Días imperfectos

Actualidad 22 de mayo de 2024
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El plácido e imperturbable protagonista de Días perfectos, una película tan bella como exasperante, dice: “Hoy es hoy, la próxima vez será la próxima vez”. Hoy es hoy, el futuro y el pasado son secundarios: una tautología oriental, que incomoda porque reposa en sí misma, no agrega conocimiento, obliga a quedarse quieto.

En la película se repiten monótonamente los días de Hirayama –un empleado de limpieza de Tokio– con imperceptibles variaciones, que cuestan apreciar porque la vida de este lado del mundo consiste en pasar de un suceso al siguiente sin pausa, evitando la reiteración de la misma escena. A contramano de ese comportamiento ansioso e impulsivo, el protagonista del film asea, día tras día, baños públicos con la actitud de un filósofo zen en lugar del automatismo de un empleado municipal. De allí, tal vez, su irresistible atractivo. 

El “hoy es hoy”, al desechar lo retrospectivo y lo prospectivo, obliga a rendirse ante el presente. Nos atornilla al momento, evitando la distracción del devenir. Esa constricción al presente puede ser útil para meditar, sin apuro, acerca de cómo es el hoy de la Argentina; hasta dónde es factible comprenderlo y abarcarlo; cuán placentero o torturante puede resultar. La pregunta remite a los lazos sociales, a los sentimientos colectivos e íntimos; se dirige a la política, a la estructura económica, a las costumbres, a los modos de pensar y actuar. La indagación del hoy argentino adquiere particular importancia ante una disyunción inquietante, planteada como hipótesis: ¿el país está en el final de una época o en el principio de otra?

La pregunta vale porque si se aprecian las novedades de la política, según los que las estudian o se interesan por ellas, el sentimiento predominante es la perplejidad. Sorprendidos constatan cómo, en poco tiempo, un proyecto político marginal y con rasgos bizarros se hizo del poder y lo mantiene en base a un fenómeno volátil, aunque vital: la creencia en una tierra prometida a la que se llegará atravesando el desierto; la fe en un líder, no en una organización; el aborrecimiento del pasado. Lo contrario a la solidez que se creía indispensable para triunfar: territorio, legisladores, gobernadores e intendentes, manifestantes de carne y hueso. Un hoy inconcebible para fuerzas políticas y votantes que se organizaron y se desangraron, por décadas, en torno a las nociones antagónicas de pueblo y república. De su fracaso acaso trate este instante.

El extrañamiento que experimentan ahora los defensores de esos mitos, perdonándose o echándose la culpa, concluyendo sus mensajes con un emoticón que lagrimea, no pudiendo asumir la frustración, evoca aquel párrafo famoso del Manifiesto Comunista, donde Marx y Engels exponen las consecuencias de la acción revolucionaria de la burguesía: “Todo lo que era sólido y estable es destruido; todo lo que era sagrado es profanado, y los hombres se ven forzados a considerar sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas con desilusión”. Esa volatilización de las certezas fue popularizada, entre otros, por Marshall Berman, en su difundido libro Todo lo sólido se desvanece en el aire; y por el tantas veces citado Zygmunt Bauman, creador del concepto de modernidad líquida.

Milei está teniendo ese efecto devastador sobre los que diseñaron la vida bajo el supuesto de la lucha entre fuerzas irreconciliables que solo admitía el triunfo de una de ellas para emancipar la nación. Eran las masas o las instituciones. En la última fase de esa guerra, que hoy parece absurda, un proceso de descomposición incontrolable provocó la división al interior de los republicanos. Esta batalla entre socios debilitó aún más a una coalición que desfallecía, aunque sus miembros, insensibles, la creyeran fuerte y estable. La presidencia estaba al alcance del que ganara esa interna estúpida, cuyos contendientes no advirtieron, para usar la clásica imagen de Max Weber, que el espíritu había abandonado el recipiente convirtiéndolo en una cárcel.

Esa cárcel encierra el odio que el pueblo les profesa a las élites, al cabo de años de empobrecimiento material y simbólico. Es el resentimiento que sucede después del desengaño, como en las relaciones amorosas. En ese lapso, de un modo solapado, aunque perceptible para el que se tomara el trabajo de descubrirlo, se cebaron dos sentimientos: el rechazo a la política y la certeza de no tener representantes. El primero puede sintetizarse con esta respuesta paradigmática, de una mujer joven del Conurbano: “En política, si me preguntás si alguno es bueno, no, para mí ninguno; en mi entorno todos pensamos así: la política es para afanar”. La orfandad de representación la exponía con precisión un varón de clase media baja, que en 2015 dijo: “Macri se dedica a los de arriba y Cristina a los de abajo; de nosotros, como siempre, nadie se ocupa”.

Pero la negación fue aún más profunda. La política no advirtió el cambio social provocado por la tecnología y las transformaciones del capitalismo, que tuvieron consecuencias irrevocables: el surgimiento de nuevas subjetividades y de un sentido común sin precedentes. Los más jóvenes, con independencia de su origen social o ideológico, expresan que el tiempo está roto, lo progresivo se convirtió en instantáneo, la política y la historia ya no cuentan, predominan las imágenes, el desaliento y un deseo indeterminado de libertad. En la estela de “Bifo” Berardi, el brillante y trágico Marc Fisher describe el siglo XXI como un tiempo “oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento”. A la cancelación del futuro le sigue el quiebre de las expectativas y los proyectos, tal como se entendían.

Considerando la política y la cultura, si hubiera que responder si la Argentina está en una época de cambio o en un cambio de época, elegiríamos la segunda opción. Sin embargo, hay opositores que sostienen convencidos que los libertarios representan el último episodio de una larga decadencia, al cabo de la cual el país empezará a progresar. Es difícil creerlo, porque lo dicen los que en gran parte fueron responsables del triunfo de las ideas liberales que ahora nos gobiernan. Transcurren días imperfectos para ellos; no conviene pontificar.

Regresemos, para concluir, al “hoy es hoy”: tres palabras atadas a un presente cuya evolución encierra demasiadas incógnitas, que permanecen sin respuesta. “La próxima vez será la próxima vez”, completa Hirayama, sin inmutarse. La pregunta es si para los peronistas y los republicanos, después de tantos errores, lo próximo todavía existe.

Por Eduardo Fidanza * Sociólogo. / Perfil

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