Los años interesantes del “partido de la gobernabilidad”

Actualidad06/07/2023
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“En caso de incendio rompa el vidrio y saque un peronista.” La frase de Pablo Touzon describe la orfandad de la crisis y algo así como una tradición no escrita de la democracia que marcó dos puntos de inflexión: 1989 y 2001. Las dos crisis que Argentina sorteó a caballo de un liderazgo peronista capaz de hacerlo y de pagar por ello.

Como decían quienes invocaban la ayuda del Chapulín Colorado, ¿y ahora quién podrá ayudarnos? El pragmatismo peronista se podría homologar de un modo quizás excesivo no sólo con una natural astucia sino con su capacidad de servicio. Así, diríamos que el peronismo fue neoliberal con Menem, conservador popular con Duhalde y progresista con los Kirchner, es decir, fue lo que la sociedad necesitaba que fuera. ¿Qué necesita en estos tiempos críticos y decisivos la sociedad del peronismo?

Ocurre un problema: el peronismo gobierna. Y tiene en el centro un signo que cumple veinte años, el kirchnerismo. Aún con sus versiones, aún cuando sea más tentador llamarlo “cristinismo” por las condiciones y límites que ofrece el único comando de Cristina Fernández, el kirchnerismo persiste como identidad política, pero hace años que en términos prácticos se consagra al bloqueo y control del resto del peronismo, a la tarea absurda que en 2012 se autoproclamó (cuando un editorialista celebró en el lanzamiento de “Unidos y Organizados” el “control de calidad ideológica del peronismo”). De modo que parece más una identidad que refuerza lo propio y condiciona lo ajeno, encarnada en los vetos de Cristina y su capacidad de “electora” (eligió a Scioli, eligió a Alberto, ahora parece que se resignó a Massa), pero sin capacidad hegemónica, ni de gobierno. Así, ¿se abre la vacante de un nuevo tiempo?

El breve día en que Eduardo “Wado” de Pedro –camporista originario– fue candidato se esforzaron en su mismo entorno por proyectar que su virtud reside, paradójicamente, en al menos el gesto de despegarse de la ortodoxia kirchnerista. “No tiene ideas terraplanistas en economía”, repetía un técnico con acceso al efímero candidato. De modo que, aún en ese borrador, el cristinismo sabe que, de tener que ofrecer algo propio, deberá hacer el esfuerzo de que la oferta no se parezca a sí mismo.

Una serie de libros de sólida divulgación económica salieron a la luz este otoño. Uno de Matías Kulfas, otro de Diego Bossio. Ambos autores comparten condiciones: son ex funcionarios, economistas y “maldecidos” del cristinismo. Trasuntan caminos de disidencia y difunden ideas que rompen por dentro varios tabúes económicos progresistas, en una “tercera posición” entre los polos de la grieta. Así, en clave programática, ubican argumentos a futuro sobre el porvenir peronista donde “macroeconomía”, “campo” o “exportaciones” no son malas palabras.

En otro orden de cosas emergió en el peronismo –junto a sus resistentes representaciones gremiales– el campo de la economía popular. ¿Qué es, quiénes son? Pesan sobre ese sector los peores rigores de la prensa: son los intermediarios, los pobristas, los movimientos sociales que “curran” con los pobres. Se los nombra así. La figura de Juan Grabois como cara visible de ese “fenómeno” junto a Emilio Pérsico, Gringo Castro y demás históricamente cercanos al entonces obispo Jorge Bergoglio (cuya sensibilidad social como hombre fuerte de la Iglesia, de haber sido conocida, hubiera achicado la “sorpresa” de su Papado). ¿Y dónde ponía el ojo Bergoglio? Donde no estaba la política. Entre cartoneros, trabajadores esclavizados en talleres textiles, prostitutas, migrantes, víctimas del narco y la violencia. Mostraban la parte social que nadie podía contener. Estar donde la política no está. Ese mandato sigue haciendo futuro a contracorriente de un discurso dominante que se los quiere comer crudo.

