Cómo revertir la derrota cultural

Actualidad 12 de enero de 2024
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«No ocupamos nunca la posición absoluta de innovadores, sino siempre la situación relativa de herederos»

Paul Ricœur, Temps et récit, París, Seuil, 1985, vol. 3, p. 400.

  

Si se desea medir la dimensión de la derrota cultural acaecida en Argentina, basta con observar el respaldo del nuevo presidente a un militante de su partido que pide utilizar napalm contra los que protestan (1).

Una derrota de tal profundidad exige de los que la sufren reflexionar sin concesiones. Aunque heterogéneo, el extenso campo antiimperialista, progresista, nacional-popular, de izquierda, solidario y defensor de los derechos de las mujeres comparte algunos valores y opciones políticas comunes, suficientes para que, si está en juego la democracia, no se ignoren los desacuerdos a la hora de redefinir los contenidos y contornos del espacio.

Lo que sigue no constituye un balance, ni pretende abarcar todos los aspectos de la gestión política que condujeron a la derrota. Es una interrogación y una invitación a debatir sobre un punto que estimo indispensable para avanzar en la restauración y radicalización de la democracia. Me refiero a la ética de la política y, por extensión, del periodismo. No se trata de moral individual, sino de la ética de ambas esferas.

Un ruego antes de seguir: olvidémonos de ese muy raras veces pertinente “no es el momento de reflexionar críticamente etc. etc. porque el adversario se aprovechará etc. etc.”. Ante una derrota, sobre todo si es de tal envergadura, la pregunta sobre como ganó el adversario es menos importante que la interrogación sobre lo que hicimos para encontrarnos donde estamos. 

Dialogar críticamente con su propia tradición es una posición ética. En los últimos diez o quince años ¿tuvo lugar en las instancias de decisión y en los medios de comunicación cercanos una reflexión de ese tipo, pública y compartida con las bases? En ocasiones, desde los lugares de responsabilidad se desprende un aire de rigidez, como si el tiempo no pasara. Se verifica la pertinencia de lo que afirmaba Paul Ricœur: “los humanos somos pacientes de la historia”, es decir transportamos con nosotros la tradición, en general sin tomar consciencia de ello, como agregaba Hans Gadamer. Una tradición que abarca un abanico de elementos, algunos no rescatables, como las vencidas formas de hacer política, el no empoderamiento del pueblo a pesar del discurso sobre el pueblo-sujeto-de-la-política, atornillarse a los sillones en todos los niveles de responsabilidades, la promoción de los punteros (¿en qué medida esa práctica transformó a los vecinos en sujetos colectivos y autónomos de la política?). Podemos mencionar también una vida pública ostentosa, aferrarse a los dogmas de la Guerra Fría, sin ver que las estructuras sociales se han desdibujado, continuar saludando experiencias revolucionarias por el mundo que terminaron encarnando el significado original de la palabra revolución (revolver, movimiento de retroceso a un punto preestablecido)…

En los últimos años hubo logros políticos y sociales importantes. Pero, paralelamente, el acceso al gobierno y el aislarse de la sociedad fueron un mismo movimiento, consecuencia de lo cual se creyó que satisfacer las necesidades mínimas de los más vulnerables comprometía a estos y a su descendencia de por vida a la fidelidad electoral. En 2019, el día de la asunción, desde la Plaza de Mayo, Alberto Fernández pidió que si un día equivocaba el rumbo el pueblo se lo venga a decir. La prolepsis presidencial –anticipar desde el primer día que podría alejarse del mandato popular–  fue sorprendente: se sabe que cuando no se cumple el contrato se genera decepción, desmovilización, y aparece la palabra “traición”.

Lo importante hoy es, en primer lugar, comprender que ese discurso despolitizaba al pueblo, porque no lo convocaba a elaborar juntos el rumbo, sino a esperar en casa, porque del rumbo se ocuparían los dirigentes. En segundo lugar, es ineludible plantearse si esa arenga de 2019 fue un error individual o la expresión de una tradición con la cual sus herederos no dialogan críticamente.

Desde hace un largo tiempo, en lugar de reales debates, lo que se constata es la forclusión del significante “crítica”, con o sin “auto”. Aislarse y negarse al diálogo crítico: quizás residan allí las principales razones de la ceguera ante la constante fabricación de decepción y desapego a la democracia.

Quienes se esforzaron para obtener responsabilidades de conducción, ¿podrán interrumpir el ruidoso silencio y organizar una reflexión colectiva en voz alta sobre lo que no se hizo, lo que habría que haber hecho para no entregar la administración del país a la extrema derecha? Me refiero a una reflexión que nos ahorre el muro de los lamentos sobre los medios, el COVID, la maldad del adversario…, porque esa argumentación impide la formación de una comprensión crítica de la política: sería lo mismo que si un DT afirmara que su equipo perdió porque enfrente había 11 jugadores con otra camiseta y encima llovía. No ignoro el papel de realidades que poco o nada dependen de las voluntades personales, pero no deben utilizarse para eximirse de las responsabilidades. 

