Cosas malignas

Actualidad 17 de abril de 2024
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Una de las penosas facetas del presidente Milei a las que nos ha rápidamente acostumbrado es su notable incompetencia cuando se trata de temas históricos. Desde la consideración de la Argentina como “primera potencia mundial” en algún momento de fines del siglo XIX hasta el uso de datos inverosímiles acerca de un supuesto PBI mundial constante desde el “año 0” (sic) hasta 1800, pasando por una admiración que tergiversa por completo el ideario de Alberdi y Sarmiento –constructores del Estado al que Milei pretende desmantelar–, el catálogo de sandeces crece día a día[1].

Quisiera referirme aquí a una que profirió en un reportaje en 2020[2], pero que remite, casi palabra por palabra, a ideas expresadas un tiempo antes por quien quizás sea su gran gurú académico: el economista y abogado español Jesús Huerta de Soto, paladín del anarcocapitalismo y el ideario libertario. La cuestión tiene que ver con el “enemigo” por antonomasia de los anarcocapitalistas, es decir, con el Estado. Y más precisamente, con su origen. La sandez de referencia corresponde al texto de una conferencia ofrecida por Huerta de Soto en 2017 insidiosamente intitulada “Anarquía, Dios y el Papa Francisco”[3], texto en el que, por lo demás, proclama una decena de veces que “Dios es libertario”.

Hay que decir, ante todo, que la Escuela austríaca de economía, en la que se enmarcan teóricamente tanto Huerta de Soto como Milei, percibe al Estado de un modo abiertamente negativo. Sin embargo, en términos generales, lo que lo torna decididamente maligno es el momento en que comete, según Friedrick Hayek, la “fatal arrogancia” de interferir en las sagradas leyes del mercado. En cambio, se deja entender en la obra de estos economistas que el Estado (a veces disuelto en el más genérico concepto de “gobierno”, a veces reconocido como el “agente coercitivo”) es necesario para mantener los derechos de propiedad privada y el carácter vinculante de los contratos en el mercado. Un “mal necesario”, podríamos decir, mientras garantice, pero no se meta con aquello que sucede en el mercado.

La posición que el propio Huerta de Soto tenía sobre el asunto tiempo atrás parecía alinearse sobre esos mismos ejes. En su prólogo a la edición española de La fatal arrogancia de Hayek (1990)[4], traza el siguiente análisis:

“Otra cuestión ardua que puede plantearse es la de si la organización estatal ha de considerarse como un resultado del proceso espontaneo de tipo hayekiano o si, por el contrario, no es sino una manifestación histórica del racionalismo constructivista y de la ingeniería social que tanto critica Hayek. En este sentido estimamos que Hayek considera que toda ampliación del ámbito de la actividad estatal por encima del mínimo necesario e imprescindible para el mantenimiento de las instituciones jurídicas que hacen posible el mercado y el derecho de propiedad ha de considerarse como contraria al mantenimiento de la civilización” (1990, 19).

Ya de por sí, esta idea de que el Estado puede ser una fuerza “contraria a la civilización” sería merecedora de un análisis particular. Pero en el artículo de 2017, Huerta de Soto va mucho más lejos y, tomando el toro por las astas, se centra en la cuestión del origen del Estado y encuentra que existe un vínculo directo entre ese proceso y las oscuras fuerzas del Demonio. Sí, el Demonio: Lucifer, Satanás, Belcebú, ese demonio. Para él, el Estado es, lisa y llanamente, un artilugio del diablo. En efecto, en lo que podría caracterizarse como un ejercicio ilegal de la teología, el economista y jurisconsulto dice literalmente:

“Pero ¿cuál es el origen y la naturaleza de los Estados o reinos de este mundo?  Sin duda alguna, el Estado es la encarnación del Maligno, del Demonio, la correa de transmisión del Mal. Pero antes de demostrarlo, vamos a hacer una pequeña digresión sobre cuál es el origen del Estado” (2017, 209).