Entonces, entre los llamados a la sensatez económica de peronistas críticos y una representación de los descartados de la economía informal, de los que inventan su trabajo, de los emprendedores, asoma algo que podría persistir sobre lo que ya hay en el peronismo (gobernaciones, municipios, la sólida CGT). Pero falta un signo de los tiempos. Un imán. Un liderazgo. Hay en ciernes un consenso anti progresista, anti casta, algo que el fenómeno libertario expresa (aun cuando en estos días esté de moda diagnosticar su caída), que también contiene anti peronismo, y al peronismo le falta reacción. A su modo, el peronismo también fue una cultura que intimó con la anti política. La histórica frase de Osvaldo Soriano que envolvió el corazón de Leonardo Favio (“yo nunca hice política, siempre fui peronista”) separaba la política de esa “sensibilidad silvestre” de las personas comunes y sus sentimientos. Nos habla de un pasado remoto. De una clase obrera más homogénea. De una mayoría social automática.

La Argentina de los segmentos 

En su autobiografía, Peronismo, pampa y peligro (1), Felipe Solá contó un detalle de Francisco de Narváez en los años en los que “El Colorado” la rompía en todos lados y le ganaba la elección nada menos que a Néstor Kirchner. En charlas animadas, el empresario que estrenaba traje de peronista bonaerense solía nombrar a los peronistas así: los “pelucas”. Lo decía y se reía. Había un problema de interpretación: donde hay una ele va una erre; se trata de “perucas” y no de “pelucas”. Había un problema de poder: nadie lo notaba –o, en todo caso, nadie prefería enmendar el error del jefe–. Es un problema de los poderosos: muchos no distinguen el límite de su propio humor porque los olfas siempre se les ríen. Finalmente alguien corrigió el error que repetía. “A los pelucas yo los compro”, decía quien creía que el peronismo se compraba en subastas. “‘Pe-ru-cas, Francisco, pe-ru-cas’, le aclaró un sindicalista en el oído”, según escribió Felipe Solá. En 2009, la sociedad bonaerense le aplicó un voto castigo al kirchnerismo con Francisco de Narváez como instrumento; en nombre de otra opción peronista. Pocos años después, esa estrella electoral estaba apagada.

El peronismo, en palabras de Juan Carlos Torre, había sobrevivido “a la ola de desafección partidaria” que sí “pulverizó al polo no peronista” en 2001 (2). Y si en 2009 el kirchnerismo recibió el castigo electoral en tierras bonaerenses y en manos de otro peronista conservador como De Narváez, en 2013 repitió derrota en manos de otro peronista, esta vez Sergio Massa, que sí había estado bajo las órdenes del Frente para la Victoria kirchnerista, ya sea como titular de la ANSES, como fugaz jefe de Gabinete de Cristina o como hábil intendente de Tigre. ¿La reconstrucción del sistema político, más allá de las siglas, persistía como si fuera un subsistema peronista? ¿La sociedad post 2001 usaba peronistas para castigar peronistas? Que hable la Ciencia Política. Pero en 2015 ya un frente nacional, una nueva “coalición republicana” con el Pro, la UCR y distintos partidos políticos reconstruyeron el “polo no peronista” que nombraba como pulverizado Torre. Fue la maduración de algo más profundo: el conflicto kirchnerista con el campo de 2008.

El peronismo, el partido mayoritario, el partido de los humildes y los trabajadores, proscripto, perseguido, entró a la democracia con el pie izquierdo: perdiendo en las urnas. Felipe Solá recuerda el día después de la derrota contra Alfonsín. Vamos a 1983. Lo dice así: “El día después de la elección salí a caminar por la calle mientras lloraba. Pensaba: no somos más ‘los dueños del pueblo’. No podemos decir en cualquier discusión con otro no peronista: ‘Sí, todo lo que quieras –que quiere decir te admito cualquier cosa–, pero el pueblo es peronista’. Era nuestra forma absolutamente arbitraria de cerrar una discusión. En 1983 yo tenía 33 años. Y ya había pasado quince años cerrando discusiones con la certeza y el argumento de que ‘detrás mío está el pueblo peronista, detrás tuyo, no’. Se había abusado de la supuesta existencia de esa condición, que era cierta diez años antes, pero la dictadura evidentemente había terminado con ella, había conseguido segmentar. Empezaba la Argentina de los segmentos.”

