La doctrina Thatcher, una referencia para Milei

Actualidad 10 de mayo de 2024
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Uno podría preguntarse cómo un gobierno que, de mayo de 1979 a marzo de 1983, hizo que el número oficial de desocupados creciera de 1,2 a 3,2 millones, pudo ganar fácilmente las elecciones locales de mayo de 1983 y obtener un triunfo apabullante en las legislativas de junio de ese año con un 42,3% de los votos. Es necesario, en efecto, que el “mensaje” de Margaret Thatcher haya estado en sintonía con las aspiraciones de amplios sectores de la opinión pública. Al igual que el de Ronald Reagan, este mensaje, tanto de orden económico como moral, era de una extrema sencillez y, para hacerlo llegar, Thatcher utilizaba con frecuencia el ejemplo de un ama de casa que no puede gastar más dinero del que contiene su monedero, o el de la prudente administración del almacén familiar, con las entradas y salidas en equilibrio, “como si de ellos hubiera lecciones que aprender para administrar una economía industrializada” (1). Los neoliberales, los medios de comunicación, un sector del Partido Conservador e incluso algunos elementos del laborismo difícilmente habrían podido imaginar una mejor mediadora de la opinión que Thatcher.

Lo que para las disciplinas de la Escuela de Chicago era solamente una teoría, cuyo desconocimiento conducía desde luego, según su criterio, a las peores decepciones, se volvía, para la Primera Ministra, un precepto moral cuyo incumplimiento equivalía a un pecado. Desde este punto de vista, la inflación o el endeudamiento no eran fenómenos económicos lamentables sino encarnaciones del mal. Así los desocupados, en el mejor de los casos, eran invitados a volverse contra la fatalidad de los tiempos o contra los sindicatos y no, desde luego, a dirigirse al Estado, cuya desvinculación de la esfera económica debía impulsarse tanto como fuera posible; en el peor de los casos, eran acusados de privarse ellos mismos del empleo por haber hecho uso de su derecho de huelga. 

“Abajo los pobres”

La hostilidad a una concepción solidaria e igualitaria de la sociedad se expresaba con una franqueza a la medida de la intensidad de las convicciones de la Primera Ministra que defendía el “derecho a la desigualdad” (2). Este derecho, sin lugar a dudas, fue rigurosamente respetado por el gobierno conservador, que fue bastante lejos en materia fiscal para profundizar la diferencia entre los ciudadanos mejor pagos y los desempleados. En un informe del Instituto de Estudios Fiscales (3) se calculó el impacto de los cinco presupuestos sucesivos presentados por el entonces ministro de Economía, Sir Geoffrey Howe, sobre el nivel de vida de familias de un extremo a otro de la escala social: en cuatro años, el obrero especializado, padre de familia desempleado, perdió el 21,3% de su poder adquisitivo; el trabajador manual empleado por una colectividad local, el 4,6%, y el obrero calificado, sólo el 1,2%. En cambio, el joven funcionario se benefició con una suba del 5,4%, el alto ejecutivo del 9,5%, el director de empresas del 24,5%. El gobierno no valoró demasiado esta yuxtaposición de elementos cuantificados (4); prefirió, por un lado, exaltar la necesidad de recompensar materialmente a los más emprendedores gracias al libre juego de las leyes del mercado y, por el otro, crear un clima de reprobación respecto de los pobres y los beneficiarios de subsidios que gravan el presupuesto del Estado.

La hostilidad a una concepción solidaria e igualitaria de la sociedad se expresaba con una franqueza a la medida de la intensidad de las convicciones de la Primera Ministra que defendía el “derecho a la desigualdad”.

Lo que sorprendió en esta retórica es que, siendo expresada sin matices por ministros como Sir Keith Joseph o Rhodes Boyson (autor de una obra con título explícito: Down with the Poor, “Abajo los pobres”), sólo se tradujo de manera limitada en los hechos. Esto lleva a pensar que su función ideológica primaba sobre su razón de ser económica. Si estas teorías “prendieron”, no sólo se debió al agravamiento de la crisis, con los reflejos de un repliegue sobre sí mismo y de búsqueda de chivos expiatorios que trajo aparejados. El terreno había sido preparado además desde hacía mucho tiempo por la difusión masiva de las teorías de la “nueva derecha” y la erosión de los valores constitutivos del Estado-benefactor.