Ahora bien, lo que interesa destacar aquí es que, para realizar tal demostración, Huerta de Soto define el asunto en los términos de una problemática teórica específica –la del origen del Estado– y busca encontrar un origen histórico también específico, que el autor intenta localizar en el mundo hebreo narrado en la Biblia.

En efecto, es de sobra conocida la narración incluida en el primer libro de Samuel, capítulo 8, en el que los israelitas piden a su conductor Samuel, una especie de líder tribal, que les dé un rey para que los gobierne del modo en que los reyes hacen. La respuesta de Samuel es lapidaria respecto del futuro que les espera:

“He aquí el fuero del rey que va a reinar sobre vosotros. Tomará vuestros hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carro. Los empleará como jefes de mil y jefes de cincuenta; les hará labrar sus campos, segar su cosecha, fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. Tomará vuestras hijas para perfumistas, cocineras y panaderas. Tomará vuestros campos, vuestras viñas y vuestros mejores olivares y se los dará a sus servidores. Tomará el diezmo de vuestros cultivos y vuestras viñas para dárselo a sus eunucos y a sus servidores. Tomará vuestros criados y criadas, y vuestros mejores bueyes y asnos y les hará trabajar para él. Sacará el diezmo de vuestros rebaños y vosotros mismos seréis sus esclavos. Ese día os lamentaréis a causa del rey que os habéis elegido, pero entonces Yahveh no os responderá” (1 Samuel 8, v. 11-18)

Lo que Huerta de Soto extrae de esta narración está bastante a la vista: si la Biblia lo dice, así habrán debido ser las cosas. Debió haber un momento histórico en el que el pueblo hebreo, diabólicamente motivado, quiso tener un rey y, habiendo sido debidamente advertido de lo que se le venía encima, el Estado advino.

Pero ¿qué extrae de ese texto un historiador? Ante todo, hay que señalar que la Biblia no es un libro de historia, aunque sí es un libro histórico. Es decir, los relatos que allí se contienen no pueden ser admitidos como datos históricos directos, a no ser que fuentes extrabíblicas también los refieran, porque los parámetros perceptivos del pasado de los redactores bíblicos no son los mismos que los de los modernos historiadores. Por supuesto, son textos que evocan verdades en el marco del discurso religioso, pero no en el contexto del discurso histórico. Sin embargo, que los acontecimientos narrados en la Biblia no sean fiables desde el punto de vista histórico no quita que el libro no sea una extraordinaria fuente de información sobre muchos aspectos de la vida y las ideas de la época en que cobraron forma esos relatos. El paisaje social que narra la Biblia es ciertamente verosímil, porque los redactores han tenido que extraer los recursos simbólicos para elaborar los relatos de las dinámicas sociales que ellos conocían en el mundo en el que vivían: la caracterización de formas de pastoreo, la vida comunitaria, la importancia de las genealogías y el parentesco, e incluso las formas estatales, todo eso podía ser narrado recurriendo a imágenes procedentes del paisaje social conocido. Dicho de otro modo, si la Biblia no puede ser utilizada para elaborar una historia política, una historia de los acontecimientos sí puede ser empleada para obtener información acerca de las prácticas sociales y simbólicas cuya escala remite a procesos de larga duración.

En este caso, 1 Samuel 8 ofrece una descripción notable de la lógica estatal, tal como debió ser percibida por los redactores bíblicos. Y en ella sobresale a todas luces la dimensión coercitiva y, en particular, la obligación de la sociedad de tributar al Estado, en especie y en trabajo. Es cierto que la caracterización que del Estado se hace en este pasaje ha de enmarcarse, como señala Mario Liverani, en “el debate a favor y en contra de la monarquía que se desarrolló ya durante la Cautividad y que se prolongó todavía algunas décadas después” (Liverani, 2005, 372)[5]. Es de destacar, en todo caso, la precisa descripción del carácter coactivo de la lógica estatal que emerge de este relato.