No propongan nuevas estrategias economizando la reflexión sobre lo actuado. Frente a tamaña derrota el silencio quita credibilidad.

En el mundo

Paralelamente, ningún proyecto puede fundamentarse o tener éxito en marcos exclusivamente nacionales. Pero cuando se tiene en cuenta lo que ocurre en el planeta, se lo piensa en términos estrictamente políticos. Y es insuficiente. Es imprescindible el compromiso ético, consistente en respetar la coherencia entre los valores que rigen la mirada sobre nuestro país y los que presiden la evaluación de lo que sucede en el mundo. Frecuentemente no hay coherencia. Me limitaré a dos ejemplos graves de abandono ético acompañado por un empecinamiento ideológico anacrónico.

Desde posiciones proclamadas de izquierda se ha identificado la masacre y tortura de civiles israelíes, la decapitación de rehenes, la captura de bebés, el quemar a la gente viva… con la lucha por la liberación nacional del pueblo palestino. La falla fundamental aquí es ética. No puede haber justificación –hay explicaciones que desembocan en justificación– alguna de la barbarie, sea quien sea su autor. La falla ética autoriza el error ideológico que confunde acciones teleguiadas por un poder integrista religioso, con una lucha por la liberación. Nadie ignora que esa lucha no es el objetivo de Hamas y que la extrema derecha israelí y el fundamentalismo terrorista se necesitan recíprocamente.

Es obligatorio recordar la historicidad del conflicto, pero la condena sin matices de la barbarie de Hamás es el acto político preliminar e indispensable a su doble puesta en contexto: por un lado, en el del colonialismo israelí; por el otro, en el de la evolución de un conflicto que fue, desde fines del siglo XIX y principios del XX, predominantemente laico –o sea, más “tierra-patria” que “tierra-santa”– y que hoy, en ambas partes, está en manos de la ortodoxia y del integrismo religiosos. Mirar para otro lado cuando las mujeres israelíes secuestradas son exhibidas semidesnudas, torturadas, violadas y asesinadas alimenta valores execrables, desgasta al “te creo hermana” en Argentina y le quita credibilidad a quienes cometen esta falta ética.

La contradicción axiológica y política entre lo que se defiende en casa y las posiciones asumidas frente al resto del mundo es evidente en algunos periodistas en medios afines al campo nacional-popular. También aquí, la falla ética se expresa en mirar para otro lado cuando la soldadesca putiniana viola a jóvenes ucranianos de ambos géneros, cuando sube videos para mostrar como castran a un prisionero o matan a mazazos a un desertor, o cuando la aviación rusa bombardea mercados o estaciones de tren con refugiados civiles. Se difunde textualmente la versión del Kremlin sobre el nazismo que gobernaría Ucrania.

Hay medios rusos de oposición clandestinos o en la emigración y cientos de estudiosos de Rusia en el mundo que han desmontado la mentira propagada por el gobierno ruso. Y hay también en nuestro país un periodismo que defiende la autodeterminación de los pueblos, pero ignora todo lo que no es la versión oficial rusa y califica de “golpista” la ola de levantamientos populares del 2014 en toda Ucrania contra la represión interna y la decisión de suspender el acercamiento a la Unión Europea por parte del presidente ucraniano pro-ruso Yanukóvich, un ex convicto condenado a cinco años de cárcel en 1967 por atraco en banda. Quienes están preocupados por el renacer del nazismo deberían informar que fue el gobierno ruso el que organizó en San Petersburgo un gran congreso de las extremas derechas europeas que incluyó entre sus invitados a partidos y personalidades abiertamente nazis, antisemitas y negacionistas del Holocausto. Podrían igualmente hacer un reportaje sobre la placa memorial, destruida por militantes de izquierda y restablecida por las autoridades, que, en Moscú, rinde homenaje a los generales alemanes, ucranianos y rusos Helmuth von Pannwitz, Andrei Shkuro y Petr Krasnov, comandantes del 15º Cuerpo de Caballería Cosaca de las Waffen SS hitlerianas y que por sus crímenes atroces fueron colgados en la capital de la URSS en 1946.

Aislarse y negarse al diálogo crítico: quizás residan allí las principales razones de la ceguera ante la constante fabricación de decepción y desapego a la democracia.

