El dólar contra la casta

Actualidad 04 de septiembre de 2023
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Durante la campaña electoral y ante una nueva crisis profunda, la palabra “dolarizar” se instaló en el debate público. Javier Milei, el candidato de extrema derecha más votado en las PASO, propuso, entre otras cosas, acabar con el Banco Central y reemplazar el peso por la moneda norteamericana. Las ideas libertarias envuelven la promoción del dólar como moneda salvadora para una nación en crisis. En su campaña, Milei recupera parte de la agenda que había quedado sepultada en 2001 y reivindica, en un clima de inflación, inestabilidad cambiaria y, en las últimas semanas, saqueos, los nombres del apogeo de la convertibilidad: Carlos Menem y Domingo Cavallo.

La pasión de los argentinos por el dólar no es nueva. Desde la recuperación de la democracia en 1983, el dólar fue consolidándose como una verdadera institución política de la democracia realmente existente. La sociedad argentina se encuentra atrapada en una ley de hierro: gobernar Argentina es gobernar el dólar. Los actores políticos (oficialistas y opositores) miden sus chances de éxito o fracaso respondiendo a la pregunta de qué hacer con la moneda norteamericana. 

La dolarización mileista es un nuevo capítulo en este proceso. Por eso, aunque la inviabilidad “técnica” de la propuesta de dolarización es compartida por economistas tanto heterodoxos como ortodoxos, su eficacia pasa por otro lado, por la enorme (y nueva) aceptación moral por parte de la sociedad. Es la nueva etapa del dólar en la historia argentina: una moneda contra la casta.

En la cabeza de la gente

En enero de 1991 una fuerte devaluación sacudió el verano. En pocos días, el dólar saltó de 5.800 a 9.800 australes. Con el recuerdo fresco de las crisis de 1989 y 1990, la nueva tormenta cambiaria brindó la oportunidad para poner en marcha la convertibilidad. Durante diez años, Argentina fue el laboratorio de este gran experimento económico. El 1 a 1 no sólo domesticó la inflación, sino que contribuyó a sellar, transformándolo, el pacto de los argentinos con la moneda norteamericana.

La crisis del 2001 legó a parte de la sociedad una convicción muy fuerte: el acceso al dólar funda un derecho.

La hiperinflación registrada en los últimos meses de la presidencia de Raúl Alfonsín había contribuido a modificar las prácticas económicas más habituales de los argentinos. Casas, autos, electrodomésticos, pasajes de avión o el pase de jugadores de fútbol se cotizaban –y en la mayoría de los casos se pagaban– en dólares. Estos mercados, que se habían comenzado a dolarizar, con diferentes velocidades, en los años anteriores, hacia 1989 ya estaban totalmente copados por la moneda estadounidense, un proceso que alcanzó incluso ciertas transacciones cotidianas, como el pago a un plomero o una sesión de análisis. Cuando, poco después de su asunción como ministro de Economía el 31 de enero de 1991, Domingo Cavallo comenzó a dar forma al plan que ataría la moneda nacional al dólar, para muchos no era sino “la aceptación de la realidad que se vivía cotidianamente”. En sentido estricto, una dolarización deroga la moneda nacional para sustituirla por la moneda norteamericana. La convertibilidad era una forma parcial de dolarización: el dólar adquiría curso legal y la emisión monetaria quedaba limitada al volumen de reservas en dólares del Banco Central.

En poco tiempo, la convertibilidad cumplió con el objetivo de legalizar la instalación del dólar entre los argentinos. No sólo los precios se expresaban en dólares, ya de manera oficial. También se podía pagar una compra o pactar contratos en aquella moneda. En simultáneo, florecían los créditos a corto y largo plazo, ofrecidos por bancos, escribanías, inmobiliarias o cadenas comerciales. También esta oferta estaba nominada en dólares.

El enorme costo social, económico y político del 1 a 1 no tardó en salir a la luz. Tras unos primeros años de buenos resultados, crecimiento económico y prosperidad relativa, la economía comenzó a estancarse. La alarma de un desempleo que aumentaba se hizo escuchar con estridencia.

La reelección de Menem en 1995 encerró uno de los enigmas mayores de la Argentina democrática: ¿Por qué un gobierno cuyas políticas destruyeron el empleo y llevaron el índice de desocupación por primera vez a dos dígitos obtuvo un sólido mandato en las urnas? “A Menem lo votó el partido de los endeudados en dólares”, afirmaba el humor gráfico de la época. Para explicar la rotunda victoria del riojano, los analistas apelaron a un concepto nuevo: el voto cuota. Convertibilidad o muerte. Una eventual salida de la paridad peso-dólar –que muchos creían que sólo la continuidad de Menem era capaz de evitar– arrastraría consigo a millones de consumidores, que perderían viviendas y bienes de confort al faltarles los pesos para pagar una deuda que venían saldando en cuotas dolarizadas (en dólares convertibles).

