La incorrección política o el juego de los espejos locos

Actualidad09/12/2023
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En 1924 Yevgueni Zamiatin escribió Nosotros, una novela distópica pionera sobre el totalitarismo soviético que inspiró 1984, de George Orwell. En Nosotros, las casas son de vidrio y los habitantes –rebautizados con números–solo tienen derecho a unos pocos minutos de privacidad diarios. El resto es puro control. En 1984 una neolengua coloniza el nuevo mundo “feliz” y establece y controla las fronteras de lo decible. Hoy ya no existe el comunismo más que en enclaves residuales; sin embargo, para muchos, un nuevo totalitarismo, portador de la misma utopía de llegar a colonizar los cerebros humanos, habría emergido de forma mucho más sutil pero efectiva, y se habría implantado en escuelas y universidades, medios de comunicación, empresas, organismos multinacionales y Estados. Es la dictadura de la corrección política, que dispone de su policía del pensamiento, su neolengua y sus ciudades vidriadas.

Si el viejo comunismo ha muerto, el “marxismo cultural” constituiría una suerte de continuidad por otros medios. Eso piensa, al menos, una derecha que está reescribiendo el famoso eslogan electoral de Bill Clinton como “Es la cultura, estúpido”. El argumento de quienes sostienen esta posición es sencillo: el marxismo perdió la batalla de la economía y el socialismo real se desmoronó –tal como lo habían anticipado economistas austríacos como Ludwig von Mises y Friedrich Hayek–, pero ganó la batalla de la cultura. Ese marxismo constituiría, para ellos, una constelación que va desde la socialdemocracia hasta la extrema izquierda y una de las manifestaciones de su victoria cultural se encontraría en la denominada “corrección política”, una forma de totalitarismo más disimulada, pero por ello más pérfida que el totalitarismo clásico.

Como en la novela de Zamiatin, los ojos vigilantes –afirman– están en todos lados, pero la policía política del “marxismo cultural” no necesita actuar en secreto: de manera abierta estaría imponiendo una nueva Inquisición. De modo contraintuitivo se asegura que la izquierda ha triunfado y ha logrado imponer su hegemonía en lugares claves del poder global. Es curioso, sobre todo, porque la izquierda se siente a sí misma derrotada frente al poder casi sin contrapesos del capitalismo globalizado; la izquierda revolucionaria casi desapareció y la socialdemocracia vive su mayor crisis desde la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, para quienes denuncian el “marxismo cultural”, la izquierda habría ganado, incluso, batallas que no sabe que ganó. Una de sus victorias habría sido la imposición de la “ideología de género”, que es presentada como un todo coherente y sistemático, de naturaleza “anticientífica”, cuyo objetivo es separar al género del sexo y diluir la biología en la cultura, lo que serviría para impulsar la movilización de los grupos feministas y LGBTI. Pero hay algo más: para implantar la “ideología de género”, dicen, es necesario un aparato estatal que la imponga de manera autoritaria. De allí a obligar a la gente a usar “lenguaje no sexista”, financiar operaciones de cambio de sexo con recursos públicos u obligar a los hombres a orinar sentados habría un solo y corto paso.

La emergencia de Greta Thunberg como heroína de la lucha contra el calentamiento global, las “cazas de brujas” del Me Too –el movimiento que nació para denunciar acoso y abuso sexual en la comunidad de Hollywood, pero luego se extendió hacia el resto del mundo–, las clases de educación sexual en las escuelas, los rescatistas de inmigrantes en el Mediterráneo, la omnipresencia del viejo financista George Soros como el gran villano detrás de todas las causas progresistas, los movimientos por la legalización del aborto, el lenguaje inclusivo, las normas de discriminación positiva, la militancia de los veganos o los animalistas… todo puede entrar en el recipiente flexible de una nueva hegemonía progresista que, denuncian, se ha venido imponiendo en el mundo occidental y cuyo reinado explicaría, en parte, la actual “decadencia de Occidente”.

