La política no existe, son los padres

Actualidad 16 de abril de 2023
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Lector de mis cacareos tardíos, acompañante más que digno de mis dudas espinosas y achaparradas, tábano insaciable de mis hipersensibilidades no resueltas, impasible aunque no imparcial vigía de mis esperpentos lingüísticos, testigo cuasirrisueño de mis desvelos extrajurídicos, interlócuto de mis cuestiones filosóficas, autopercibido agricultor de mi confuso sembradío, es a usted, a usted y también a usted a quien esto le escribo.

Primero, he de pedirle disculpas por semejante “párrafo anterior”, pero es que necesitaba, cual Umberto Eco en esa interminable descripción de la puerta en El nombre de la rosa, poner a prueba su resistencia. Segundo, Francia. Tercero, ya que en este camino andamos, no puedo menos que hacerle cómplice silenciose de este extraño camino que, al tiempo que lo recorro, me espanta una y otra vez. Y otra vez. 

Me refiero a que, como ciudadano, que lo soy y con mucho gusto, intento que al menos uno de mis cinco sentidos en actividad detecte algo a lo que podamos llamar “política” y, en vuelo triunfal, se lo comunique a los otros cuatro, de manera de terminar generando un quinteto irreverente que se haga cargo de mi atribulada neurona.

En castellano: no sé qué vendría a ser la política, hoy en día.

Porque yo me había leído esa definición de “el arte de lo posible”, y también entendía que era “un conjunto de decisiones que se tomaban para mejorar la vida de una sociedad”. Que acuerdos y desacuerdos al respecto venían de diferentes puntos de vista, perspectivas, ideologías y proyectos que se acoplaban, sintetizaban, o finalmente de alguna manera se resolvía qué hacer, aunque fuera por penales o tirando una moneda si no había más remedio.

Pero esta semana pasaron cosas.

Mientras me debatía entre la disyuntiva cruel de cambiar el auto o comprar cien gramos de jamón crudo; mientras mi celular bullía de voces seductoras de todo tipo de géneros autopercibidos que me prometían un nuevo Edén si cambiaba mi modelo de móvil por uno más frágil, más difícil de manejar y más caro; mientras un banco del que no soy cliente me reclamaba una deuda que tampoco era mía pero me ofrecía un 15 por ciento de descuento en los intereses si me hacía cargo sin preguntar nada; mientras mi vecina le reclamaba al verdulero si la manzana que le había vendido era la de Adán (aunque el precio era un infierno), mientras todo eso y mucho más ocurría a mi alrededor, dos sedicentes grandes líderes, dos hacedores del devenir cercano, dos titanes en el ringtone de la alarma nacional, se distanciaban entre sí a pasos avejentados mientras se acusaban (mutuamente) de errores cometidos y a cometerse.

Y fuera de ellos dos, nadie entendía a qué venía esa diferencia, ese abismo profundo que al parecer pone en riesgo el plan común que los hubiere unido: la lenta y metódica cocción de nuestro territorio nacional y su posterior engullimiento de la riqueza nacional, con nosotros incluidos a la manera de escarbadientes.

Personalmente, me parece increíble que semejante proyecto consiga más votos que los de los propios comensales. Pero ellos, y no solamente ellos, dan por sentado que podrán convencer a gran parte de nuestra ciudadanía de “las ventajas de ser comido”, tal como hace años intentaron convencernos de que lo mejor es no desayunar, vivir en lugares incómodos, no irse de vacaciones y seguir pagando por los sueños de otros.

No lo consiguieron, pero ellos nunca se rinden. Quizás ahora piensen que, si se dividen, el país entero se dispondrá a jugar desenfrenadamente el “juego de las siete diferencias”, y para cuando encuentre que no había ninguna, ya será tarde.

Mientras tanto, un spot de campaña de un pueblo del interior nos muestra a su candidato a intendente alertando que “si lo eligen”, todo el pueblo va a poder “defecar” (digámoslo así por cuestiones de buen gusto) y no solo las autoridades. Extraña propuesta. Aunque la súper respetamos, nos preocupa que, a esta altura del juego democrático, la alternativa esté más del lado proctológico que del económico, filosófico, etc. Pero es la realidad.

Hay mucho más camino para andar y desandar, pero se me hace que, para esta nota, el cupo de confusión ya está cubierto.

Por Marcelo Rudaeff * P12

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