Los inutiles

Actualidad 09 de marzo de 2024
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A partir de un Twitter reposteado por el presidente, donde se afirma que las  carreras de humanidades no sólo deberían ser aranceladas, sino que, agrega, son inútiles, el sociólogo Sebastián Russo pone en vigencia una antigua pregunta: la educación para qué y para quiénes.

En la carrera de Sociología de la UBA en los ‘90, había una agrupación que se llamaba Sociólogos para qué. Su nombre actuaba más por autoconciencia crítica que por desconocer o infravalorar las virtudes de la carrera. Una crítica al perfil técnico profesionalista pugnando por otro, comprometido con la realidad social, incluso en términos de intervención de modo directo y de cuerpo presente en ella.

Un Twitter reposteado por el presidente actual sostiene que solo serían deseables de sustentar económicamente por el resto de la sociedad, las carreras universitarias de saberes duros, dice, como los de médicos o ingenieros. No en cambio las humanidades, como sociología, comunicación, artes, que no sólo deberían ser aranceladas, sino que, agrega, son inútiles.

Los inútiles fue una película de Federico Fellini, su segunda película, de fines de los años ´50 del siglo pasado. En ella retrataba a un grupo de jóvenes de clases medias que, en medio de lo que se denominó el milagro económico, eludían responsabilidades sociales dándose a la vagancia, el pasatiempo y el merodeo en conjunto. En argentina, en tiempos cercanos, se estrenó Los jóvenes viejos, de Rodolfo Kuhn, con un argumento algo similar y ambientada en Mar del Plata.

Ambas películas curiosamente son analizadas sociológicamente como expresión de un tipo social que emergía, el joven, al tiempo de un tipo de sociedad hedonista, de posguerra, y en nuestros países contrarrevolucionaria, que se configuraba: la del individualismo neoliberal. También caracterizado como neofascismo por otro italiano de la llamada segunda oleada de Nuevo cines de la época, Pier Paolo Pasolini. 

Pero también analizados y cuestionados de hecho por jóvenes sociólogos argentinos de aquel entonces, agrupados en las llamadas Cátedras Nacionales, haciendo estrictamente lo contrario a aquellos (los del film, los señalados por la agrupación de los ‘90): saliendo del claustro, revisando la instrumentalidad de la lengua, encontrándose con y por la comunidad.

El nickname del que postea el tweet entendiendo a las humanidades como inútiles, es Gordo Antiprogre. El progresismo puede pensarse surgiendo en la misma época del neoliberalismo. Ni necesariamente hedonista ni individualista, aunque tampoco su contrario, la progresía es una versión tenue del revolucionario que defiende los derechos de las mayorías. Y si bien lo valora y ensalza discursivamente, supone que las disputas pueden resolverse de modo pacífico y negociado, y estrictamente en el campo cultural.

Los anti progres o libertarios (de mercado) acusan de marxismo cultural a aquellxs que estudian y enseñan en esas carreras o a quienes las acompañan tácita o fervorosamente. Y es un buen punto, incluso crítico. No sólo una ciencia social no puede eludir al análisis crítico más profundo y primigenio que se ha realizado al sistema que se ha hegemonizado, el capitalismo, sobre todo por su carácter cultural devenido indiscutible y extendido. También debería plantear la base programática para que no sólo sea una interpretación del mundo sino las bases para su transformación, tal dicta el mismo ideario.

El marxismo es una perspectiva crítica que evidencia la forma conflictiva de y en la sociedad capitalista. Y que abrió la capacidad autorreflexiva en torno a aquello que se naturaliza: la educación (disciplinamiento para qué, para quiénes), el trabajo (alienarse para qué, quiénes), el consumo (hedonismo y goce para qué), la tecnología (Twitter para qué), el Estado (presidentes para qué, para quiénes) 

La pregunta/alerta epistemológica es/fue tan relevante para repensar las condiciones de producción, incluso del discurso, como relevantes debieron ser las estrategias para responderlas, asumirlas, desplegarlas. El asuze de monstruos implica una responsabilidad mayúscula. Convoca a una corporalidad ineludible, una voluntad inquebrantable. Como la de lxs compañerxs combatientes, supervivientes/desaparecidxs. Como la sublimada en el diario de filmación de Fitzcarraldo, de otro trágico (y) moderno, Werner Herzog, La conquista de lo inútil. Haciendo del “para qué” una pregunta retórica en el calor del mismo acto.

Si el progresismo o el marxismo cultural o los sociólogos marxistas progresistas habrían sido/fueron/son fallidos, no es por la inutilidad de sus preguntas sino por la incapacidad de una acción contundente, colectiva y concreta contra los males que bien detectan. Si hay inutilidad es más por dejarse arrastrar por pretensiones personales de carreras liberalizadas y los cantos de sirenas de una escritura y pensamiento, o de una dureza técnica de ciencia positiva, o del blanduzco fluir de frases fuertes en el dilapidante y des-energizante universo flow de la web.

La inutilidad fue incluso diluir la potencia de la sutileza, la sensibilidad y el valor social de un pensamiento, en el desierto fascinante de papers y PowerPoint sin embarrar la propia lengua/cuerpo o hacerlo con pretensión estetizante. Acompañando así, abúlica y angustiosamente, a la emergencia de una sociedad de individuos prepotentes, arrasados y condenados por la lógica de la competencia, la deshumanización y la crueldad, y que asumidos arrogantes en su voz y acción, se creen libres y piensan que el problema es lo blando, el otro, los otros.

Inútil fue preguntarnos: sociólogos para qué sin continuar con el cómo, para quién y con quién. Ya que, si progresismo es hacer preguntas y no amplificarlas ni encarnarlas, y marxismo cultural es dogmatizar una interpretación sin atravesarla por los deseos no intelectuales ni sofisticados de quienes nos rodean, ni asumir programática y pragmáticamente las formas del poder. El para qué no sólo sigue irrespondido, sino que se tiñe un tanto de complicidad y cobardía.

Uno de los miembros de las cátedras nacionales, Horacio González, recuerda el gesto de otro, en los mismos años donde el individualismo neoliberal, el cinismo (otra forma de la “vida inútil”) y el neofascismo banalizado, empezaban a instalarse como germen. Roberto Carri irrumpe en la rectoría dando una patada a la puerta y deja pasmado, y con el saquito de té bamboleándose en la mano, al rector de turno exigiéndole acción. Una acción performática, la performance no como tema de tesis doctoral sino como pasaje sin vueltas de un ideario al acto. Sin red. Transformador. Ambos ya son otros. También el rector, y posiblemente lo que se expanda de sus representaciones políticas. 

Dónde está esa conjunción, esa praxis de inutilidad revolucionaria hoy. Como en la rosa que se quemaba al ser mirada (una revista en Sociales en aquellos años se llamó Arde Filo, se Quema Sociales), como en un molinete traspuesto, primero por el trabajador, luego señalado y evocado por un colectivo de artistas haciendo de ello un acontecimiento discursivo. No lo sabemos. El mismo Carri dirá que las verdades de un pueblo no emergen de análisis técnicos, sino que son –sin más- las que perjudican a su enemigo. He allí esbozos de una teoría fuerte y útil para las mayorías, gestada en el umbral, en el margen, entre el pasillo y la rectoría de una Universidad pública.


Gracias a Javier Barrio, Darío Capelli y Sebastián Linardo por su lectura y aportes. 

Este texto contiene lenguaje inclusivo por decisión del autor.

Por Sebastián Russo * Sociólogo UBA. Docente UNPAZ/UBA. / La Tecl@ Eñe

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