De esa forma, la transgresión cambia de bando: es la derecha la que dice “las cosas como son”, en nombre del pueblo llano, mientras que la izquierda –culturalizada– sería solo la expresión del establishment y del statu quo. La derecha vendría a revolucionar; la izquierda, a mantener los privilegios vigentes. La derecha vendría a patear el tablero de la corrección política y a combatir a la “policía del pensamiento”; la izquierda defendería el reinado de una neolengua con términos prohibidos para evitar que la verdad emerja a la superficie.

La idea central de quienes rechazan la corrección política de la izquierda es que existe una élite progresista que controla el mundo globalizado, tiene diferentes expresiones nacionales e impone su visión del mundo. Es más, esa élite ha venido maltratando al “hombre común” al prohibir las gaseosas gigantes o el cigarrillo, al transformar el término “hombre blanco” en un insulto, al tratar de fascistas a quienes se muestran “inseguros” con la inmigración o de homófobos a quienes se oponen al matrimonio igualitario, al defenestrar a los que desean portar armas y no quieren comer quinua, al reírse de la Biblia pero jamás del Corán, al tratar las disidencias como discursos de odio… y la lista puede seguir y seguir, e incorporar cambios en cuentos infantiles –para adaptarlos al mundo buenista–o condenas a disfraces “inapropiados” en fiestas como Halloween, como el blackface (pintarse la cara de negro) o redface (en referencia a los “pieles rojas”) (1).

La corrección política sería un corsé sobre lo que la gente puede pensar, decir y hacer. Una nueva ortodoxia impuesta a través de superestructuras ideológicas tanto a escala nacional como global. Una nueva forma de conformismo. El catedrático español de derecha Manuel Ballester escribía en 2012 que lo políticamente correcto remite a un modo de actuar y de hablar que se está imponiendo, pero no de manera pacífica como si se tratara de una moda. Estaríamos asistiendo, por el contrario, a una imposición a través de la legislación y de un poderoso aparato censor y punitivo. La corrección política constituye, para Ballester, “el ambiente espiritual de nuestro tiempo”.

La corrección política sería un corsé sobre lo que la gente puede pensar, decir y hacer. 

La imagen de una nueva Inquisición se repite en diversos pronunciamientos de las nuevas derechas que, de este modo, se postulan como una forma de inconformismo contra lo establecido, en un mundo supuestamente sumergido en una maraña de engañosos eufemismos. La tesis –escribe el joven liberal-progresista español Ricardo Dudda en su libro La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos–“es que le han arrebatado a la gente la posibilidad de quejarse, etiquetando las críticas como racistas, misóginas y homófobas”. “En las guerras culturales contemporáneas, la nueva izquierda es políticamente correcta y conservadora, porque busca conservar el bienestar conseguido. […] La nueva derecha, por su parte, es políticamente incorrecta, rupturista y heterodoxa”. Así, “hoy la derecha es punk y la izquierda puritana” (Dudda, 2019: 13, 19).

Contra el “marxismo cultural”

La derecha populista –prosigue Dudda– construye una gran mentira a partir de pequeñas verdades. Lo cierto, sostiene el autor español, es que la corrección política es un fenómeno real y complejo, tanto lingüístico como moral, que tiene más que ver con cambios culturales y demográficos, la psicología de masas, los debates y la libertad de expresión en sociedades abiertas y diversas que con una gran conspiración o una teoría total que explica la sociedad contemporánea, posmoderna y relativista, como han sugerido muchos críticos de la corrección política (Dudda,2019: 15).

Se trata, básicamente, “de un intento por corregir las desigualdades e injusticias a través de los símbolos, de la cultura y de un lenguaje más respetuoso e inclusivo”. Todo esto opera en un contexto en el que el “sujeto” de la izquierda se ha desplazado desde las mayorías –la clase trabajadora– hacia las minorías y los “débiles” (la clase trabajadora también podía ser vista como “débil” frente al capital, pero esa debilidad era compensada por su papel imprescindible en el proceso de producción).

