La privatización del cielo

Actualidad 26 de mayo de 2024
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A partir de la crisis de 2009, pero más aún tras la pandemia de 2020, ha emergido en el mundo un pequeño grupo de personas que se caracterizan no sólo por las fortunas que poseen –y el manejo de grandes fondos de inversión–, sino porque suelen expresar ideas descabelladas como paradigmas de “salvación”. Tales ideas pueden ir desde la ambición de un Elon Musk a crear una civilización interplanetaria, a la de Bill Gates de cubrir el planeta con tiza para tapar el sol o a la de los creadores de criptomonedas para evitar la trazabilidad del crimen y la injusticia. Para enriquecerse a costa de una miseria humana espiritual, a veces también material. Estas figuras emblemáticas del capitalismo de plataformas se caracterizan por un notable grado de megalomanía y egocentrismo. Verdaderos dioses de la Tierra y del futuro.

¿Cómo representar esta complejidad del cambio del espíritu del capitalismo encarnado no ya en aquella figura del zapatero encorvado ofreciendo su trabajo a Dios –como argumentaba Max Weber–, sino como uno basado en los instintos más salvajes que hasta Freud sostendría conveniente reprimir? La pobreza de ideas para contrastar esta realidad que combina una crisis capitalista mayúscula con una crisis civilizatoria atribuida al productivismo, a la auto-explotación como actitud humana –y a la tecnología como medio para instrumentar el tecno-feudalismo–, carece a mi juicio de un algo. De lo impronunciable. De la represión de lo trascendente como inquietud y de su supresión como regla. Es, tal vez, en esta auto-castración de la conciencia humana, donde surge el horror, la falta de empatía y, diría, la percepción de que los humanos somos una especie fallida. Individualismo extremo, drogas duras, odio, venganza, supresión de los débiles, crímenes despiadados, crueldad, llenan una época cultural donde lo distópico raya con el apocalipsis y la invocación a lo divino suena a burla. La transmisión de esta cultura de muerte tiene su contrapartida en una aparente reivindicación del conservadurismo religioso y un falso misticismo. Trump puede aparecer vendiendo su versión de la Biblia y los Milei invocar a “las fuerzas del cielo”.

¿Es mi planteo de cuestionar la falta de trascendencia uno de carácter retrógrado?

La visualización de este mundo bastante horrible se fue gestando en mí cuando todavía no había llegado la pandemia, y cuando todavía la nueva derecha no tenía el grado de visibilidad que ha alcanzado ahora. Fue entonces cuando comencé a escribir una novela a un ritmo febril. En ella, todavía conmovido por el escándalo de tráfico sexual y pedofilia del caso Jeffrey Epstein y Ghislaine Maxwell –junto a las fotos de varios de estos super-millonarios, encarnando otra cruda realidad en franca competencia con los escándalos sexuales de la iglesia–, creé un personaje que representara al conjunto de esta podredumbre. Lo bauticé como Míster Yo. En verdad Yo Yo, dado que entre uno y otro hacían un nombre y un apellido a las claras “egocéntrico”.

La intención fue crear un enfrentamiento entre este enigmático personaje que representa en la novela una suerte de poder omnímodo –encarnado en IA, plataformas y una variedad de dispositivos– frente a otro que, por sus particularidades, sería utilizado como “conejillo de indias” para un raro experimento, que consistiría en lograr apropiarse no sólo de todos los datos genéticos, biográficos y biométricos sino también del pensamiento de todos los seres humanos en tiempo real y continuo. La cúspide del tecno-fascismo, aunque en este caso su misión es acabar con toda noción de trascendencia. Se ha dicho hace poco que la locura es producto de no creer en nada.