La mayoría popular automática no sería tan automática tras la dictadura y con el General bajo tierra.

La cita precisa el impacto. La mayoría popular automática no sería tan automática tras la dictadura y con el General bajo tierra. ¿Cómo se construye la mayoría? Ese peronismo que podía cantar siempre “somos la mitad más uno / somos el pueblo / el carnaval”, llegó a la democracia con la mayoría desafiada. La nueva democracia se la hacía difícil porque era el resultado de un experimento criminal que había alterado la estructura social. ¿Qué ganó en 1983? Una cierta idea de clase media como promesa. El rezo laico. Ciudadanía en vez de clase. El triunfo de Alfonsín muestra el claroscuro de esa recuperación democrática: todo lo que tenía de “derrota” y de “primavera” en simultáneo, las condiciones de una época que verá cada vez mayor fragmentación en la antigua y gloriosa “clase obrera”. La promesa de posguerra del 83: no hay revolución, ni patria peronista. ¿Fue un 17 de octubre de capas medias? ¿Los mocasines en la fuente? Y lo que quema Herminio Iglesias aquella noche exactamente es, ¿el cajón de quién? 

“Este pueblo no cambia de idea”

La anti política hace más de veinte años horadó con voto bronca, asambleas, cacerolazos y consignas los pies de barro de la clase política. En esos años una línea subrayaba entre “lo político” y “lo social”. La década del 90 había tenido como hegemónica una versión del peronismo que era l a primera que llegaba al poder desde 1983. El menemismo, la segunda identidad nacida en democracia.

Menem fundó una época anti estatista arrastrando consensos que ya germinaban en la sociedad. El gag de Antonio Gasalla y la parodia a la empleada pública mostraba el ecosistema al que llegaba Menem. En la fiesta oficial de diciembre de 1993 por los diez años de la democracia, con la convertibilidad en altura crucero y frente a la plana mayor del gobierno, Gasalla interpretó a “Noelia”, una directora de escuela que guionaba ese acto oficial como a un clásico acto escolar. Ahí, entre risas y aplausos, Noelia leía el discurso y numeraba ausencias. “Falta María Julia Alsogaray envuelta en cables de teléfono y un balde con agua del Riachuelo en cada mano, la Ferrari manejada por Carlitos Junior, Zulema vestida de odalisca”. Todo así. Los bombos de Tula de fondo. Las risas en primer plano. Menem tenía una dentadura blanquísima que hacía brillar en cada risa. Noelia puso un dedo en la llaga: “Y aquí falta Norma Pla, sentada en Corrientes y Bouchard”. Una referente de los jubilados que peleaba por “los pasivos” desde la Plaza Lavalle.

Menem se reía de sí mismo. De sus farsas, de sus divorcios, de sus excesos, de sus déficits, de las tragedias a las que empujaba. La fiesta también contenía humor anti político. Menem cumplía el trance de un orden a otro. La evolución de los años 80, de la primavera al invierno democrático: miedo a los tanques y a los remarcadores. Menem aplastó esos miedos con “estabilidad”. Un peso vale un dólar. El que gobierna la economía gobernará todo. No fue el padre de la democracia, fue su tutor.

Pero el fin de “la primavera democrática” arrastró el prestigio de la política partidaria. Nacía, así, “el palacio y la calle”. Lo político y lo social. Por eso Menem y Chacho Álvarez, los dos políticos brillantes de esa década, hacían castings de figuras que podían pasar a la política para recuperar el prestigio perdido. Menem buscaba en la revista Gente, Chacho en el diario Página/12. Carlos Reutemann, Palito Ortega o Daniel Scioli de un lado; Graciela Fernández Meijide, Aníbal Ibarra o Susana Rinaldi del otro.   

