La clase media en el naufragio

Actualidad 05 de febrero de 2024
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La llegada de Javier Milei al poder es un salto hacia adelante en un camino penoso que la sociedad argentina viene transitando desde hace casi cincuenta años: el de su empobrecimiento, fragmentación, polarización y desintegración. Su gobierno será el cuarto ciclo de reformas liberales ortodoxas, pro-empresariales, que padecerá nuestro país, luego del primero con la dictadura militar, el de Carlos Menem-Fernando de la Rúa y el de Mauricio Macri. Cuando termine, habremos vivido bajo regímenes neoliberales 28 años y medio de los últimos 51 (sin contar los últimos dos años de gobierno de Raúl Alfonsín, que también se orientaron en esa dirección).

Los efectos combinados de esas políticas han sigo descritos muchas veces. El ritmo de crecimiento de la economía, que había sido muy alto en las décadas previas a 1976, se desaceleró, y el PIB per cápita cayó en comparación con el de casi todo el mundo. Una sociedad que hasta los años 1970 tenía niveles de pobreza y desempleo muy bajos se vio empujada al espanto de sucesivos saltos, acumulativos, por efecto de cada ciclo. No caben dudas de que las políticas de Milei empeorarán los índices de pobreza y traerán de nuevo altos niveles de desempleo. En el mismo lapso, la sociedad argentina se volvió mucho más desigual y es esperable que esa tendencia se profundice. Continuará el desmantelamiento de lo poco que queda de servicios de bienestar garantizados por el Estado, la segregación espacial en las ciudades, la fragmentación cada vez mayor entre una porción minoritaria que vive una vida de confort y amplios sectores precarizados y en desesperación.  

Cada ciclo neoliberal afectó fuertemente a los sectores bajos, pero también a los medios. Es que, por más que muchas personas de clase media miren de costado a los pobres, la situación económica de ambos sectores está bastante atada. Cuando les fue peor a las clases populares, les fue peor a los sectores medios (o al menos a una buena parte de ellos). En la década de 1990 se hizo patente que se había terminado la Argentina en la que podía darse por garantizado el ascenso social para quien no hubiera nacido en la pobreza total. Una visión, por otra parte, bastante cercana a la experiencia de buena parte de los argentinos durante cien años. Las encuestas marcaron entonces, por primera vez, que los padres sentían que sus hijos vivirían peor que ellos. No se equivocaban: despuntaba el fenómeno de la “nueva pobreza”, algo desconocido hasta ese momento. Así, el ascenso social podía ser reversible: había personas que habían nacido en la clase media y se identificaban como tales, pero que, por sus ingresos, se veían empujadas a una realidad de pobreza. 

El fenómeno de la nueva pobreza tuvo en los años 90 su contracara: los que ganaron. En tiempos de la dictadura y del menemismo, muchas personas pertenecientes a sectores medios se las arreglaron para salir beneficiadas. Docentes, comerciantes de barrio, chacareros, pequeños fabricantes textiles, médicos de hospital o empleados de bajo rango se las vieron negras, pero a los especialistas en marketing, publicistas, cirujanos plásticos, ejecutivos, financistas, abogados de grandes empresas, contratistas rurales, importadores y comerciantes de zonas de moda no les fue nada mal. Lo mismo que los sectores populares, la clase media, antes más homogénea, también se fragmentó. Durante la década del 90 ganadores y perdedores se fueron separando de manera cada vez más ostensible, especialmente a través del consumo y de la vivienda. Con la expansión del fenómeno de los countries y barrios cerrados, esa fragmentación se volvió patente (1). Todo indica que esto se profundizará con Milei. Nos habituamos a hablar de “la clase media” como si fuera eso, una clase. Si alguna vez lo fue, está claro que ya no lo es. El rótulo esconde realidades muy diferentes. 

Los valores y el “cambio cultural”

Además de los cambios socioeconómicos, la llegada de Milei es indicio de un cambio igualmente triste en el plano cultural, que su gobierno posiblemente acentúe. Tradicionalmente, la sociedad argentina ha valorado el igualitarismo, un ideal compartido por la clase baja y los sectores medios que en alguna medida todavía nos acompaña, pero que se ha ido debilitando. En encuestas internacionales de 2009 Argentina aparecía entre los países cuyos habitantes más valoraban la igualdad. Asociado a ello, y como consecuencia del desastre que generaron las reformas neoliberales de los 90, los argentinos también valoraban positivamente la intervención del Estado para regular el mercado y como garante de la solidaridad y de la cohesión social. 

