La dolarización es un camino a los patacones

Actualidad 30 de abril de 2023
PATACONES-BONOS

La dolarización de la economía argentina podría parecer un debate puramente coyuntural, un éxito en la determinación de la agenda pública de un personaje que en un país normal no podría ser otra cosa que un marginal, como es el caso del nuevo emergente de la ultraderecha construido sobre miles de horas en los medios de comunicación, el candidato libertario Javier Milei. Es el problema de la creación de “frankensteins”: pueden cobrar vida y resultan difíciles de controlar. Sin embargo, no es sólo por la imaginación de las (ya no tan) nuevas figuras esperpénticas de la política que la dolarización vuelve a estar en la agenda pública. No es una ocurrencia nueva, sino un nuevo capítulo del rulo eterno en el que parece haber caído la historia económica argentina, con problemáticas que reaparecen una y otra vez y a las que se intenta combatir, también una y otra vez, con fórmulas que ya fracasaron en el pasado.

El antecedente: la convertibilidad
Aunque a los más mayorcitos les parezca que la convertibilidad ocurrió ayer nomás, quienes tienen menos de 40 años difícilmente recuerden el devenir cotidiano de la década del 90. La memoria del adulto promedio alcanza con nitidez quizá a la crisis de 2001-2002. Desde el establecimiento de la convertibilidad, sancionada como ley en marzo de 1991, pasaron ya 32 años. Como sucede con otros períodos históricos, se recuerdan socialmente sólo las porciones elegidas a gusto del consumidor. Se recuerda, por ejemplo, que luego de dos períodos hiperinflacionarios, la fijación del tipo de cambio, el 1 a 1 que surgió de la conversión 10.000 australes = 1 peso convertible = 1 dólar, funcionó como un “programa de estabilización de shock” medianamente exitoso. Las clases medias probablemente añoren aquellos tiempos dorados en que los dólares baratos les permitieron viajar por el mundo.

Al mismo tiempo, se suelen olvidar las consecuencias negativas y el largo período de agotamiento de la etapa, una recesión iniciada en 1998 que duró hasta la crisis final de 2001-2002, con elevado desempleo, destrucción del entramado productivo, alto endeudamiento, cesación de pagos y lo que por entonces era un fenómeno nuevo: la extendida exclusión social que dio origen, entre otros fenómenos, a los actuales movimientos sociales. Sobre el final de la convertibilidad, la preocupación de los trabajadores ya no era por el nivel de salarios y las condiciones laborales, sino por no quedar fuera del sistema.

Recordar hoy la convertibilidad resulta fundamental: la fijación por ley del tipo de cambio, haciendo que un peso valga legalmente un dólar, con la obligación de respaldar la emisión de cada peso con divisas, perseguía los mismos fines que hoy persigue la dolarización y, para completar los paralelismos, bajo un clima social también muy similar, con el hartazgo por la persistencia de la alta inflación. En 1991 y luego de dos hiperinflaciones, la sociedad estaba dispuesta a sacrificar cualquier cosa por un poco de estabilidad. Hay ecos hoy de aquella “doctrina de shock” que facilitó la aplicación del programa.

Seguramente sobre la base de la experiencia de la convertibilidad, cuyo imaginario todavía persiste, fue que en las últimas semanas lo primero que hicieron muchos economistas y contadores a la hora de analizar la dolarización fue identificar los dólares actualmente disponibles en las reservas internacionales y dividir estos montos por distintos agregados monetarios. Las cuentas se hicieron alternando diferentes niveles de reservas, reales y potenciales (según se consigan o no más divisas) y con diversos alcances de los agregados monetarios, lo que llevó a establecer distintos niveles de tipos de cambio posibles para la conversión.

El cálculo es simple: si disponemos de tantos dólares y la cantidad de dinero que necesita la economía para funcionar son tantos pesos, el precio del dólar será el resultado de la división de una cantidad por otra. El paso siguiente fue más estrambótico. Se dividieron los salarios nominales actuales por el supuesto nuevo nivel del tipo de cambio y se dijo que, frente a una hipotética dolarización, los salarios en dólares caerían tanto por ciento. Como las caídas resultantes eran estratosféricas (¡hasta el 98%!), la conclusión lógica fue que una dolarización es imposible por el nivel de devaluación que demandaría.