La izquierda apenas comenzaba a darse cuenta de que este Estado-benefactor ya no era realmente popular. Primero porque las prestaciones que brindaba casi gratuitamente, como las del servicio nacional de salud, se consideraban desde hace mucho tiempo parte integrante del nivel de vida: los beneficiarios tendían más a señalar sus carencias que a agradecer diariamente a los poderes públicos su existencia. Burocracia, despersonalización, poca capacidad para adaptarse a las necesidades reales de las personas eran las realidades vividas por los más pobres, aquellos que precisamente tenían un mayor contacto con los funcionarios y empleados públicos, y que no veían traducidas sus preocupaciones en el discurso apologético del Partido Laborista respecto del Welfare State. Frente a la ofensiva de “cada cual a lo suyo” y el “derecho a la desigualdad”, el Estado-benefactor ya no era percibido por aquellos que más lo necesitaban como un sistema global basado en la búsqueda de una mayor justicia. Beneficiarios y detractores veían en él más bien un apéndice de “rescate” in extremis de los fracasados del funcionamiento cotidiano de la sociedad. 

Podrían mencionarse otros terrenos donde el bombardeo de las ideas thatcheristas se topó con “debilidades” del lado laborista: la decisión tomada por el gobierno conservador de permitir la compra de las viviendas sociales por parte de sus locatarios es indiscutiblemente popular; y sin embargo, el programa electoral laborista de entonces –“Una nueva esperanza para Gran Bretaña”– no la retomó. Las leyes de 1980 y 1982, que restringían los derechos de los sindicatos en materia de piquetes de huelga, haciéndolos económicamente responsables de algunas acciones que llevaban a cabo y limitando el closed shop (la sindicalización obligatoria de los empleados de una empresa), lejos de ser mal recibidas por los miembros de los sindicatos, provocaron –según las encuestas– un desplazamiento de su intención de voto ¡hacia los conservadores! En efecto, no era demasiado difícil presentar el closed shop, tal como lo hizo el entonces ministro de Trabajo, Norman Tebbit, como “una violación a las libertades” de las personas. Aprovechando su impulso, Tebbit anunció, en caso de triunfo de los tories, una nueva vuelta de tuerca que, esta vez, cuestionaría el financiamiento del Partido Laborista por parte de los sindicatos.

La política de la confrontación

Frente a la incertidumbre y el desconcierto de sus adversarios, la ideología thatcherista marcó pues puntos considerables. Y lo hizo utilizando un lenguaje de sentido común, concreto, incluso brutal, que una parte de la clase política, aun la conservadora, consideraba limitado y peligrosamente simplificador. En este sentido, es preciso señalar que Thatcher debió primero imponer este lenguaje en su propio partido. Muchos de los ministros que la rodeaban en la formación de su gabinete en 1979 habían colaborado en gobiernos conservadores anteriores y seguían estando impregnados de la necesidad de un consenso mínimo con los laboristas y los sindicatos, sobre la base del respeto a los principales logros del Welfare State. Se trata de aquellos que Thatcher trataba de wets (gallinas) pero de quienes, en un primer momento, no podía prescindir. Tras los intentos de rebelarse contra el presupuesto de 1981, los wets, incapaces de organizarse, fueron eliminados del gabinete durante la reestructuración de ese otoño boreal; sólo dos de ellos, James Prior y Peter Walker, conservaron sus funciones. Desde entonces, la totalidad de los puestos clave en materia económica y social fueron ocupados por “duros”, siendo Tebbit, sin lugar a dudas, el más extremista e influyente ante Thatcher. Se trató además de una innovación en la práctica política británica: hasta entonces, los gobiernos –conservadores o laboristas– eran coaliciones de las diferentes tendencias del partido. Rompiendo con esta tradición, Thatcher adoptó un enfoque abiertamente presidencialista, a la manera estadounidense, confiando todos los cargos decisivos a los miembros de su facción.