La concepción de la política que se transmite cuando sólo en ciertos casos se condena la persecución es ajena a un objetivo emancipador. Y sin embargo, en el campo que llamamos nacional-popular o de izquierda son muy raras las condenas a la implacable represión en Rusia contra niños de primaria “culpables” de dibujar una bandera ucraniana en un cuaderno escolar, contra sus familias o contra simples ciudadanos por comentarios pacifistas a un vecino; no se denuncia la encarcelación y tortura de profesores universitarios por delitos de opinión, ni la prohibición de Memorial, la ONG rusa equivalente de los organismos de derechos humanos argentinos como el CELS, ni la represión y la tortura que se abaten sobre los comunistas internacionalistas en Rusia, y ni hablar de la suerte de los pocos y abnegados abogados de derechos humanos asesinados en las calles o encarcelados. Cuando Gorbachov asumió la dirección del país había alrededor de 700 prisioneros políticos. Según datos de los organismos rusos de defensa de derechos humanos, entre arrestados en espera de juicio y condenados hoy son alrededor de 20000. Proporcionalmente a la población, esa cifra corresponde a unas 6000 personas en Argentina. Las condenas llegan hasta 25 años.

Del mismo modo, en nuestro continente existen regímenes socios del gobierno ruso que hacen de la represión la norma de la vida política y que se autoproclaman socialistas. Uno de ellos, Cuba, votó a fines de los 70 junto a la URSS impidiendo así que la Comisión de Derechos Humanos de la ONU condene a la última dictadura argentina. Pero, ante ellos, se mira para otro lado. Ciertamente, la libertad no debe usarse para asegurar la explotación económica. Pero en el plano político, la libertad sólo existe si de ella también gozan plenamente los que opinan diferente. La ausencia de coherencia entre la lucha por la democracia en Argentina y la ausencia de solidaridad con los pueblos de esos países expresa también una falta ética. La lógica “el enemigo de mi enemigo es mi amigo” conduce a posiciones en contradicción con los principios proclamados, y trae consecuencias.

Cuando la defensa de las libertades en Argentina va de la mano del silencio sobre la represión de la protesta social y la persecución política en otros países, el efecto es el deshonor del combate por la democracia en nuestro país. No albergo una concepción ingenua de la política, ni desconozco que ésta se parece más a una ciénaga poco higiénica que a un jardín de rosas. Pero por eso mismo la emancipación del ser humano exige intervenir cualitativamente la inercia de la política. La degradación de la ética, atestiguada por las miradas al costado, es al mismo tiempo sostén y componente de la derrota cultural y del recurrente fracaso político.

Hoy la situación es deplorable: la mayoría de la sociedad no comprende que la libertad en abstracto pone en jaque a la igualdad y a la equidad; la idea de justicia social perdió importancia; se asimila la defensa de los derechos humanos a un negocio de unos pocos. Se permitió que la libertad pase a ser la consigna de la ultraderecha.

Una corriente de fondo transoceánica

Le Pen, Vox, Orban, Meloni, Putin, Netanyahu, Hamas y otros, a los que se les une una derecha argentina con ADN fascistoide, representan una constelación de fenómenos estructurales y convergentes que reactualizan la segunda mitad de la década europea de 1930. No es una repetición idéntica, porque los acontecimientos son siempre singulares. Heiddeger diferenciaba entre lo idéntico, donde nada cambia, y lo mismo, en lo que aparece la disparidad, es decir la historicidad. Que el nazismo no haya logrado dominar el mundo no significa que sus herederos, incluidos los camuflados, no puedan hacerlo ahora. Para que la disparidad tenga un sentido inverso a esa posibilidad y que nos evite una nueva y larga o definitiva oscuridad, es indispensable que la política retome su lugar prioritario en la vida social.

En el siglo XVI europeo, la espera del Juicio final y la repetición de las estaciones del año dominaban la experiencia e implicaban que nada nuevo podría ocurrir. Esa única perspectiva imaginable comenzó a ceder paulatinamente ante la idea del progreso en un futuro impredecible. Hoy se trata, nuevamente, de reinstalar la distancia entre las experiencias ya vividas y nuevas expectativas. La democracia liberal, conquistada por luchas pluriseculares contra el Antiguo Régimen, es el fundamento a partir del cual se abre la posibilidad de ir más allá de ella, hacia la justicia social y por un nuevo sistema de representación política que exprese la heterogeneidad de la sociedad. Son objetivos realistas, pero suponen recuperar credibilidad, con un discurso veraz, coherencia en los valores y un aggiornamento en la mirada de lo que sucede en el mundo.

La mejor manera que encuentro de no ser pesimista es apelar a la historia y a la memoria. Los que vivimos el 68 ciertamente recordamos que los tanques del Pacto de Varsovia aplastaron al socialismo democrático en Praga y que los de siempre masacraron a cientos de estudiantes en Tlatelolco en México, pero no nos olvidamos de los dos Mayos: el del 68 en París y el del 69, aquí cerquita, en Córdoba.

Mayo en la historia argentina es una bicentenaria referencia cargada de sentido actualizable.

Es también un mes, y meses hay siempre.

1.https://www.lapoliticaonline.com/politica/milei-respaldo-a-un-militante-libertario-que-pidio-usar-napalm-en-la-proxima-protesta/

Por Claudio Ingerflom * Ex Director de Investigaciones, Centre National de la Recherche Scientifique. France. Director de la Licenciatura de Historia, Universidad Nacional de San Martín. /  Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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