Si bien todo el razonamiento descripto tiene su lógica interna, peca de lo que en buenos términos podría denominarse “monetarismo burdo”. Se trata de razonamientos meramente cuantitativos que parecen no tener en cuenta la naturaleza del dinero –una relación social bastante compleja– y su proceso de creación. Y, sobre todo, no advierten que el verdadero problema de una dolarización no está en su punto de partida, sino en su devenir. Es este aspecto, el devenir de una dolarización, el que vale la pena considerar a la luz del ejemplo histórico de la convertibilidad, que permite entender lo que implica intentar fijar el tipo de cambio, sea por ley o reemplazando directamente el instrumento que funge como moneda.

La dolarización autolimita las capacidades de la política económica, especialmente la política monetaria.

El problema, entonces, no es cuantitativo, sino cualitativo. Lo primero que tiene que recordarse es que el dinero no funciona como en tiempos del patrón oro, ni es “una mercancía de equivalencia universal” como enseñaba Karl Marx. El dinero es una simple promesa de pago que en tiempos modernos resulta también, aunque no solamente, “una criatura del Estado”. La promesa de pago puede transformarse en un instrumento de curso legal, la moneda, aceptado para el cobro de impuestos, lo que garantiza su demanda. Así, lo que el antiguo “señor” emitía como moneda en su feudo y respaldaba tanto en metálico como con su poder pasó a ser patrimonio del Estado. El “señoreaje”, ser dueño de los 1.000 pesos del billete de 1.000 pesos que se pone en circulación, pertenece al Estado. La promesa de pago sigue garantizada por un poder superior. Pero no se trata sólo de poder, sino también de credibilidad en la solvencia del instrumento, que no es otra cosa que la solvencia del erario.

Además, está el proceso completo de creación de dinero. No mucha gente lo sabe, quizá hasta no lo sepan muchos economistas, pero la creación de dinero no se limita solamente a la producción de los billetes que se imprimen para la circulación, esos que surgen de la mítica “maquinita”. El grueso del dinero de una economía es dinero crediticio, dinero bancario. Cuando, por ejemplo, un banco otorga un crédito está creando dinero que antes no existía y del que sólo debe tener “un encaje” (un porcentaje mínimo) en el Banco Central. No es, como comúnmente se cree, que el banco presta el dinero de la captación de depósitos. Esto es así desde que los bancos descubrieron que los depositantes no retiran todos sus depósitos al mismo tiempo, algo que ocurrió incluso bastante antes de que existiera el respaldo de una banca central como prestamista de última instancia.

Lo mismo ocurre cuando se paga con tarjeta de crédito. El pago con la tarjeta es una “promesa de pago” que se está creando en ese mismo momento y que muy probablemente será saldada tiempo después, total o parcialmente, mediante una nueva promesa de pago, con un movimiento electrónico entre cuentas. El grueso del dinero, entonces, es creado por el sistema financiero, y una porción considerable sólo se mueve dentro de él. Por eso se dice que la cantidad de dinero es “endógena” y dependiente del nivel de actividad, en tanto a mayor actividad, mayor crédito, y viceversa.

Pero el objetivo de estas líneas no es profundizar sobre teoría monetaria, sino entender que, en un contexto de dolarización, el grueso de los dólares que habrá en el sistema no serán dólares físicos, billetes con la cara de los próceres estadounidenses, sino “argendólares”, dinero bancario creado por bancos argentinos. ¿Por qué sirve la experiencia de la convertibilidad? Porque en la historia argentina ya se ensayó decir que los depósitos en pesos están respaldados por dólares o incluso que son dólares. Esto último ocurrió cuando a fines de 2001 el sistema financiero ya había entrado en crisis. Luego de la decisión del gobierno de asegurar que los pesos depositados estaban respaldados por dólares, muchos ahorristas se abalanzaron a los bancos a retirar “sus dólares”, lo que llevó al “corralito”, la imposibilidad de retirar los depósitos más allá de un determinado monto diario. Fueron muy pocos quienes alcanzaron a retirar “dólares billete”. Por entonces cayeron todos los mitos, por ejemplo, el que decía que los depósitos en las sucursales locales de los bancos internacionales estaban respaldados por sus casas matrices.