En definitiva, el enigma de la democracia de los 90 tenía su respuesta en cada extracto bancario, que hacía evidente su saldo con cifras de color verde.

La antesala libertaria 

Con el avance de la década del 90, el endeudamiento del Estado y de las familias –ingresos en pesos pero deudas en dólares– aumentó peligrosamente. El fin de la convertibilidad tuvo como protagonista a las deudas en default, las de “arriba” (el Estado y las empresas) y las de “abajo” (las personas). En diciembre de 2001, el Estado declaraba la cesación del pago de su deuda soberana, que llegaba a 144 mil millones de dólares (50% del PBI de entonces), mientras los deudores dolarizados ganaban las calles y se multiplicaban las demandas judiciales por deudas que, una vez caída la paridad cambiaria, se habían vuelto impagables.

La crisis del 2001 legó a parte de la sociedad una convicción muy fuerte: el acceso al dólar funda un derecho. No hay en la historia previa nada que se asemeje a esta idea. Al implosionar la convertibilidad, un sector de la sociedad argentina rearmó a su manera la promesa de equivalencia entre el peso y el dólar que el Estado empezó a incumplir a partir de la crisis del 2001: donde antes hubo una ley, ahora nacía un reclamo.

Este reclamo no logró torcer los expedientes que se amontonaban en sede judicial y que durmieron acurrucados durante los primeros años del kirchnerismo, caractrizados por el alto crecimiento, la inflación baja y los superávits gemelos. Pero su historia oprimió la memoria de quienes se movilizaron contra la reinstalación de los controles cambiarios (“el cepo”) entre 2011 y 2015, cuando el gobierno de Cristina Kirchner limitó la venta de dólares. Este reclamo implicó un giro que lo alejó del emprendido sobre las ruinas de la convertibilidad. El reclamo hacia el Estado no se basaba ya en una promesa incumplida sino en una idea más positiva. Si en el 2001 el derecho a acceder a los dólares tuvo su origen en una desilusión, una “estafa” producida por el Estado, a partir de 2011 la demanda por la compra de la divisa norteamericana se apoyó en el valor de la libertad de mercado. El reclamo no apuntaba contra un Estado que no había cumplido una promesa propia sino contra un gobierno que avasallaba las libertades.

De este modo, la sociedad, que había salido del 2001 reclamando más Estado, diez años después comenzaba a mostrar indicios de un anti-estatismo beligerante. El mercado cambiario, escena primordial de la vida política argentina, fue el terreno en el que se expresó este cambio. En cierta forma, una parte de la sociedad fue libertaria antes de que lleguen los libertarios de Milei
Esa sociedad fue apañada por una oferta electoral de derecha que, en este punto, no mostraba divergencias. En efecto, Macri cumplió la promesa con su electorado de levantar el cepo. Si en otros aspectos de la gestión se movió lentamente, en el cambiario actuó sin gradualismos. A una semana de asumir, el gobierno liberó el mercado de cambios y la cuenta capital. Fue también, claro, el principio del fin del plan económico, que llegó en el verano de 2018, cuando el financiamiento externo se interrumpió. Todavía faltaba quemar el préstamo más grande en la historia del FMI. Pero ya en septiembre de 2019, en los caóticos meses finales de su gobierno, Macri dio marcha atrás con su promesa y reinstauró los controles cambiarios.

Una sociedad de sacrificio

¿Quién votó a Milei? ¿Qué incidencia tuvo en su victoria su propuesta de dolarizar la economía? Gran parte de su electorado no puede calificarse simplemente de furibundo, pragmático o anti-político. Entre sus votantes están aquellos que quieren mejorar económicamente, que creen en el valor de su propio esfuerzo, exigen orden y mercado. Y lo hacen menos por estar de acuerdo con intelectuales y publicistas de derecha que por una larga experiencia social en la que esas ideas –de derecha– parecen volverse preferibles.

Si la vida social implica dar crédito o asignar culpa, como el sociólogo Charles Tilly mostró de manera magistral (1), la superioridad moral de parte de la sociedad frente al Estado consiste en no brindarle al Estado el crédito que ese mismo Estado reclamaba por su accionar durante la pandemia; y, en cambio, atribuirle la culpa por el aumento de la inflación. Sucede que, aunque el Estado esperaba que se le reconociera el mérito de sus esfuerzos en la lucha contra el virus (“el Estado te cuida”), la gente estaba demasiado preocupada por pagar las deudas, llegar a fin de mes y evitar la movilidad social descendente. Una combinación trágica para la relación entre la sociedad y la política.