Consecuentemente, los encuestados también desconfiaban del mercado librado a sus propios impulsos y tenían una visión negativa de la riqueza extrema. En esto coincidían personas de sectores medios y bajos (2). Es decir que, aunque más no fuera de manera declamativa, el igualitarismo era parte del universo mental de la clase media. Junto con él venía una cierta condena de la ostentación, un sentido de responsabilidad frente a los pobres y una moralidad que giraba en torno del ahorro y la austeridad. El cinismo que acompañó la década del 90, el consumismo y la glorificación del dinero, de hecho fueron causal de desagrado para al menos una parte de los sectores medios, que leyeron la debacle de 2001 como la confirmación de la inmoralidad de la fiesta menemista. 

En este escenario, el gobierno de Macri se tomó muy en serio su objetivo de generar un “cambio cultural”. A la hora de justificar sus políticas, el igualitarismo –o el “igualismo”, como lo llamaba Luis Majul despectivamente– era un obstáculo. Lo mismo que “el pobrismo”, ese otro neologismo que pretendía condenar todo sentido de responsabilidad colectiva por la pobreza. Durante el período macrista se abrió camino una visión más positiva y encomiosa del mercado y, junto con ella, una hostilidad contra los funcionarios públicos y un culto a la figura del “emprendedor”, que forzó su inclusión como materia en la currícula de las escuelas (sin que nadie denunciara adoctrinamiento) (3). 

Mafalda, arquetipo de los sectores medios, no reconocería este país como aquél en el que habitó en los años 1960.

En continuidad con esa tendencia y profundizándola, los años recientes y la última campaña electoral estuvieron marcados por un discurso pro-mercado más agresivo que nunca, que hizo mella en amplios sectores, incluyendo los medios y bajos. El individuo tiene derecho a desentenderse del todo de la sociedad en la que vive. Según el mantra que repiten los jóvenes libertarios, los impuestos son “un robo” y el Estado, una mafia organizada. Políticos, sindicalistas, funcionarios, empleados, todos son incluidos dentro de este conjunto. La acumulación económica parece el único objetivo de vida respetable. Pero no solo eso: como vimos a propósito de los ataques contra el CONICET, el INCAA, el Instituto Nacional del Teatro y diversas figuras de la cultura que osan resistirlos, se expande eso que no puede más que calificarse como un odio a la ciencia y a la cultura, visualizadas ahora como divertimento de “parásitos” sociales que pretenden vivir de los impuestos que pagan otros, sin aportar nada útil. La propia educación como empresa colectiva, en cualquiera de sus formas, aparece cuestionada en proyectos como los de “homeschooling”, que reclama el derecho a no mandar a los niños al colegio. El antojo del individuo por sobre todo.

Todo este discurso significa una ruptura bastante drástica respecto del universo de referencias que alimentaba la identidad de clase media. La educación, la ciencia y la cultura eran sus pilares básicos. “Tener cultura”, en décadas pasadas, era un atributo indicativo de la posición de clase incluso más valorado que el dinero. ¿Cómo procesarán los sectores medios estas novedades? Una parte, especialmente entre los más jóvenes, parece haber entrado de lleno en el universo distópico que propone la ultraderecha. Para otra parte, sin embargo, estas visiones siguen siendo de un cinismo repugnante. De nuevo la fragmentación.

Nación y anti-política 

A partir del gobierno de Macri, los ciclos neoliberales apelaron a una prédica de autodenigración nacional cada vez más opresiva. Argentina es “una mierda”, “el país más fracasado del mundo”, tierra de una decadencia interminable que comenzó no ya con Perón, sino incluso más atrás, con Yrigoyen y con la llegada de la democracia, al parecer indisociable de la demagogia, como propone Milei. Los sectores medios, hay que decirlo, tuvieron desde siempre una relación ambivalente y esquizofrénica respecto de la nación. La amaron allí cuando consiguieron visualizarla como hogar de un pueblo europeo y pujante, pero no dejaron de sospechar de sus dones étnicos más antiguos, del legado de esa barbarie “criolla” que no parecía bien erradicada y que encarnaba sobre todo en un bajo pueblo que, se veía a simple vista, era insuficientemente blanco. “¿Y qué querés? ¡Es la política criolla!”, decían los socialistas hace más de cien años, cuando imaginaban que había algo en lo criollo que era enemigo del progresismo.

