- “la gente” quiere escuchar, y otras lo que -presumen- les otorgará la confianza del establishment; el problema es que, en su afán por ganar simpatías y evitar costos políticos, se van olvidando gradual pero inexorablemente de ideas centrales, o las recuerdan y no las practican, como cuando hablan de justicia social al mismo tiempo que dejan caer los salarios. Así pues, para afrontar la ineludible batalla cultural hay decir lo que se piensa y asumirlo en los hechos.

Más todavía, si consideramos que decir siempre lo que “la gente” quiere escuchar es aceptar que rige el mercado de las ideas: se ofrecen las ideas que responden a una supuesta demanda de ideas, entonces hay que reconocer que Milei no respeta en esta puja la lógica del mercado. Por otra parte, en estos asuntos su discurso no cambia: son la excepción a esa regla que practica constantemente desconociendo los 3 principios de la lógica aristotélica; en criollo y simplificando: cuando sobre un mismo tema hace una afirmación y la contraria.

La dedicación a la batalla cultural no es una originalidad de nuestro neofascista, la encaran aunque con matices los distintos miembros de la internacional reaccionaria, desde Bolsonaro a Trump y desde Le Pen a Orbán, por lo que es conveniente que nos centremos en algunas definiciones que caracterizan los recitales de Milei y explican algunas de sus decisiones.

La justicia social

No es casual que el hermano de Karina la emprenda permanentemente contra el socialismo y el comunismo: no olvidemos que, según John Cooke, en Argentina “los comunistas somos nosotros”. En esta línea, cuando afirma que “la idea de la justicia social es aberrante” -se entiende por qué se jacta de concretar “el ajuste más grande de la historia de la humanidad”- está atacando uno de los pilares ideológicos del movimiento nacional, popular y democrático, que contiene la idea de igualdad, antagónica a su singular concepción de libertad.

La ideología que profesa el Presidente no sólo rechaza la igualdad sino que promueve la desigualdad social, supone que el conflicto por el bienestar de la mayoría social a través de la distribución progresiva de bienes comunes bloquea los intentos por progresar de los sectores vulnerables: no es el mercado el que destruye los lazos sociales, sino el Estado protector porque mina los mecanismos de moralidad individual, y entonces hay que destruirlo. Conviene que nos detengamos en el concepto mileiano de mercado: el énfasis que el liberalismo pone en el intercambio como principio y dinámica fundamental del mercado es reemplazado por la competencia. Parece un cambio carente de importancia pero es esencial: el intercambio tiene por premisa y norma la equivalencia; en cambio, la competencia tiene por premisa y resultado la desigualdad. No es necesario señalar que estos devaneos ideológicos vienen como anillo al dedo a “los 4 vivos” de siempre, jefes y promotores reales del drama nacional.

Es evidente que el ataque conmueve los fundamentos mismos de la noción de justicia social, que corresponde al orden ético, ideológico, y práctico -mejorar las condiciones materiales de vida de los sectores populares-. Si esto no se comprende, podrán mejorarse los salarios pero es altamente probable que buena parte de los destinatarios de la mejora no deje de apoyar proyectos reaccionarios: he ahí el porqué la derecha se afana por controlar medios de comunicación, y la explicación -por ejemplo- de que una de las primeras decisiones de Macri haya sido terminar con la Ley de Medios.

La índole ideológica del concepto incluye un aspecto clave, que es la sensibilidad, una de las bases de la permanencia histórica del movimiento popular. En efecto, su fortaleza y presencia no es sólo el resultado de las soluciones que dieron a la situación material de los compatriotas postergados Yrigoyen, Perón, Néstor y Cristina, entre otros, sino también de que sus prédicas generaron convencimientos que se convertían en indignación colectiva, organizada y activa ante la indiferencia o responsabilidad de cualquier gobierno en casos de injusticia social. Una prueba del déficit relativo que hoy nos aqueja en este aspecto pudo verse en la ausencia de voces opositoras frente al escandaloso ocultamiento, en galpones del Ministerio de “Capital Humano”, de millones de kilos de alimentos sin repartir mientras el gobierno provoca el hambre de millones de compatriotas.

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 Foto: Santiago Filipuzzi – La Nación.
 
