Fingir demencia

Actualidad 23 de mayo de 2023
rey

La Argentina ingresó al Fondo Monetario Internacional (FMI) en septiembre de 1956, un año después del golpe de Estado que derrocó al Presidente Juan Domingo Perón. El primer préstamo, un acuerdo stand-by por 75 millones de dólares, llegaría dos años después, durante la presidencia de Arturo Frondizi. Tendría como objetivo, vaya sorpresa, propiciar “una reforma del sistema de cambios” para “terminar con la inflación”.

Los resultados no fueron los esperados, lo que generó la necesidad de otras tomas de deuda que tampoco conocerían el éxito anunciado y que, a su vez, serían reemplazadas por nuevos acuerdos, más onerosos, pero igual de inútiles.

Como ocurre en El traje nuevo del Emperador, el cuento de Hans Christian Andersen en el que nadie se atreve a advertirle al rey que está desnudo, los diferentes gobiernos –democráticos o dictatoriales– fueron renegociando los acuerdos con el FMI pese a saber que eran impagables, además de contrarios a los virtuosos objetivos anunciados. Fingir demencia y repetir las letanías de la incomprensible lengua franca de los economistas serios fue una especie de acuerdo tácito entre gobernantes.

En enero del 2000, un mes después de asumir, Fernando de la Rúa anunció un nuevo acuerdo stand-by con el FMI por 7.400 millones de dólares. “Es una muestra de la solidez del programa económico de la Argentina, sin que esto signifique ninguna condicionalidad por parte del FMI”, aseguró con candor el por aquel entonces Vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez. En una pirueta a la lógica, requerir la ayuda financiera del FMI demostraría la solidez de nuestra economía.

En diciembre de ese mismo año, de la Rúa anunciaría el Blindaje, un nuevo endeudamiento con el FMI, otros organismos financieros y el Estado español, por unos 40.000 millones de dólares. Luego de vanagloriarse por endeudarnos de nuevo, el Presidente radical afirmó con entusiasmo: “¡Qué lindo es dar buenas noticias!” Entre las exigencias del organismo que no imponía condicionalidades se encontraba la reforma previsional, que contemplaba la eliminación de la Prestación Básica Universal y la elevación de la edad jubilatoria de las mujeres, la reestructuración de la ANSES y el recorte en el PAMI.

Luego vendría el Megacanje, que pretendía aliviar los pagos de corto plazo de la deuda externa, reemplazando la deuda por una nueva con plazos e intereses mayores. El canje resultó una estafa financiera colosal a favor de los bancos que intervinieron en la operación: según el peritaje de la causa judicial que generó el Megacanje, el país sufrió un perjuicio valuado en 55.000 millones de dólares.

Stanley Fischer, el entonces número dos del FMI, exigió que las reformas impuestas por ese organismo que no impone reformas fueran ratificadas por el Congreso de la Nación para “restaurar la confianza del mercado, volver a un crecimiento alto y proteger la Convertibilidad”. 

Pese a las contorsiones de un gobierno que alguna vez se percibió progresista y a las recomendaciones de Fischer, en diciembre de 2001 el Presidente huyó junto a su gabinete (cuyas principales figuras hoy descuellan en Juntos por el Cambio), dejando al país en llamas, con un tendal de muertos y una queja amarga: “Me dejaron solo en la pelea contra el Fondo Monetario Internacional, que era la expresión del peor capitalismo retrógrado.”

Nuestra realidad es trepidante

Fue Néstor Kirchner quien terminó con el ciclo tóxico de acuerdos con el FMI, cancelando la deuda con el organismo en diciembre del 2005, luego de que el Presidente Lula da Silva hiciera lo mismo en Brasil. Terminaba así con las condicionalidades políticas que acompañan toda toma de deuda con esa “expresión del peor capitalismo retrógrado”.

En 2018, luego de endeudarnos durante dos años, el entonces Presidente Mauricio Macri firmó un acuerdo urgente con el FMI, el mayor de la historia del organismo, para evitar el default. Se trató en realidad del mayor aporte de campaña de la historia mundial que, si bien no logró la reelección de Macri, sí consiguió imponer un nuevo cepo a la soberanía política del país. El acuerdo, de 50.000 millones de dólares –luego ampliado a 57.000 millones–, buscó en teoría “restaurar la confianza de los mercados, proteger a las personas más vulnerables, fortalecer la credibilidad del marco de metas de inflación del Banco Central y, progresivamente, disminuir las presiones en la balanza de pagos”. No consiguió ninguno de esos objetivos. Ya en 2019, el propio gobierno de Cambiemos llamó a renegociar las condiciones del préstamo, imposibles de cumplir tal como habían sido acordadas.

El camino divergente

Luego del triunfo del Frente de Todos en octubre de ese mismo año, al apenas asumir, el Presidente Alberto Fernández afirmó: “He instruido que se haga una querella criminal para saber quiénes fueron responsables de la mayor malversación de caudales que nuestra memoria recuerda”.

Sin embargo, la renegociación de la deuda llevada a cabo por el entonces ministro de Economía Martín Guzmán tuvo más que ver con una respetuosa discusión entre tecnócratas que con la resolución de una discrepancia política surgida a partir de un hecho considerado delictivo. Como ocurrió cada vez que la Argentina recurrió al FMI, las autoridades nos explicaron que el organismo “cambió y ya no es el mismo de antes”. Una descripción tan malsana como errada.

Al enviar al Congreso Nacional los términos de la renegociación del acuerdo para que fuese ratificado por los representantes de todas las fuerzas políticas –retomando así las exigencias que Stanley Fischer manifestó veinte años atrás–, Guzmán le dio la legitimidad que el acuerdo firmado en soledad por Macri no tenía.

El jueves pasado, durante la entrevista que dio en el programa Duro de Domar, la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner volvió a destacar los plazos que plantea ese acuerdo e hizo un nuevo llamamiento: “El año que viene, la Argentina tiene vencimientos por 25.000 millones de dólares (...). Es necesario un acuerdo sobre cómo desatamos el nudo gordiano entre todos los partidos políticos que tengan expectativa de gobierno o representación parlamentaria”.

Como la historia nos lo demuestra, el FMI no es un banco que busca recuperar los préstamos que otorga. Su negocio –más allá de quién sea su titular o cara visible– es hacer que esas acreencias sean eternas, porque eso le permite condicionar el desarrollo de las economías emergentes. Desde algo tan doméstico como cuánto vamos a destinar para los remedios de un jubilado o cuanto pueda pagar el gas una familia en el Gran Buenos Aires, hasta en qué desarrollo tecnológico u obra de infraestructura estratégica debemos invertir y a quién debemos comprársela.

Salvo por la claridad e insistencia de Cristina, Máximo Kirchner y algunos otros pocos dirigentes, el gobierno del Frente de Todos puede seguir fingiendo demencia frente a un acuerdo que no sólo es impagable, sino que además nos impulsa –por su imposible resolución– a la miseria planificada; o puede elegir el camino divergente de los gobiernos kirchneristas: afirmar sin tapujos que el rey está desnudo y empezar a construir a partir de ahí.

Por Sebastián Fernández * El Cohete

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