Eduardo Duhalde también estaba en esa fiesta del 93. Juntaba, a la sombra de Menem, veneno y rencor. Tramó su venganza (Menem jamás lo quiso de heredero) y en esa venganza elaboró una vuelta: la vuelta del malón estatal. Luchó contra el “neoliberalismo” por necesidad, por dentro, sin decirlo. Duhalde era un Menem devaluado, modesto, sin patillas, corto, pero de la vieja ortodoxia restauradora. Su tarea fue ingrata. Sacarnos del remedio que se hizo veneno de la convertibilidad. Por eso fue necesario y sin votos. Su valor fue constituir “el poder bonaerense”. Hizo el GOU del kirchnerismo. Duhalde arrastraba aquel museo del que se reían Menem y Gasalla: la directora de escuela parodiada adelantaba el sentido del orden que Duhalde pretendía reponer cuando se comenzaban a palpar los costos duros del “modelo”.

Duhalde en 2002 fue el gobierno de los políticos de maestranza, con punteros, policías bravas, manzaneras, el Plan Jefas y Jefes de Hogar. Venía a romper de un mazazo el orden de la década anterior. Era el subsuelo del Estado sublevado. Lo que Menem metió bajo la alfombra. Lo imprivatizable. Chiche Duhalde, la primera dama, era la Noelia de Gasalla, con la cuadrícula argentina ordenada en barrios, escuelas, centros de salud, comisarías y municipios. La comunidad que quedaba del país tras la transformación: el peronismo ya era el partido de los pobres, el partido del orden. El viejo partido de la igualdad devenido en partido de la gobernabilidad. Del peronismo proscripto al “sólo puede gobernar el peronismo”. El peronismo en cabeza de sindicalistas pero también de intendentes, referentes, “punteros”, movimientos sociales. Será como la frase de C. Wright Mills que recoge Daniel James: el eterno “administrador del descontento”.

El kirchnerismo, que lleva dos décadas, trajo un esplendor (ya perdido) exactamente de ahí. Para decirlo solemne: de las manzaneras a los “sujetos de derechos”. Incorporó movimientos sociales al Estado. Fue del Plan Jefas y Jefes a la Asignación Universal. Pero no rompió los límites duhaldistas. De patagónicos a bonaerenses. De pingüinos a partido de la Tercera Sección Electoral. Una nueva civilización peronista construida en el cementerio duhaldista.

El peronismo siempre es una versión del peronismo. Así fueron los casos exitosos en que se combinó tradición y novedad, estructura con signo de los tiempos. El menemismo fue una identidad política corta (nadie se reivindica menemista), pero construyó la sociedad de mercado. A su modo, fue la versión más profunda. Dirá Alejandro Galliano, “nos hicieron neoliberales y ahora no saben cómo gobernarnos”. El duhaldismo nunca encarnó en la sociedad, fue una identidad del palacio barroso, la vuelta del Malón estatal. El kirchnerismo fue más parejo: contribuyó a una nueva identidad política y a la resurrección del peronismo, pero no se explica sin el 2001. Interpretó una versión progresista de la crisis y tuvo en Néstor Kirchner su versión más innovadora: Frávega y derechos humanos. Orden y progresismo.

A estos tiempos interesantes les falta una nueva versión. Una reconstrucción que sea capaz de rediseñar el mapa. Parafraseando a Florencia Angilletta, el proyecto democrático hizo a las personas más dueñas de sí mismas que de las cosas. La crisis recurrente, la pobreza sólida, el desarrollo desigual y la falta de una moneda de valor componen la canción de estos cuarenta años de democracia: la transición no terminó.

Por Martín Rodríguez * Le Monde Diplomatique

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