La doctrina del shock
Existen notables coincidencias entre las decisiones económicas adoptadas por el Presidente Javier Milei y las medidas que puso en marcha el dictador chileno Augusto Pinochet cuando cedió el mando de la economía a los denominados Chicago Boys en el año 1975. La historia nunca se repite porque varían los contextos históricos y sociales, pero esta afirmación no excluye la posibilidad de encontrar semejanzas significativas que permiten vaticinar la dirección probable de algunos acontecimientos. Estas similitudes son las que llevaron al filósofo George Santayana a manifestar que “aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Es una pretensión justa, pero un tanto inútil, porque la historia no se aprende en los libros y generalmente cada generación, que no ha vivido en carne propia las experiencias de otras generaciones, tiende a relativizarlas con el riesgo de recaer en el error.
Cuando el general chileno Augusto Pinochet decidió desalojar por la fuerza al gobierno del socialista Salvador Allende, lo hizo convencido de que debía salvar a Chile de la amenaza de que se instaurara un régimen comunista. En el ambiente creado por la Guerra Fría no había sutilezas que permitieran diferenciar un gobierno democrático, con un sesgo socialista, de una dictadura totalitaria. Imbuido del espíritu de un cruzado que sale en defensa de los valores del Occidente cristiano, Pinochet, al igual que ahora Milei, consideraba que el destino lo había puesto al frente de una misión histórica que lo impulsaba a hacer tabla rasa con el pasado para construir una nueva sociedad modélica gobernada por las fuerzas puras del mercado. El experimento de Pinochet fue analizado muchos años después por la periodista canadiense Naomi Klein en su libro La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre (Ediciones Paidós, 2007), quien encontró un hilo común en “las ideologías peligrosas que ansían esa tabla rasa imposible, que sólo puede alcanzarse mediante algún tipo de cataclismo. Estos ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro: “capitalismo del desastre”. Añadía que “esta ansia por los poderes casi divinos de una creación total explica precisamente la razón por la que los ideólogos del libre mercado se sienten tan atraídos por las crisis y las catástrofes. Los creyentes de la doctrina del shock están convencidos de que solamente una gran ruptura —como una inundación, una guerra o un ataque terrorista— puede generar el tipo de tapiz en blanco, limpio y amplio que ansían”.
El experimento en Chile
Cuando los generales chilenos derrocaron a Salvador Allende, no tenían demasiado claro cuál era el curso económico que debía adoptar el nuevo régimen. Su desconocimiento del complejo tema de la macroeconomía motivó que decidieran ponerla en manos de los “expertos”. En esa época estaban de moda las políticas económicas promovidas fundamentalmente por la CEPAL, las que se caracterizaban por esquemas basados en la substitución de importaciones y medidas de intervención como el control de ciertos precios, restricciones a la importación, aranceles de importación altos, mantenimiento de valores bajos de las divisas (y la consiguiente necesidad de restringir su venta), etc. Pero como esas eran las medidas adoptadas por el gobierno de Allende, los generales fueron a buscar ideas en los caladeros ideológicamente opuestos. En esos tiempos habían ganado cierta popularidad las ideas de Milton Friedman, profesor de economía de la Universidad de Chicago, que en el año 1962 había publicado Capitalismo y libertad, considerada desde entonces la biblia de las ideas del laissez- faire. La Universidad de Chicago había llegado a un acuerdo académico con la Universidad Católica de Chile y, en virtud de este, 100 estudiantes de economía de Chile fueron becados para ir a cursar estudios en la Universidad de Chicago. Este grupo de economistas, conocidos luego como los Chicago Boys, fueron convocados por Pinochet para armar un plan de estabilización y ajuste. El proyecto elaborado llegó a conocerse en Chile como “el ladrillo” porque la copia mimeografiada de unas quinientas páginas era muy pesada. Notable coincidencia con el DNU y el proyecto de “ley Ómnibus” preparado por Sturzenegger en la Argentina. Las propuestas que aparecen en el documento de los Chicago Boys se basan en las que hace Milton Friedman en Capitalismo y libertad: privatización de las empresas públicas, desregulación de la economía y recorte de los gastos sociales.