Lo que se quiere decir es que para dolarizar la economía no hace falta tener todos los dólares físicos, porque la mayoría de los dólares serían “argendólares”. En consecuencia, avanzar hacia una dolarización sería una operación compleja, pero no imposible. El problema no sería dolarizar, sino el día después.

Las consecuencias

Supóngase que, para dolarizar, se determina un tipo de cambio de consenso después de una devaluación, y que todos los precios de la economía pasan a estar en dólares según la cotización de partida. Fue exactamente lo que sucedió a comienzos de la convertibilidad, sólo que el nombre del instrumento no fue el dólar, sino el “peso convertible”. La inercia inflacionaria seguramente se frenará, como ocurrió entonces, pero no terminará. La dolarización no significará el fin de la puja distributiva. Lo que sucederá es que comenzará a haber “inflación en dólares”. Esto hará que, después de cierto tiempo, los precios locales comenzarán a ser caros medidos en divisas. Es decir, se generará el equivalente a una apreciación cambiaria. Ello significará dos cosas: que el costo de las exportaciones locales será más alto y el de las importaciones más bajo. El proceso resultará una calamidad para la estructura productiva, pero también permitirá mantener felices a los sectores medios que conserven ingresos, que seguramente volverán a viajar por el mundo.

Lo que se describe no es una simple especulación. De nuevo: ya sucedió en la década del 90. Mantener apreciado el tipo de cambio no es magia, no es el resultado de una “manganeta monetaria”, de una genialidad instrumental. Para mantener sobrevaluado el tipo de cambio hacen falta dólares. Durante la convertibilidad, los dólares llegaron primero con las privatizaciones, es decir, con la enajenación del patrimonio público acumulado por generaciones, y luego con endeudamiento externo mientras fue posible, es decir, hasta que la deuda se volvió impagable, punto en el que la convertibilidad estalló llevándose puesto al gobierno que intentó sostenerla contra viento y marea.

Ahora bien, supongamos que volver a generar un esquema de desincentivo a las exportaciones con valor agregado e incentivo a las importaciones de todo tipo no le importa a nadie. La pregunta que queda es de dónde saldrían esta vez, en la nueva economía dolarizada, las divisas para mantener los precios internos altos en dólares, el equivalente al dólar barato. A diferencia de comienzos de los 90, el margen para privatizar es escaso y el endeudamiento externo está prácticamente cerrado. Hoy es incluso al revés: se necesitan dólares para pagar el megaendeudamiento.

Quizá el lector esté adivinando la nueva fuente de dólares. Efectivamente, el nuevo modelo podría asentarse exclusivamente en la explotación de los recursos naturales. Finalmente, este es el statu quo que en la división internacional del trabajo se le asigna a Argentina: ser un proveedor de recursos naturales sin mayor transformación. Los vientos internacionales son favorables para seguir este camino. El mundo avanza hacia una transición energética que, con prescindencia de su velocidad, sucederá. Los recursos en los que Argentina puede aumentar las exportaciones son, entre otros y además del sector agropecuario, los hidrocarburos (hasta que la transición se complete), el cobre y el litio. Salvo que las cosas salgan demasiado mal, las inversiones para estos desarrollos llegarán. De hecho, el proceso ya comenzó. El próximo año el gasoducto Néstor Kirchner permitirá, para empezar, terminar con las importaciones energéticas y posiblemente comenzar también a exportar.

El futuro ingreso de dólares por exportaciones de recursos naturales podría permitir mantener una dolarización “con dólar barato” y sostener los pagos a los acreedores del exterior. A su vez, el dólar barato es una de las claves para mantener la armonía social, especialmente de las clases medias, cuyas demandas los gobiernos tienden a buscar satisfacer.