Este punto es central: el historiador Enzo Traverso ha mostrado cómo el auge de la “memoria” de los últimos años, con incidencia en el mundo académico y político, ha ido en paralelo con otro fenómeno: la construcción de los oprimidos como meras víctimas del colonialismo, de la esclavitud, del nazismo, etc. De esta forma, la “memoria de las víctimas” fue reemplazando a la “memoria de las luchas” y modificando la forma en que percibimos a los sujetos sociales, que aparecen ahora como víctimas pasivas, inocentes, que merecen ser recordadas y al mismo tiempo escindidas de sus compromisos políticos y de su subjetividad. Como señala Traverso, “el siglo XX no se compone exclusivamente de las guerras, el genocidio y el totalitarismo. También fue el siglo de las revoluciones, la descolonización, la conquista de la democracia y de grandes luchas colectivas” (Traverso, 2019). Adolph L. Reed Jr., que enseña y escribe sobre temas políticos y raciales, lanzó una provocación al decir que los progresistas ya no creen en la política de verdad sino que se dedican a “ser testigos del sufrimiento” (Nagle, 2018: 96). Por su parte, el británico Mark Fisher, autor de Realismo capitalista, escribió en 2013 un sombrío artículo titulado “Salir del castillo del vampiro”, en el que critica “la conversión del sufrimiento de grupos particulares –mientras más ‘marginales’, mejor–en capital académico” (2).

Con todo, esto no debería hacernos perder de vista que asistimos asimismo a la emergencia de demandas específicas y a una pluralización de los discursos emancipatorios sin las totalizaciones del pasado, que no cabe duda también ocultaban demasiado. Las luchas por la justicia racial en los Estados Unidos, reactivadas por el crimen de George Floyd e incluso la batalla por la memoria plasmada en la iconoclasia contra las estatuas de personajes vinculados a la esclavitud y el racismo, son expresión de ello. Pero la necesidad de nuevas articulaciones universalistas aparece con una particular urgencia.

No hay duda de que la corrección política es transversal a la izquierda y la derecha, así como las críticas a ella (sigue habiendo derechas políticamente correctas e izquierdas incorrectas; Žižek es un buen exponente de estas últimas). La izquierda fue tradicionalmente crítica de la corrección política, y el feminismo vino a ponerla en cuestión, por no hablar de sus corrientes más disruptivas, como el feminismo lésbico, al igual que el resto de las identidades LGBTI. Pero la izquierda dejó de denunciar lo “políticamente correcto” y comenzó a hacerlo la derecha, que lo metió en la misma bolsa con la “ideología de género”, el “marxismo cultural”, el “posmodernismo”, etc. De allí que hoy la “incorrección política” se anude, a menudo, con las derechas alternativas que desafían el sentido común en direcciones reaccionarias y usan la incorrección política para habilitar el racismo, el sexismo y la intolerancia política y cultural.

Como escribe Dudda (2019), la corrección política es un concepto ideologizado y manoseado, una especie de “hombre de paja” o término catch-all que sirve como receptáculo de innumerables fobias. La derecha utiliza el término para meter ahí todo lo que le molesta de la izquierda, y desde la izquierda suele construirse un perfil único de los críticos de la corrección política: los hombres blancos heterosexuales inseguros con los cambios en el mundo que los rodea.  Al mismo tiempo, la evolución de la incorrección política se vincula con los límites de los grandes relatos universales para visibilizar asimetrías de poder e injusticias en relación con las desigualdades de género, de raza y de opciones sexuales alternativas. Pero cualquier análisis de la corrección política debe tomar evoluciones más específicas, como la construcción de una “cultura de campus” en los Estados Unidos, que dio lugar a ciertos “islotes” progresistas en medio de un clima político que, en el ámbito nacional, se iba corriendo más y más a la derecha (3). En la década de 1980, en paralelo al ascenso de la revolución conservadora de Ronald Reagan, la izquierda se retiró a las universidades, cuyos campus constituyen densos y aislados espacios de sociabilidad, pero que a menudo se constituyen en microclimas ideológicos que pueden resultar tan “seguros” como asfixiantes y desconectados de las realidades políticas y sociales más amplias.