La doctrina del shock
Friedman consideraba que “sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable”. En un artículo publicado en 1984 bajo el título “Tyranny of Status Quo”, afirmaba que debía actuarse con rapidez para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la “tiranía del statu quo”. Estimaba que “una nueva administración disfruta de seis a nueve meses para poner en marcha cambios legislativos importantes; si no aprovecha la oportunidad de actuar durante ese período concreto, no volverá a disfrutar de ocasión igual”.
Milton Friedman visitó Chile en el mes de marzo de 1975, cuando ya se había cumplido un año y medio del golpe militar que había derrocado al gobierno de Allende. El gobierno de Pinochet no había conseguido controlar la inflación, que en el último año de Allende había alcanzado el 163%, pero que en el año 1974, en plena dictadura, había ascendido al 375%, la tasa más alta en el mundo. El experimento de Pinochet había inundado el país con importaciones baratas que provocaron el cierre de las empresas locales y habían elevado el desempleo a cifras récord. Friedman no se amilanó ante ese cuadro desolador y aconsejó a Pinochet que profundizara las medidas de liberalización y desregulación llevadas adelante adoptando un “tratamiento de shock”. En la famosa carta dirigida a Pinochet, que difundió luego de su visita, hace afirmaciones terminantes: “No existe ninguna manera de eliminar la inflación que no involucre un período temporal de transición de severa dificultad, incluyendo desempleo. Sin embargo, y desafortunadamente, Chile enfrenta una elección entre dos males, un breve período de alto desempleo o un largo período de alto desempleo. En mi opinión, las experiencias de Alemania y Japón luego de la Segunda Guerra Mundial, de Brasil, más recientemente, del reajuste de posguerra en Estados Unidos, cuando el gasto público fue reducido drástica y rápidamente, argumentan en pro de un tratamiento de shock. Todas estas experiencias sugieren que este período de severas dificultades transicionales será breve (medible en meses) para que así la subsecuente recuperación sea rápida. Un programa de shock tal como este podría eliminar la inflación en cuestión de meses. También fundaría las bases necesarias para lograr la solución de su segundo problema: la promoción de una efectiva economía social de mercado.(…) El más importante paso en este sentido es la liberalización del comercio internacional para, de este modo, proveer de una efectiva competitividad a las empresas chilenas y promover la expansión de las importaciones y de las exportaciones”. Terminaba afirmando que, en su opinión, “el mayor error consiste en concebir al Estado como el solucionador de todos los problemas, de creer que es posible administrar bien el dinero ajeno”.
Los resultados
Los efectos de la liberalización en la economía chilena fueron catastróficos. El PIB cayó en un 13%, la tasa de desempleo creció hasta el 20%, los salarios reales experimentaron una caída del 19% y el valor de las exportaciones se redujo en un 40%. A fines de 1975 los precios al consumidor habían aumentado un 375% y el PBI se había contraído en casi 15% por lo que el ingreso real per cápita era más bajo que su nivel de diez años anteriores. La actividad económica registraba una caída del 27% en la industria manufacturera; del 35% en la construcción; la extracción de petróleo bajó en un 11% mientras que transportes, almacenamiento y comunicaciones bajaron 15.3%, y el comercio disminuyó en 21.5%. La economía recién comenzó a recuperarse a partir de 1977, pero con una persistente tasa de desempleo del orden del 20% debido a las políticas cambiarías y de apertura de la economía. La crisis económica mundial de 1980 provocó una nueva debacle porque Chile tenía una excesiva dependencia del mercado externo, un excesivo endeudamiento privado y un tipo de cambio inconsistente que provocó una crisis más profunda que la de 1930. Se registró una caída del PIB de un 13,6%, un notable incremento del desempleo, con tasas en torno al 30%, y la quiebra e intervención de numerosos bancos e instituciones financieras. Según Ricardo French-Davis en Reformar las reformas en América Latina (Mc Graw Hill), “la situación fue agravada por errores serios de conducción de política económica que incluyeron el sostenimiento de un tipo de cambio fijo, la rápida liberación de los mercados financieros y la apertura radical de la cuenta de capitales en la errada convicción de que a través del mecanismo de ajuste automáticos el mercado generaría un ajuste inmediato de la economía”.