Para una parte de la gran burguesía local, la dolarización siempre fue un sueño. La idea apareció por primera vez en el ocaso de la convertibilidad. El debate de entonces era entre devaluadores y dolarizadores. Los primeros tenían conciencia del agotamiento del régimen convertible, los segundos entendían que dolarizar era una suerte de “convertibilidad plus”, un punto de no retorno. Entre los militantes de la dolarización estaban “las privatizadas”, empresas deseosas de poder mantener el valor nominal en divisas de las tarifas de los servicios públicos.

El poder económico siempre tiende a ser anti-Estado, aunque muchas veces haga negocios con el sector público. Es anti-Estado en términos de política, de intervención, porque es el Estado quien le cobra impuestos y lo regula, es su antagonista. Por eso su filosofía siempre fue menos Estado. Para los sectores dominantes, por ejemplo, haber regresado al FMI no fue una mala noticia, sino una buena, en tanto consideran que sus condicionamientos son una garantía de seguimiento de políticas ortodoxas. Debe recordarse que los años 90 facilitaron transformaciones irreversibles en la economía, transformaciones que no fueron sólo locales sino globales, como la profundización de la transnacionalización del capital.

Hoy el grueso de las principales empresas que conducen el día a día de la economía local son firmas multinacionales, lo que por supuesto influye en las preferencias de política. No se trata sólo de girar divisas, sino de la libre movilidad de capitales y de mercancías y de ponerles límites a las políticas monetaria y fiscal.

El rol del Estado

Desde la perspectiva del Estado, las cosas se ven de otra manera. Además de la pérdida del “señoreaje”, la dolarización impide devaluar. Ello significa que, frente a shocks externos, por ejemplo, la única manera de ajustar es bajando precios nominales. Aquí también debe recordarse el recorte del 13% de salarios públicos y jubilaciones del final de la gestión de la Alianza, con Domingo Cavallo en el Ministerio de Economía y Patricia Bullrich en el Ministerio de Trabajo. También los “planes de competitividad”, que básicamente eran devaluaciones sectoriales por la vía fiscal, son otra consecuencia de la imposibilidad de devaluar.

La dolarización también anula la posibilidad de implementar políticas monetarias expansivas. Bajo una dolarización no se podrá expandir la cantidad de moneda a voluntad, por ejemplo, para superar recesiones, algo que también pasó en tiempos de la convertibilidad. Contra lo que suelen difundir los medios de comunicación hegemónicos, el mayor peso de los gastos corrientes del sector público no son los salarios de la “casta política”, sino fundamentalmente los sueldos del personal sanitario, educativo, administrativo, de las fuerzas de seguridad y de la seguridad social.

En los 90, cuando luego de años de recesión las provincias primero y la Nación después se quedaron sin la posibilidad de acceder a más “pesos convertibles”, comenzaron a emitir distintas “cuasi monedas”. La más recordada, pero no la única, fue la de la provincia de Buenos Aires, el patacón, que devengaba un interés y servía para pagar impuestos, lo que aseguró su circulación. En otras palabras, no se puede forzar lo imposible: si frente a situaciones de escasez los Estados necesitan crear promesas de pago, las crearán. Bajo un régimen de dolarización, la “pataconización” será una de las consecuencias posibles. No es especulación, ya sucedió.

Recapitulando, la dolarización es un instrumento que autolimita las capacidades de la política económica, especialmente la política monetaria. Es una herramienta que, en efecto, podría aportar a una estabilización de precios en el corto plazo, pero sólo en el corto plazo. En el mediano y el largo plazo tendría efectos desastrosos sobre las posibilidades de desarrollo de la estructura productiva.

Pero no es imposible que suceda, ya que no es verdad que se requieran dólares físicos para cubrir la totalidad de los agregados monetarios. El resultado probablemente sería un esquema híbrido, que combinaría dólares y argendólares, altamente inestable para operar frente a los shocks externos y las recesiones, lo que abriría la puerta a la creación de cuasi monedas provinciales: el camino a los patacones. En el medio, se generaría una economía cara en dólares que, si bien aportaría por algunos años a la armonía social y en consecuencia a la estabilidad política, se sostendría en consumir el aporte de dólares “por única vez” que surgiría del potencial boom de los recursos naturales, es decir, los dólares que podrían ser usados para subirse al tren del desarrollo.

Por Claudio Scaletta / Economista * Le Monde Diplomatique

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