Insatisfacción política, el combustible de la derecha

Actualidad 10 de abril de 2023
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Si atendemos a la macroeconomía, los indicadores, cifras, gráficos y porcentajes reflejan que no estamos peor que hace cinco años atrás. Sin embargo, el carrito del supermercado, el hambre y el estado anímico –marcadores de carne y hueso– expresan angustia o enojo de una gran franja social que se siente peor que un tiempo atrás. Los números hablan de la realidad económica, pero el hambre y la angustia cotidiana son afecciones del sujeto que no lo engañan y lo llevan a actuar en consecuencia. 

El enojo social que comenzó con la foto de la fiesta en medio de la pandemia fue en aumento hasta llegar a la dramática actualidad. Hoy se constata que la riqueza no se desconcentró, que hay un 40% de pobres y que el joven estrella ministro de Economía, especializado en deudas externas con un posgrado yankee, resultó ser un fiasco irresponsable que abandonó el barco y se fue dando un portazo. 

A los que salen a trabajar todos los días y no llegan a fin de mes, no les importa el triste relato del presidente Alberto Fernández, que justifica el drama social con la pandemia, la deuda, la guerra y la sequía. Lo cierto es que la crisis produjo un estado de gran vulnerabilidad con efectos devastadores en lo social, y que muchas personas sienten una profunda indignación que ni el Estado ni la política logran mitigar.

Amplios sectores sociales sintieron estafada su creencia en la democracia y/o en la política, insatisfacción que la derecha supo capitalizar a diferencia del campo popular. Por ejemplo, según algunas encuestas de intención de voto, Milei está tercero con el 20% y gran parte de sus posibles votantes se componen de gente enojada o insatisfecha que, en su desesperación, quiere volcarse hacia la promesa de “algo distinto”. 

Al interior del FdT se percibe alta decepción o desilusión con Alberto Fernández, un candidato que cuando asumió la Presidencia afirmó que primero estarían los que menos tenían y que no se iba a pagar al FMI a costa del hambre del pueblo; nada de eso sucedió. Era una época de fuerte creencia en un presidente que gozaba de gran apoyo social, respaldo que fue diluyéndose día tras día. 

Alberto Fernández no encontró la sintonía para gobernar, no llegó a comprender que no era el presidente de un partido sino de un frente, lo que implica tener que sintetizar las voces diferenciales que se expresan al interior de la construcción. Sin institucionalizar las partes ni organizar una mesa de conducción del FdT, el presidente se fue aislando de sus votantes al tiempo que perdía credibilidad social. 

Ante este panorama, ¿por qué la gente va a confiar en la política o en la democracia si producen insatisfacción, tristeza o escepticismo, en lugar de funcionar como la herramienta que tienen los pueblos para conseguir o custodiar el cumplimiento de derechos?

A cuarenta años de la recuperación de la democracia, un amplio sector social no comió, se curó o educó –como agitaba Alfonsín en 1983– sino que, por el contrario, fue engrosando la cantidad de pobres hasta alcanzar el percentil 40. Si los organizadores sociales como el trabajo, el ahorro, etc., se desnaturalizan, la educación y salud pública se desfinancian y los lazos solidarios se desintegran, la depresión se torna generalizada y la batalla se dirime en el reclutamiento del sufrimiento y la salida del hartazgo social.

La derecha logró sensibilizar y orientar mucho mejor que la izquierda la insatisfacción social. La táctica que utiliza históricamente es conocida, sin que por eso pierda eficacia: recorta un enemigo –hoy la política y los políticos– al que se debe odiar porque nos roba, nos usa y es el culpable de todos los males de la patria. El poder actúa como un bloque político- mediático-judicial administrando y manipulando la angustia, agitando el miedo y operando sobre la inseguridad. Toda esa artillería dio como resultado una subjetividad que odia a los políticos o es indiferente a la política, ecuación que probablemente provocará un alto voto para la derecha y un saldo lamentable de abstencionismo, cuyo fundamento será más afectivo que racional y más catártico que útil. Se trata de satisfacer la venganza, aunque esa cruzada represente el perjuicio propio para las grandes mayorías.

La gobernabilidad está cuestionada y nos encontramos en un peor escenario que en el 2019, cuando Cristina anunció la fórmula presidencial, por el peso del desencanto en la construcción frentista. En estos cuatro años el FdT no tuvo capacidad de reacción y sólo atinó a desangrarse en una interna que nunca se resolvió. La única voz que propuso repensar la democracia está proscripta, sin encontrar un eco activo y conducente ni siquiera entre los propios, que están aplastados o desorientados. Tal vez las PASO traigan alguna calma y ordenen los espejismos narcisistas que impiden ver más allá del propio ego. 

El escenario electoral va perfilando tres coaliciones, pero solo dos alternativas: más democracia, mejor reparto y más Estado, o menos democracia, más concentración económica y achicamiento del Estado, lo que necesariamente acarreará persecución y represión.  

La experiencia frentista fracasó y ese traspié va a jugar en contra en la campaña que se avecina. Es necesario ensayar un camino diferente al anterior, se impone la redacción consensuada de un programa político fundado en el interés nacional, capaz de frenar el avasallamiento de intereses antidemocráticos y colonialistas extranjeros en connivencia con la derecha local.

Debemos pivotear entre dos posiciones simultáneas: por un lado, ser realistas e incluir la gravedad de la situación, lo que supone la posibilidad de votar el mal menor para conservar la democracia, pero, al mismo tiempo, sostener la obligación ética de ser optimistas y militar a Cristina para que se levante la proscripción y pueda ser la candidata.

Todavía queda algo de tiempo para organizar la campaña que se juega en el terreno de la insatisfacción. La fuerza que logre recuperar la confianza y la esperanza de un amplio sector social que cayó en el escepticismo seguramente ganará el próximo gobierno.

Por Nora Merlin

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