Las emociones y su impacto en la política democrática

Actualidad 28 de abril de 2024
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"La valentía no es la ausencia de miedo sino el triunfo sobre él"

Nelson Mandela

En el núcleo de nuestras interacciones sociales y políticas, las emociones primitivas como la envidia, el odio y la venganza juegan roles más influyentes de lo que podríamos reconocer. Estas emociones no solo configuran nuestro comportamiento individual sino que también moldean significativamente las dinámicas en las sociedades democráticas.

Enojarse debe tener una intervención inteligente basada en el lenguaje y en decir las cosas, pero sin disparos noradrenérgicos ni furia o irritación. Tampoco los procesos de venganza serán positivos para las personas o para su sistema nervioso. Ese enojo será mayormente contraproducente, salvo en cuestiones muy puntuales que requieren la intervención de cierta energía empática negativa, pero en forma moderada. Enojarse, pero sólo generando un proceso que requiere del diálogo inteligente para su solución y de su limitación en el tiempo.

La envidia, por ejemplo, aunque a menudo considerada una emoción menor, activa regiones cerebrales importantes que guían nuestras decisiones diarias. Si bien puede impulsarnos hacia el logro y la superación personal, también tiene un lado oscuro; la envidia negativa puede generar resentimiento y parálisis, minando el bienestar colectivo y personal. 

Más preocupante aún es el papel del odio y la venganza en nuestra psicología. Estudios han demostrado que la revancha activa áreas del cerebro asociadas con el placer, lo que puede hacer que estos sentimientos sean emocionalmente gratificantes. Este placer derivado del castigo de los demás subraya un impulso visceral hacia la justicia que puede fácilmente desbordarse en acciones autoritarias si no se maneja con cuidado dentro de un marco legal y ético.

Algunos investigadores plantean al proceso de enojo breve como productivo para el cerebro dado que todo fenómeno emocional moderado puede aumentar la capacidad de memoria de ese evento, esta idea es una versión bastante reduccionista, pues todo estímulo emocional (positivo o negativo) reforzará la función mnésica, pudiendo presentificarse en forma consciente el episodio. 

Lejos estaría de ser beneficioso el enojo, ya que produce una serie de fenómenos contraproducentes. Primero, porque empeora la calidad de vida; segundo, porque genera una descarga de noradrenalina que incrementa la presión arterial y la frecuencia cardiaca de la personas con riesgos cardíacos y cerebrovasculares consecuentes; tercero, podría incluso empeorar la memoria si el enojo fuera muy grave llegando a una amnesia psicógena; cuarto, porque si se repite el evento podría generarse un estrés crónico, con alteraciones depresivas y cognitivas secundarias; quinto, porque podría desencadenar un estrés postraumático; sexto, porque puede desembocar en un problema interpersonal impredecible; séptimo, porque genera conductas de venganza que pueden desencadenar problemas de la salud mental; y octavo puede afectar gravemente la toma de decisión. 

La agresión, componente también fundamental de nuestra herencia emocional, si bien es crucial para la supervivencia, en un contexto democrático debe ser regulada, ya que el exceso puede conducir a la desintegración del diálogo y la cooperación, piedras angulares de cualquier democracia saludable.

La interacción entre estas emociones se ve exacerbada por el sesgo negativo, donde los impactos emocionales de mensajes negativos son más fuertes y duraderos que los positivos. Esto es especialmente relevante en la era de la información, donde el predominio de comunicaciones negativas puede agudizar el estrés y los problemas de salud mental, creando una población menos capaz de participar de manera racional y empática en el proceso democrático. 

Es aquí donde la empatía, aunque generalmente vista como beneficiosa, puede tener un filo doble. La sobrecarga empática en situaciones de crisis, como han experimentado trabajadores de la salud durante pandemias, puede resultar en un aumento de ansiedad y depresión, reduciendo la efectividad personal y profesional.

Ante este panorama, se hace imprescindible un sistema judicial que no solo sea justo sino percibido como tal. La capacidad de un sistema legal para manejar adecuadamente el castigo de los transgresores puede aliviar el estrés postraumático en las víctimas y restaurar la confianza en las instituciones, mitigando así el deseo de venganza personal que puede llevar a ciclos de violencia y represión.

 El estudio de estas emociones desde una perspectiva multidisciplinaria que incluya la neurociencia, la psicología, la sociología y la ética es crucial. Solo a través de un enfoque integral y holístico podemos aspirar a comprender y manejar efectivamente las fuerzas emocionales que, aunque fundamentales para nuestra supervivencia y evolución, presentan desafíos significativos para la convivencia democrática en nuestro mundo moderno.

Por Ignacio Brusco / BaeNegocios

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