El “capital humano”

A propósito de “capital humano”, es un concepto clave en la ideología del mileiato: si toda actividad humana va a regirse por la lógica del mercado, los individuos deberán construirse en base al modelo de la empresa contemporánea, proceso que empieza por la educación. “La batalla cultural hay que darla tanto en las aulas como en la política”, dice Milei. O sea, se espera que las personas se comporten de tal manera que maximicen su valor como capital en el presente y mejoren su valor futuro; y que lo hagan a través de prácticas empresarias, autoinvirtiendo y atrayendo inversionistas. En otras palabras, los individuos humanos pasan a ser un proyecto gerencial, no a formarse como ciudadanos según la meta del liberalismo clásico, y se convierten en algo así como un homo economicus. Pero ¿cómo se realiza semejante transformación? En realidad, es un proceso que se ha iniciado hace tiempo, lo que hace Milei es convertirlo en una política explícita y total del Estado: cada individuo, como capital humano, debe asumir prácticas y estrategias que le permitan acreditar -los que puedan, con títulos- habilidades en distintas actividades, es decir, una especie de autoinversión, “educarse” para mejorar la competitividad; pero también debe registrar “seguidores”, y conseguir likes y retweets en las redes sociales: ni más ni menos que atraer inversores en uno mismo. Se alcanza entonces el galardón de “exitoso”.

Por extensión, así como las personas deben ser gerentes de sí mismas o padecer todo tipo de inclemencias, incluso la muerte, los Estados deben regirse estrictamente por metas económicas -no importa cuán inconsistentes sean- en lugar de perseguir fines políticos, o serán destruidos.

Relacionando ambas premisas, la articulación entre los intereses nacionales -o cualquier otro interés colectivo- y los individuales ya no es un problema; al contrario: el individuo como capital humano se hace, no nace, se “educa”, y debe manejarse en un contexto lleno de riesgos, contingencias y potenciales cambios violentos, como la destrucción completa y repentina de la industria. En otras palabras, no es necesario recurrir a principios “colectivistas”: en lugar de que cada individuo busque su propio interés y genere sin proponérselo el beneficio colectivo, como postula el liberalismo, del inefable pensamiento de Milei se desprende que, dada una dinámica macroeconómica -que no se define-, los argentinos deberán adaptarse y alinear su existencia a ella como capital humano, o serán expulsados de ese ilusorio paraíso. Otra vez en criollo: un país para 10 millones, no para los casi 50 millones que somos; el país del proyecto colonial.

Y como todo tiene que ver con todo, es oportuno señalar que la cuestión colonial también es parte de la batalla cultural. El propio Milei se ha encargado de señalarlo a través del alto valor simbólico que tuvo su primer viaje al exterior como Presidente en ejercicio. Efectivamente, que haya ido a Israel y que haya prometido trasladar la embajada argentina de Tel Aviv a Jerusalén -lo concrete o no- implica que avala el proyecto colonialista del sionismo, y que legitima el genocidio contra el pueblo palestino. Asimismo, que haya viajado en horario nocturno a Tierra del Fuego para que lo recibiera la Jefa del Comando Sur estadounidense, implica que avala al imperio-colonialismo anglosajón, cuyo brazo armado, la OTAN, tiene una base en un pedazo usurpado de nuestro territorio nacional. Para que no queden dudas, ahora nos mandan el portaviones George Washington, uno de los símbolos del poder militar yanqui. Es que también entre pueblos debe regir la competencia: el que gana domina, el que pierde se subordina.

Otro tanto puede decirse de injerencia de Milei en favor de la OTAN en la guerra contra Rusia en Europa oriental, y de los coqueteos con su colega ucraniano, el rock star Volodímir Zelenski.

Esa pretendida penetración de la lógica del mercado en cada dimensión de la conducta humana y en cada rincón de las instituciones, hace cada vez más difícil explicar por qué las universidades, las bibliotecas, los hospitales, los recursos naturales y los servicios esenciales para la vida, deben ser accesibles a todos y todas, es decir planificados y provistos con la decisiva participación del Estado. Difícil pero posible, además es el núcleo de la batalla cultural: si la democracia no requiere la igualdad absoluta, no puede sobrevivir en la desigualdad absoluta; y si no exige la participación política universal, no puede sobrevivir a la ignorancia absoluta del pueblo sobre la realidad que condiciona su presente y su futuro: no puede sobrevivir al abandono de eso que se llama educación para el pueblo. Milei sabe por quienes da la batalla cultural, nosotros también.

 

Por Mario de Casas * El autor es Ingeniero Civil. Diplomado en Economía Política. / La Tecl@ Eñe

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