Algunas de las expresiones de Míster Yo poseen una actualidad difícil de ocultar, a raíz de la extensión planetaria de una nueva extrema derecha basada en bots, redes sociales, IA, pero también en una abstracta y elusiva invocación a las “Fuerzas del Cielo” acompañadas de citas bíblicas, cuando no su exhibición. Así, mientras este cínico, oscuro y megalómano personaje se prepara para una entrevista televisiva, elucubra para sus adentros:

  • Al subir los primeros escalones, pensé: «Se ve que a alguien se le ocurrió hacer una síntesis de esa escalinata del castillo de Chambord —en plena ruta de los castillos del Loira— con la de la Casa de la Memoria que se construyó en Milán hacia 2015 para conmemorar la lucha contra el fascismo, celebrar la democracia y la libertad. Si bien esa última es amarilla —y va como en espiral enroscada sobre un sólido cilindro— la combinación resultaba original. La del estudio era de un color rojo vivo. Igual que la otra, tenía ventanas. Lo único que podía unir a los que subían y a los que bajaban eran sus miradas si por casualidad se encontraran y tuvieran voluntad de mirar de frente otro rostro “o el rostro del otro”. La vez que visité la Casa de la Memoria en Milán me reía por dentro. ¿Cuántos años tardarán en darse cuenta de que lo que celebran está pasado de moda? Mi proyecto era superador, dado que simulaba una democracia participativa diseñada también en forma de escalinata en espiral donde los miles de millones de ciudadanos podían expresarse y yo centralizarlo todo para gobernar como un monarca. ¿Neomonarquía?, ¿Neofascismo?, ¿Neofeudalismo?, ¿Anarquismo conservador? ¡Bautícenlo como quieran! Es demasiado tarde. Imagínense por un segundo mi ancha sonrisa al pensar que soy capaz de hacerles creer a varios miles de millones de personas que son únicas y libres en una sociedad más masiva que nunca. ¡Que son libres siendo mis esclavos! La escalinata en forma de doble hélice era, sin duda, el símbolo de un refinado panóptico desde donde no sólo podía vigilar, controlar y castigar. Podía crear. Sí, yo podía crear el mundo a mi antojo y no necesariamente a mi semejanza. Lo cierto es que en esas escalinatas virtuales nadie podía ver la asimetría. Bajando muchos. Subiendo muy pocos. ¿Mirarse? Imposible.

Releyéndolo hoy podría exclamar: ¡Lo predije! ¿A alguien se le escapa? Sin embargo, ese no fue ni el propósito, ni el sentido de la obra. De manera curiosa ese otro aspecto del personaje, su origen, no proviene de la luz, sino de las tinieblas. Y es precisamente Zlatan Gregorich –el antagonista, el “conejillo de indias”– quien se halla casi obsesionado con “la luz”, “con las fuerzas del cielo”. Ello, a partir de una extraña experiencia vivida en un despoblado sitio cercano a Nemi, a unos 30 kilómetros de Roma. Lugar donde el destino lo lleva a partir de una historia de amor. Historia que comienza tras una serie de trágicos eventos que le ocurren en la Argentina durante el comienzo de la dictadura y que se perpetúan en el exilio. Y es que, precisamente, lo que le acontece es “despertar de manera súbita con un fuerte destello de luz”. Al principio cree que sólo ha ocurrido en su mente. Sin embargo, al levantarse excitado en esa enigmática madrugada ve que nieva y que los relámpagos multiplican el resplandor de los campos que rodean su cabaña, afuera de su mente. Como quien no cree en lo que ve, como quien busca una prueba material de la existencia de un algo, sale a caminar por el sendero y observa el intenso chisporrotear en los cerámicos aislantes de las líneas eléctricas. Lejos de todo temor a ser fulminado en medio de la nada, entra en éxtasis. Regresa a su cama con el corazón desbordante de felicidad. A partir de allí, comienza una indagación sin fin acerca del sentido de su existencia, pero también acerca del origen de esa experiencia. Comienza a estudiar filosofía, religión, misticismo, fenómenos paranormales y, a su vez, el delirio místico. Por supuesto, le aterra haber padecido uno. Indaga e intenta reconciliar ciencia y religión, ya no en el sentido de lo establecido sino debido a que comienza a esbozar una teoría evolutiva donde tal reconciliación sea forzosa a partir de la propia estructura del universo. Pero ni por asomo se le ocurre proclamarlo a los cuatro vientos. Lleva este misterio dentro casi como una tortura, sin atreverse a revelarle a nadie lo que él considera tal vez el evento más disruptivo de su vida. Y necesitará un largo camino para poder discernir qué es exactamente lo que le sucedió. Ni más ni menos que 40 años para retornar a “ese lugar, donde todo aquello ocurrió”. Un evento compensador que transforma su mirada del mundo, donde la empatía y la búsqueda de mejorar y elevar la condición humana se convierte en una meta minimalista, expresada en pequeños actos de bondad hacia el prójimo, pero también de recrear el pensamiento.