En los últimos años, apuntan Greg Lukianoff y Jonathan Haidt, se observa un movimiento, de fronteras difusas, que se propone limpiar las universidades de palabras, ideas y temas que podrían causar incomodidad u ofender. A veces estos intentos por evitar las ofensas pueden dar lugar a la hipersensibilidad. Los autores hablan de una psicologización de los conflictos en las universidades –sobre todo en las progresistas– convertidas en “zonas seguras” que protegerían a los estudiantes de los daños psicológicos provocados por diferentes formas de ofensas verbales (Lukianoff y Haidt, 2015). Esto presume una extraordinaria fragilidad en la psiquis de los estudiantes, y en estos casos la corrección política fácilmente puede estar reñida con la libertad de expresión.

Las microagresiones –un término popularizado en los últimos años–son pequeñas acciones o uso de palabras que pueden o no tener una intención maliciosa, pero que, sin embargo, se consideran un tipo de violencia. Por ejemplo, según algunas pautas del campus, una microagresión podría ser preguntar a un asiático o latinoamericano “¿Dónde has nacido?”. También se ha solicitado poner advertencias sobre determinados libros de modo que los estudiantes que han sido previamente víctimas del racismo o de la violencia doméstica puedan optar por evitarlos, ya que podrían “desencadenar” una recurrencia de traumas pasados. Lukianoff y Haidt ven diferencias entre la corrección política de los años ochenta y la actual:

Ese movimiento buscaba limitar los discursos (específicamente los discursos de odio dirigidos a grupos marginados), pero también desafiaba el canon literario, filosófico e histórico, y buscaba ampliarlo incluyendo perspectivas más diversas. El movimiento actual se centra en gran medida en el bienestar emocional. ¿Qué aprenden exactamente los estudiantes [se preguntan los autores] cuando pasan cuatro años o más en una comunidad que politiza los descuidos involuntarios, coloca etiquetas de advertencia en las obras de la literatura clásica y de muchas otras maneras transmite la sensación de que las palabras pueden ser formas de violencia que requieren un control estricto por parte de las autoridades del campus, que se espera que actúen como protectores y fiscales? (Lukianoff y Haidt, 2015).

Al mismo tiempo, no es menos cierto que las jerarquías de género y raza en la historia no son una ficción, un invento de la corrección política, y que la colonización derivó en formas de colonialismo interno contra diversos grupos poblacionales no blancos. Sabemos también que el lenguaje constituyó uno de los vectores que profundizó en muchos casos las asimetrías de poder y las diferentes formas de opresión. Al final, los posmodernos salieron también de las aporías de los modernos. En todo caso, el riesgo es –como observa Dudda– olvidar el potencial emancipador de la libertad de expresión en nombre del bienestar emocional de las minorías y reclamar diferentes formas de censura desde la tranquilidad de sentirse parte del consenso mayoritario (sea este real o imaginado). ¿Y si mañana el consenso mayoritario fuera otro?

1. El primer ministro canadiense Justin Trudeau, exponente de la corrección política, se enfrentó en la campaña electoral de 2019 a un escándalo cuando circularon fotos en las que se lo veía, en fiestas juveniles, con la cara pintada de negro.

2. Habría que ver hasta dónde contribuye a ello la multiplicación de disciplinas que en los campus estadounidenses se colocan bajo el paraguas de los cultural studies (women’s studies, queer studies, disability studies, post-colonial studies, african-american studies, chicano studies, fat studies, etc.) [estudios culturales: estudios de la mujer, queer, de la discapacidad, poscoloniales, afroamericanos, chicanos, de la gordura] y hasta qué punto se incentivan dinámicas en las que el propio poder burocrático-académico está interesado en la multiplicación de microidentidades como forma de expandir sus propios espacios. Como me advirtió Laura Fernández Cordero, también desde el activismo se cuestionan ciertas formas de “extractivismo academicista”. No tenemos espacio acá para indagar en mayor medida en los vínculos entre academia y movimientos sociales.

3. No hay que olvidar ciertos sustratos protestantes de la cultura política estadounidense, y formas de born again, que explican algunas dinámicas catártico-terapéuticas que asumen las luchas sociales y las batallas por la memoria.



Por Pablo Stefanoni * Jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad. Autor de ¿La rebeldía se volvió de derecha?, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2021. / Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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