La sociedad argentina salió de la pandemia con una ideología más fuertemente familiarista y anti-estatista. Durante la crisis sanitaria, mantener el hogar todos los días fue un problema que cada uno resolvió como pudo. El apoyo del Estado fue importante, pero muchos quedaron afuera. Parte de la solución fueron las familias, en especial por el rol decisivo de las mujeres. De hecho, las deudas que más crecieron durante la pandemia fueron aquellas contraídas con parientes y conocidos. A la hora de prestar, los afectos estuvieron más presentes que el Estado. Según la encuesta ENEC-CEPAL, el 46% de los hogares pidieron a familiares y amigos y el 11% usaron los créditos a tasa 0 lanzados por la AFIP durante la emergencia sanitaria (2). La misión de salvar al hogar fue dotando a las familias de una superioridad moral frente al Estado.

Las lecturas de “corrimiento a la derecha” del electorado dan por resuelta demasiado rápido la interpretación del proceso profundo que implica la experiencia de alta inflación en clave de ajuste, endeudamiento y desorden. Reducen el panorama a un horizonte más vacío, de expectativas disminuidas, donde sólo se hace presente una demanda, la lucha contra la inflación, para la que se reclama más y más vigor a medida que más incierto y negativo luce el futuro.

Pero el proceso es más profundo. La alta inflación y la pandemia pusieron en crisis la relación entre parte de la sociedad y la política. A más Estado, más distancia entre el gobierno y sus representados. “Frente a los problemas de la inflación dependemos de nuestro esfuerzo y sacrificio”. De este modo respondieron el 80% de los encuestados en una investigación que realizamos en abril de 2023. Un porcentaje similar expresó su conformidad con la frase. “Nos matamos trabajando y por la inflación no llegamos a fin de mes”. Solo el 20% de los consultados estuvieron de acuerdo con la idea de que “los políticos sufren la inflación igual que nosotros”.

Un gobierno nunca podrá estar a la altura de una sociedad que le demanda un ajuste equivalente al que esa misma sociedad hace cotidianamente. La inflación como proceso social alimenta una moral según la cual la gente se encuentra tendencialmente por arriba de la política, donde la primera se vuelve contra la segunda y sus símbolos más poderosos. La indiferencia social frente al intento de asesinato de Cristina Kirchner el año pasado fue un indicador dramático de esta distancia.

El dólar contra la política

Las demandas neoliberales que tras la crisis de 2001 se habían quedado casi sin audiencia volvieron con fuerza: la dolarización llega acompañada de propuestas de privatización de la educación, el sistema científico y la salud, en un marco en el que se celebra la iniciativa individual y se denuncia la crisis de los servicios públicos. El estado de ánimo de la sociedad respecto a la actuación del Estado, que ya había comenzado a cuestionarse antes de la pandemia, resulta muy favorable a los privatizadores libertarios. “Si no me vas a ayudar, al menos no me molestes”, tal el testimonio que recogió Pablo Semán en sus investigaciones. Las promesas de dolarización expresan estos sentimientos.

La convertibilidad implicó la construcción de una nueva moneda convertible que aseguró el retorno del orden social perdido con la hiper de 1989 y sus secuelas. La convertibilidad era también el sacrificio, como apuntó Alexandre Roig, de la moneda nacional (3). Sacrificar la moneda nacional para salvar a la patria, tal la fórmula del 1 a 1. Un sacrificio que no dejaba afuera al peronismo ni al radicalismo. Eran los tempranos 90, la denuncia moral contra la política estaba en pañales y todavía el poder podía organizarse a través de pactos y acuerdos entre las grandes figuras de los partidos nacionales.

Las monedas nunca son iguales a sí mismas. El peso, la moneda que surgió con la convertibilidad, es distinto al austral alfonsinista. Del mismo modo, ni el peso ni el dólar de hoy tienen los mismos significados de ayer. La dolarización mileista es tan inviable técnicamente como poderosa socialmente. Como señalamos, los economistas explican por qué dolarizar llevaría a la ruina económica a una enorme mayoría social, incluyendo a muchos de los votantes de Milei. Pero en sus cálculos sobre bases monetarias y devaluaciones comunican una aritmética que pareciera no sumar ni restar la economía moral del sacrificio que alimenta la rebeldía contra la política. El dólar invocado por Milei para reemplazar al peso es una moneda desprovista de la arbitrariedad del Estado argentino (y, fundamentalmente, de la élite política que lo controla), un Estado al que se percibe como culpable de desorganizar y empeorar la vida cotidiana de la gente por su incapacidad para darle estabilidad al peso y por alimentar el poder de la “casta” sobre la sociedad.

La promesa de la dolarización se ajusta a una sociedad que siente que ya hizo su sacrificio y ahora demanda uno nuevo: el de la moneda nacional y el de la clase política atada a ella. No importa si esta demanda significa pisar el acelerador que nos llevará a una insalvable tragedia colectiva.

Por Ariel Wilkis * Sociólogo, decano de la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (EIDAES). / El Diplo

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