Reflexiones de la vida diaria: "Crónica de una tarde en un pelotero con 40 niños"

Actualidad 24 de octubre de 2023
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La vida te pone a prueba sorpresa a cada momento. Recientemente fue el cumpleaños de una sobrinita, 9 añitos, y fui forzado a participar de un hecho del que nadie debería participar: el cumple en un pelotero. 

“Es una fiesta chiquita, son 40 nada más”. ¡40 niños! “Nada más” me dijo mi hermana, que se ve que está acostumbrada a cumpleaños en el Maracaná. 

Pero admito que es una experiencia. Desde que llegás. Tocás el timbre del boliche y te abre una chica muy simpática que luego de verificar que estás en la lista de invitados te zampa un: "Dejá el regalo ahí". Y vos lo dejás en una pila de regalos. 

Que me pareció bien y mal. Mal porque lo lindo es dar el regalo y ver la cara de la agasajada. Bien, porque se evita que 40 pequeñas bestias destruyan todos los regalos, pierdan las piezas a los 30 segundos, se afanen los chiches, o mucho peor, se los morfen. 

Una vez que ingresás al salón propiamente dicho, te enfrentás, como diría Marlon Brando en Apocalipsis Now: “El horror”. Niños, niñas, niñes, niñis, niñus, niños y más niños, muchos niños saltando, gritando, excitados, rebotando, gritando, subiendo, bajando, gritando, trepando, reptando, pero gritando, siempre gritando. ¡Justo lo que me recomendó el médico para la presión arterial! 

Ante tal cuadro, rajás despavorido a las mesas de los más grandes, quienes en su gran mayoría, parecen conocerse entre si, porque si son 40 compañeritos, tienen que pasar 40 fines de semana en fiestas de este tipo. Hablar es muy difícil porque hay una música inindistinguible: podría ser rock, cumbia, Xuxa, Justin Bieber, o una retroexcavadora haciendo su trabajo en el lote vacante de al lado. 

Mientras tanto, en el sector canchita de fútbol, 6 pibes se patean más entre ellos que a la pelota y por supuesto... ¡gritan! 

Por el estrecho pasillo, otras niñas corren a mostrarle a sus padres los lindos dibujos que pintó en su cara una maquilladora y lo hacen, como no podía ser de otra manera... ¡gritando! 

Para mejorar el clima, dos bebés chiquitas lloran no se sabe si por el barullo o para aportar lo suyo, y uno de 3 años también. Pero a este hay que llevarlo afuera del salón, ya que se desgañita porque no lo dejan entrar a saltar al pelotero con los de 9, con justa razón, ya que allí podrían masacrarlo, o usarlo como pelota. 

Un flaco de unos 20 años con bermuda y remera desteñida con el logo del salón de fiestas infantiles tiene más cara de embole que Donald Trump en una biblioteca. Es el encargado de reponer las botellas de gaseosas de 4 litros en las mesas. Las deposita con las mismas ganas con que Drácula contempla la salida del sol. Yo lo miro y trato de adivinar en qué está pensando. Y creo saberlo. Su cabeza, como un rap, debe decir: "no tener niños, no tener niños…" 

En un momento la animadora, que es re profesional y hace su trabajo con el mismo cariño con que un juez de paz te casa por civil un viernes a las 5 de la tarde, sienta a todos los niños en mesas, porque viene el momento de comer. 

Los niños degluten, sin problemas de TACC, chizitos, sanguchitos y hasta los platos descartables y entonces suena la música y la cumpleañera viene con un carrito de panchos, disfrazada de vendedorcita de panchos, con unos panchos ya servidos a los que se los ve más fríos que a Bill Clinton en una cena íntima con Hillary. 

Los niños, en modo “chacal turbo on” arrasan con la comida y acto seguido... ¿Qué es lo aconsejable de hacer con 40 niños que tienen la panza llena de hidratos de carbono y el nivel de azúcar en 5000 por efecto de las gaseosas? ¡¡Mandarlos a saltar como locos, lógico!! Pero eso si: ¡que no olviden de gritar! 

Luego de un interminable rato donde analizo la posibilidad real de hacerme el harakiri con el cuchillito descartable, otra vez ronda con los niños, porque viene la torta y la piñata. 

Llega la torta, y la animadora descerraja un: "¿Ven estas tortas? Bueno, ahora me las llevo a casa". Evidentemente aprendió pedagogía con un libro del Marqués de Sade. 

Enciende las velitas y luego de un sutil: “Nena, soplá”, la nena sopla y todos aplauden y gritan y corren y gritan y se morfan la torta y gritan y suena el timbre y vienen a buscar a los niños porque se termina la fiesta y entonces las asistentes, a los gritos, van llamando a los que vienen a buscar: "¡Facundo! ¡Paloma!, ¡Jonatán! ¡Candela! ¡Un gordito de buzo!" Y así van identificando, y retirando, a los críos. 

Me percaté de que era el momento indicado, saludé a dos o tres, como para quedar bien en caso de que hubiese cámaras ocultas, y tras un beso a mi hermana con el consabido “muy lindo todo”, salí eyectado del salón hacia la tranquilidad de la avenida. 

Los bocinazos eran música para los oídos y el ruido del camión de basura una sinfonía al lado de los gritos de les niñes gritadores de Viena. Y no pude menos que reafirmar una vieja teoría que tengo: ¡Qué lindos son los niños... de otros y durante un muy breve período de tiempo. Brevísimo. Casi nulo, diría. 

Por Adrian Stoppelman * Telam

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