Las diferencias de Friedman con Milei
Los Chicago Boys, al igual que Milei, eran decididos partidarios de una economía de libre mercado. Por este motivo, la bestia negra objeto de sus ataques no era el desprestigiado “socialismo de Estado” de la Unión Soviética, sino las ideas progresistas de Keynes. En Capitalismo y libertad, Milton Friedman, que se había unido a Hayek para formar la Sociedad Mont Pelerin con sede en Suiza, consideraba que las funciones básicas del Estado consistían en la “protección de nuestras libertades, contra los enemigos del exterior y los del interior: defender la ley y el orden, garantizar los contratos privados y crear el marco para mercados competitivos”. Pero no era un anarco-capitalista como Milei y afirmaba que la existencia de un mercado libre no elimina la necesidad del Estado. “Al contrario, el Estado es fundamental como foro para determinar las reglas del juego y como árbitro para interpretar y hacer cumplir las reglas acordadas”. Añadía que “la necesidad de un Estado en estos aspectos surge porque la libertad absoluta es imposible. Por muy atractiva que pueda ser la anarquía como filosofía, no es factible en un mundo de hombres imperfectos”. De modo que Friedman se inclinaba por “un Estado que mantuviera la ley y el orden, definiera derechos de propiedad, sirviera como un medio por el cual podríamos modificar los derechos de propiedad y otras reglas del juego económico, resolviera disputas sobre la interpretación de las reglas, hiciera cumplir los contratos, promoviera la competencia, proporcionara un marco monetario, participara en actividades para contrarrestar los monopolios técnicos y superar los efectos de vecindad que justificaran la intervención del Estado, y complementara la caridad privada y la acción de la familia en la protección de aquellos irresponsables, ya sean locos o niños…, claramente un Estado así tendría importantes funciones que desempeñar”. Por lo tanto, sostenía que “el liberal consecuente no es un anarquista”.
Otra diferencia con las tesis anarco-capitalistas de Milei reside en la diferente concepción del sistema monetario. Para Friedman, “la responsabilidad del Estado en el sistema monetario ha sido reconocida desde hace mucho tiempo y se estipula explícitamente en la disposición constitucional que otorga al Congreso el poder de acuñar dinero y regular su valor y el de la moneda extranjera”. Añadía que “es probable que no exista otra área de actividad económica con respecto a la cual la acción del Estado haya sido tan uniformemente aceptada”. Friedman consideraba que, al igual que una política monetaria expansiva puede crear crisis económicas, una política restrictiva también puede ser perjudicial, mediante una deflación de precios. Así lo puso de manifiesto en 1963 cuando publicó, junto a Anna Schwartz, un voluminoso tomo titulado A Monetary History of the United States, 1897-1958, donde argumenta que la Gran Depresión había sido consecuencia de la implantación de políticas innecesariamente restrictivas por parte de la Reserva Federal.
Las ventajas de una economía mixta
En opinión de Naomi Klein, “el término más preciso para definir un sistema que elimina los límites entre el gobierno y el sector empresarial no es liberal, conservador o capitalista sino corporativista. Sus principales características consisten en una gran transferencia de riqueza pública hacia la propiedad privada —a menudo acompañada de un creciente endeudamiento— lo que incrementa la distancia entre los inmensamente ricos y los pobres descartables”. De modo que se puede afirmar, a partir de la experiencia de Chile, que los propósitos verdaderos que impulsan los cambios radicales del modelo económico en la Argentina, más que dirigidos a ordenar la macroeconomía, buscan provocar una redistribución regresiva de la riqueza. Frente a ese fundamentalismo de mercado, siguen teniendo vigencia las ideas de Keynes que propician una economía regulada y mixta, en la que el Estado desempeña un rol fundamental y la economía de mercado coexiste con un sistema de sanidad pública y una escuela para todos. La crisis de 2008 demostró que los mercados necesitan ser regulados.
Naturalmente, un exceso de regulaciones que han ido perdiendo actualidad pueden ser una carga innecesaria para el conjunto de la economía y es necesario llevar a cabo un proceso de “mejora continua”, es decir, de renovación y actualización de la intervención estatal. De igual modo, es necesario contar con un Estado eficiente e inteligente, preparado para afrontar los desafíos de la modernidad, integrado por profesionales elegidos en concursos públicos que garanticen comportamientos independientes y honestos. Pero todo eso se puede lograr sin necesidad de tirar la casa por la ventana y provocar una conmoción social. A Milei convendría hacerle la misma recomendación que un veterano jefe de Bomberos hiciera a sus subordinados: “Antes de tirar abajo la puerta con el hacha, prueben a usar el picaporte”.
Por Aleardo Laria Rajneri / El Cohete