En aquella experiencia, la luz, sea interior, sea aquella que como si fuera el mismísimo Júpiter hizo resplandecer solitarios campos nevados en un desierto, la búsqueda de Zlatan Gregorich nada tenía que ver con el poder. Como recordará a lo largo de una trama auto-indagatoria, cuyos rasgos se hallan en unos misteriosos manuscritos, junto a aquel punto de inflexión en su interior el personaje fue testigo de unos cuantos puntos de inflexión histórica que conectan a esa derecha fascista que, por ejemplo, estuvo detrás del atentado de Boloña en 1980, con nuestro amenazador presente y, también, con aquel 16 de junio de 1955 en los bombardeos de odio en Plaza de Mayo.

El relato de la vida de Zlatan Gregorich propone una inevitable imposibilidad de reconciliar ninguna “fuerza divina” con la injusticia, la fealdad, la vulgaridad, el lenguaje prepotente y soez. Menos con el uso de alegorías que emulan la violación, degradan y humillan a otro ser humano.

En la novela ese duelo metafísico, que tiene como uno de sus escenarios a la pequeña ciudad de Nemi, emblemático sitio donde antaño supuestos ritos ancestrales y pre-romanos definían quién sería el rey-sacerdote que se convertiría en el guardián del bosque, de la vida, se reedita hoy.

Claro que Frazer, en su obra Rama Dorada –una joya de la antropología clásica–, escrita a principios del siglo XX, apostaba con cierta ingenuidad a que la ciencia podría llegar a develar esos hilos que unen y entretejen una historia humana que antaño se expresaban a través de ritos sagrados, magia y religión. ¿Pero es válida esta aspiración en lo que va de este siglo XXI, donde la ciencia se ha convertido en la base de tecnologías amenazantes en manos de gente sin escrúpulo alguno? El fin del capitalismo basado en la ética protestante ocurrió ya hace mucho. El propio Adam Smith reconocía la necesidad de una ciencia ética por fuera del capitalismo y las leyes del mercado. Las fronteras de la ética y la ciencia se quebraron definitivamente a mediados del siglo XX con los horrores de Nagasaki y Hiroshima, para entrar en la era de lo más oscuro de delegar la función de matar en masa con instrumentos como la IA-Lavender en Gaza en este nuestro siglo XXI. El Hombre Nuevo no ha surgido. El sentido de la trascendencia no es apropiable, ni envasable, ni vendible. La trascendencia en la que pienso es una que genere hermandad y la valentía de mirar de frente el rostro sufriente de otro. Ese otro tan asustado que hurga por alimentos en un contenedor como si fuera invisible porque es usual que se nieguen a mirarlo. Que siente vergüenza como si fuera culpable de un crimen que sabe que no cometió. Porque las miradas de sospecha de los satisfechos le han acostumbrado y convencido. Han logrado invertir en su interior víctima y verdugo. Degradado a la condición de supervivencia de un animal. Porque la vida sin sentido de trascendencia y práctica de empatía ha sido suprimida. Tal vez porque en lo recóndito de la conciencia de esos otros satisfechos con sus logros y temerosos de que les roben, saben que estas verdades y miserias duelen; por eso las niegan, miran para otro lado, buscan culpables para no sentir culpa. Se reafirman una y otra vez en el error, atrapados en una adicción que acabará con ellos.

Por Roberto Kozulj * Autor de la novela La extraña vida de Zlatan Gregorich (Editorial Caligrama, 2021). / El Cohete
 

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