Pero ¿qué nos dice este pasaje acerca del problema del origen del Estado? Desde un punto de vista histórico, muy poco. La evidencia extrabíblica acerca del período histórico en el que grosso modo habría que situar este relato, es decir, un tiempo anterior a las experiencias políticas de los reinos de Israel y Judá –estos sí históricos– y anterior también al gran reino mayormente imaginario de David y Salomón, no permite inferir la existencia de procesos de cambio como los que implica el advenimiento del Estado. En este sentido, no es posible atribuir historicidad a este episodio bíblico. Ahora bien, antes de descartar por ello el asunto, se lo podría considerar por su lado mítico, es decir, en tanto relato fundante de un imaginario. Tal análisis permitiría notar no el origen del Estado, pero sí el modo en que los antiguos hebreos se representaban la cuestión.

Desde esta perspectiva, como advierte Huerta de Soto, el asunto se centra en el hecho de que los israelitas piden un rey a Samuel. Pero el economista hace aquí una pequeña trampa y corta la frase del versículo 5 en la que aparece ese pedido (“Ponnos un rey para que nos juzgue…”) justo antes de su cierre, cuando se dice “…como tienen todas las naciones”. La omisión es clave porque es evidente que, para los redactores bíblicos, el Estado existía desde mucho antes y que, en todo caso, el pedido a Samuel se refería a la implementación de una lógica conocida. En efecto, miles de años de estatalidad ya habían transcurrido en todo el Cercano Oriente, tanto en Mesopotamia como en Egipto, para el momento en que advendrían dinámicas estatales relativamente autónomas en la región cananea, sea cual fuere su alcance histórico. Así, para mantener el análisis del texto en el campo de la teoría, habría que notar que el origen del Estado al que refiere 1 Samuel 8 se deja interpretar en el sentido de un Estado secundario, es decir, uno que, a diferencia de lo que sucede con los Estados primarios, surge en un contexto en el que la idea de Estado precede a la concreción del proceso de cambio.

Pero, más allá de que, por esta vía, el origen del Estado se nos escapa hacia un pasado más profundo, el episodio contiene, en su comienzo, las razones que, por decirlo de algún modo, constituyen la otra campana en aquel debate en favor y en contra de la monarquía. En efecto, en los capítulos previos del libro 1 de Samuel, los israelitas vienen de padecer una serie de derrotas frente a los filisteos, al parecer mejor organizados militarmente. El pedido de tener un rey “como todas las naciones” apunta a un aspecto que se asume beneficioso del Estado: el de disponer de una mayor capacidad de organización militar a partir de los principios de concentración de la violencia y de cadena de mandos inherente a la lógica estatal. No hay que olvidar que el monopolio de la coerción que caracteriza a cualquier Estado requiere de una condición que lo hace específico: se trata de la legitimidad. Ante la descripción cruda que Samuel hace del carácter violento del Estado, el pueblo de Israel reafirma en 1 Samuel 8, v. 19-20:

 “¡No! Tendremos un rey y nosotros seremos también como los demás pueblos: nuestro rey nos juzgará, irá al frente de nosotros y combatirá nuestros combates”.

Por lo tanto, sea cual fuere la interpretación teológica: 1) 1 Samuel 8 no relata el origen histórico del Estado, ni en términos absolutos ni en términos relativos a la región cananea; y 2) la lectura de tal texto no puede separarse del referido debate en pro y en contra de la monarquía de mediados del I milenio a.C., y en él hay argumentos tanto a favor como en contra de la existencia de la lógica estatal.

Ahora bien, más curioso resulta el corolario final que Huerta de Soto intenta extraer a través de sus novedosas dotes teologales. En 1 Samuel 8, v.7, Yahveh no toma a bien el pedido de su pueblo que Samuel le transmite. Le dice a Samuel: “Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos”. De esta reacción colige Huerta de Soto que los israelitas han caído en las garras del demonio. Y que, entonces, el Estado viene a oponerse al orden divino… ¡y al Mercado! Veamos:

“En cuanto a que el Estado sea el principal instrumento o correa de transmisión del mal, es decir del poder del Maligno: ¿quién es el Maligno, el Demonio, el Ángel caído? ¿Cuál es el objetivo del Maligno? Obviamente su objetivo es destruir la obra de Dios, destruir el orden espontáneo del Universo, dentro del cual se encuentra el orden espontáneo del mercado. Ése es su objetivo. Y, por tanto, ¿cuál es nuestro enemigo, el enemigo de los libertarios? Es el Demonio. Nos enfrentamos al Demonio y una de sus principales manifestaciones está en el Estado.” (2017, 210-11).