Políticamente, sin embargo, los sectores medios se imaginaron a sí mismos como una fuerza progresista. En el relato mediante el cual se construyó la identidad de clase media, ella siempre estuvo del lado del progreso y, por ello, en contra de las derechas reaccionarias. Se supone que fueron las clases medias inmigrantes las que trajeron los adelantos culturales a este país. Fue la clase media la que estuvo detrás del ascenso de la UCR, la que acabó con el dominio de la oligarquía y nos trajo la democracia. Fue la clase media la que fogoneó la Reforma Universitaria y la que combatió la restauración conservadora en la década de 1930. Al menos desde el punto de vista de los antiperonistas, fue el progresismo de clase media lo que la llevó a rechazar a un militar autoritario y fascista como Perón. Fue también la clase media la que protagonizó la modernización cultural de los años 60, la que trajo las minifaldas, el rock, la píldora anticonceptiva y el Instituto Di Tella. Y fue la clase media la que iluminó el momento alfonsinista y la lucha por los derechos humanos. Por más fantasiosa que sea en alguno de sus tramos, esa narrativa alimentó el orgullo de la clase media argentina (4).

Mafalda, arquetipo de los sectores medios, no reconocería este país como aquél en el que habitó en los años 1960. El escenario político que emergió a medida que el macrismo se fue bolsonarizando se conjuga mal con esa imagen de sí. Y el colmo de la llegada al poder de un referente como Milei, que no tiene empacho en reivindicarse de derecha y que en todo el mundo (salvo en la televisión local) consideran de extrema derecha, autoritario, incluso fascista. Tanto los libertarios como parte de los seguidores del PRO (y algunos peronistas, digámoslo también) convirtieron la palabra “progresista” en un insulto. ¿Qué queda de ese relato en el que el progreso argentino avanza en combate con la derecha reaccionaria? 

Es un hecho que los votantes de Milei –sectores medios incluidos– tuvieron motivaciones diferentes y que no todos comparten su ideología. Pero también es un hecho que todos estuvieron dispuestos a cruzar el Rubicón y a votar a alguien de extrema derecha, que justifica la dictadura y además viene acompañado de una vicepresidenta que es ella misma defensora de militares condenados por delitos aberrantes. ¿Qué van a hacer los sectores medios con esto? Es difícil saberlo. Hay una parte que se identifica con el kirchnerismo, con la izquierda, con el socialismo santafecino, con el recuerdo de Alfonsín (ya del todo ajeno a la UCR) o con alguna de las otras fuerzas que, de manera vacilante, permanecen por ahora en el campo de la democracia. Esa parte, que rechaza todo lo que representa Milei, tiene derecho a seguir imaginándose progresista. 

Otra parte, en cambio, abraza con orgullo su nueva identidad derechista. ¿Derechos humanos, Estado de Derecho, división de poderes, justicia social? A donde vamos no necesitamos nada de eso. Allí hay un cambio de época que no dejará de tener consecuencias, seguramente funestas. ¿Pero qué de los otros, los que lo votaron sin hacerse cargo? Por lo pronto, muchos se niegan a autopercibirse como extremistas de derecha y ensayan justificaciones varias. Que no se podía seguir así, que Massa hubiese sido peor, que en verdad Milei no va a hacer lo que prometió, que su gobierno será como el reinicio forzado de una computadora que está tildada y que luego seguirá funcionando a la manera habitual. Escuchamos excusas vergonzantes similares en 2015 entre votantes de Macri que, sin embargo, no lo abandonan hasta ahora. 

En 2001, contrariamente a lo que dicen algunos manuales de sociología, el empobrecimiento de los sectores medios no los llevó a posturas reaccionarias sino, al contrario, a un reencuentro político con las clases bajas de signo progresista. Hoy el escenario es diferente, claro. Pero, ¿quién sabe cómo se orientará cada segmento cuando las políticas de Milei nos lleven a una crisis todavía peor que la actual? 

Como sea, la clase media no es una clase, ni un sujeto político unificado, ni nada que se le parezca. Es un conjunto de fragmentos. Como los restos flotantes que deja un naufragio. 

Por Ezequiel Adamovsky * Historiador. Autor, entre otros libros, de Historia de la Argentina. Biografía de un país. Desde la conquista española hasta nuestros días, Crítica, Buenos Aires, 2020. / Le Monde Diplomatique

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