En la intimidad, algunos dirigentes conservadores, particularmente aquellos que provenían de la alta burguesía o la aristocracia –clases que la self-made woman Primera Ministra sospechaba siempre instintivamente de liberales o apáticas, ya que saben que sus espaldas financieras están aseguradas– despotricaban contra la “dama de hierro”. Le reprochaban sobre todo no tener ninguna visión coherente de un futuro nacional que no podía construirse a partir de eslóganes reduccionistas y una agresividad permanente hacia el gobierno obrero organizado. Esta política de confrontación abierta –tan ajena al “butskellismo” (5), es decir, al verdadero consenso bipartidista de los treinta y cinco años de posguerra– fue beneficiosa provisoriamente.

Como se sabe, fue la guerra de Malvinas lo que permitió a Thatcher coronar su influencia sobre su partido y la opinión pública. Situación paradójica, puesto que es al término de su mandato que el gobierno accedió al “estado de gracia”. De hecho se alcanzaron altísimos niveles de desempleo cuya responsabilidad entonces no era atribuida directamente a Thatcher. En 1983, en el Reino Unido, según las estadísticas de la OCDE, el 13,9% de la población activa estaba desempleada (contra el 5,7% en 1979) mientras que, durante el mismo período, el desempleo en Francia sólo había crecido del 6% al 8%. Los demás indicadores nada tenían de particularmente brillantes: en cuatro años, los precios aumentaron un 51,8%, lo que arroja una tasa de inflación anual del 11,5% (contra el 15,4% bajo el gobierno laborista anterior) pero con una clara tendencia a la baja (4,6% en marzo de 1983); la producción industrial cayó el 9,9%; la libra, que valía 2,06 dólares en mayo de 1979, no valía más que 1,57 en mayo de 1983; la productividad aumentó un promedio del 3%, principalmente por “reducción” del personal excedente.

Debilidad del Partido Laborista

Sin las disputas internas que lo socavaron –e incluso tras la escisión que condujo a la creación del Partido Social Demócrata en 1981–, el Partido Laborista habría podido pensar en recoger la herencia. Ahora bien, las campañas de prensa constantes y de una extrema violencia contribuyeron a dar la sensación de que una fuerza tenebrosa, llamada “la izquierda”, quería tomar el control del partido, para atentar luego contra la democracia parlamentaria. Ningún político fue tan vilipendiado como el líder de esta izquierda, Anthony Benn.
No obstante, lo que más amenazaba al Partido Laborista era la reducción de su base social y geográfica tradicional debido a la desindustrialización masiva del sur de Gales, Escocia, el noreste de Inglaterra, y también de las propias ciudades (el Gran Londres había perdido para 1983 el 60% de sus empleos secundarios desde 1961) y, simultáneamente, la atomización de la radicación de nuevas industrias que solían instalarse en zonas semi-rurales y sin experiencia sindical. El Partido Laborista no podía, en definitiva, evitar la reconstrucción de una identidad política y cultural que tuviera en cuenta estos factores.
En definitiva Thatcher no apuntaba ni más ni menos que a “modernizar” su país en base al modelo de Estados Unidos –en particular, el de Reagan­– y a romper definitivamente con un consenso de tipo socialdemócrata que, independientemente del color político de los gobiernos, había prevalecido desde la Segunda Guerra Mundial (6).

 
1. Simon Hoggart, “How Britannia runs the shop”, The Observer, 2-1-1983.
2. Margaret Thatcher, “Let our children grow tall”, Selected Speeches 1975-1977, Center for Policy Studies, Londres, 1979.
3. Sus conclusiones fueron publicadas en The Sunday Times del 20 de marzo de 1983.
4. Una de las primeras medidas fue incluso suspender la publicación de las estadísticas anuales del número de familias que viven por debajo de la línea de pobreza, y disolver la comisión real sobre la distribución de la riqueza y los ingresos…
5. N. de la R.: en referencia a Mr. Butskell, un político ficticio creado en 1954 por The Economist, que encarnaba el consenso en materia económica entre el partido Conservador y el Laborista tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
6. Para un estudio de las diversas facetas del thatcherismo, véase la selección de ensayos reunidos por Stuart Hall y Martin Jacques, The Politics of Thatcherism, Laurence and Wishart, Londres, 1983.

 

Por Bernard Cassen * Profesor emérito del Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de París VIII, secretario general de la asociación Mémoire des luttes. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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