De modo que el Mercado y la propiedad privada son creaciones divinas y el Estado es un engendro de Satanás. No es este el lugar para reflexionar acerca del papel de la violencia y su respaldo estatal en los procesos de acumulación originaria que están en la base del capitalismo (aquí, claro, la obra de referencia es Marx, con perdón de la palabra). Tampoco es el lugar para recordar la fundamental importancia de los Estados y toda su capacidad coercitiva en la expansión conquistadora y colonialista de las potencias europeas. Pero… ¿no era que se necesita para sostener la propiedad privada? Hasta el propio Huerta de Soto lo reconocía, ese “mínimo necesario e imprescindible para el mantenimiento de las instituciones jurídicas que hacen posible el mercado y el derecho de propiedad”.

Paradoja de paradojas, parecería que todo el orden que el anarcocapitalismo libertario propone requiere, al final, del artilugio del Maligno. Tan maligno es, que parece haber engañado, con perturbadora elegancia y al estilo de Al Pacino en El abogado del Diablo, a grandes paladines libertarios como Huerta de Soto y su aprendiz Milei, que van vociferando contra el Maligno mientras tratan de construir su mundo nuevo sobre un terreno que aquél les provee por pura cortesía.

 
Referncias:

[1] Sobre estos asuntos, véase el informe del CEPA (Centro de Estudios de Economía Política) “El discurso del presidente Milei en Davos. Datos falsos y marco teórico atrasado”, de Enero de 2024 (https://centrocepa.com.ar/informes/461-el-discurso-del-presidente-milei-en-davos-datos-falsos-y-marco-teorico-atrasado) y el ensayo de Elías Palti “Hacer de esta nación un desierto. Milei y su versión de la historia”, también de Enero de 2024, en Revista Anfibia (https://www.revistaanfibia.com/milei-hacer-de-esta-nacion-un-desierto/).

[2] Se trata de un reportaje concedido a la conductora televisiva Viviana Canosa en Canal 9 el 10 de noviembre de 2020. Puede consultarse en: https://www.youtube.com/watch?v=vYQfxvscxrs.

[3] Huerta de Soto, J., “Anarquía, Dios y el Papa Francisco”, Procesos de Mercado: Revista Europea de Economía Política vol. XIV, nº 2, otoño 2017, pp. 205-218. La conferencia de Huerta de Soto ha de entenderse como una respuesta al Papa Francisco, quien días antes se había manifestado, en su Mensaje a los participantes en la Sesión Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales, contra el carácter anti-social y “la radicalización del individuo en términos libertarios” (https://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2017/04/28/cine.html). No se puede escindir de este contexto las frecuentes críticas de Milei al Papa Francisco, a quien ha acusado de ser afín a diversas políticas de sesgo estatalista y a quien, en el referido reportaje, caracteriza como “representante del Maligno en la Tierra”.

[4] Hayek, F.A., La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, Madrid, Unión Editorial, 1990. Prólogo de Jesús Huerta de Soto.

[5] Liverani, M., Más allá de la Biblia. Historia antigua de Israel, Barcelona, Crítica, 2005. La Cautividad refiere a un período entre los siglos VI y V a.C., que se inicia con la caída de Jerusalén a manos del rey Nabucodonosor de Babilonia (598 a.C.) y la deportación de parte de la élite del reino de Judá a la capital babilónica. La Cautividad se extendería hasta la conquista de Babilonia por los persas (539 a.C.) y los posteriores permisos para retornar a Judá.

 

Por Marcelo Campagno * Profesor titular de Historia Antigua en la Universidad Nacional de Buenos Aires. CONICET. / La Tecla Eñe

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