La memoria y el estornudo

Actualidad 25 de marzo de 2023
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Voy a contar algo que nunca conté: tengo una SUBE clandestina. La uso a veces, para despistar. Y también la uso cuando tengo mis citas clandestinas. No tiene una típica funda de SUBE. Tiene unas calcomanías que la hacen parecer un cassette. Es una SUBE clandestina camuflada de cassette. Una vez iba en colectivo y me la pidió el guarda. Era todo lo contrario a un guarda. Tenía cara de bueno, cara de estoy acariciando un perro. Le di mi SUBE clandestina, que no sé por qué era la que había usado en ese viaje, y él al verla la agarró con curiosidad. Sonreía mientras la miraba de un lado y del otro. Después la pasó por su máquina, todo normal, y cuando me la devolvió me dijo, también sonriente y todavía sorprendido, “se parece a un cassette”. Me hizo acordar a ese chiste de Mingote en el que un cavernícola está junto a unas flores, pelotudeando, mientras su mujer lo mira enojada desde el borde de la cueva. Él agarra una flor, se da vuelta para mirar a su mujer, enojada de verlo pelotudear, y le dice, emocionado, “resulta que estás cositas huelen”.

A pesar de tener mi SUBE clandestina nunca aprendí a vivir en la clandestinidad. Siempre traté de llevar una vida tranquila y esperable. Trabajo común. Amigos comunes. Familia común. Rutinas. La que sí vivía en la clandestinidad, y la que se murió ahí adentro, fue mi mamá. Yo vivía con ella y me salvé por muy poco. Apenas tres meses de edad tenía yo cuando ella fue secuestrada, torturada y asesinada en clandestinidad. Y es recién ahora, no hace tanto, cuando empiezo a darme cuenta de que fue en esos tres meses junto a ella que, en realidad, sí aprendí mucho sobre vivir en clandestinidad. Aprendí todo. Así que ahora tengo una mínima respuesta para lo de mi SUBE clandestina. Por momentos, desde que me di cuenta de esto, me siento como Schwarzenneger en El vengador del futuro, que frente a la necesidad de ser el espía que él no sabe que es, sabe todo sobre cómo ser espía y es el mejor espía del mundo. 

Me gustaría hacer un cuento con mi tarjeta SUBE clandestina y mi estúpida clandestinidad en la Argentina del siglo XXI. Habría muchas alternativas para ese cuento. Podría ser un disparate o algo muy realista. Eso no importa. En el fondo, todo disparate es realista. Y todo realismo es un disparate. Si podemos diferenciar entre realismo y disparate es porque somos muy negadores.

Pero ahora quiero reflexionar. Porque el cuento ese, en líneas generales, ya está contado. Lo acabo de contar. Y creo que ahora vendría bien algo de reflexión. No solo por la ocasión que tengo de escribir esto, sino porque sí, porque creo que es hora de reflexionar.

Mi SUBE clandestina es una forma de respirar. No hablo de usar los pulmones, que es algo que hacemos naturalmente. Hablo de respirar. ¿Por qué necesito una SUBE clandestina, una que nadie pueda rastrear, una que el día en que me atrapen voy a prender fuego o destruir de alguna manera muy hollywoodense antes de que puedan meterla en la máquina de la verdad? Es por nuestra Historia. Es obvio que es por eso. Nuestra Historia con mayúsculas. Yo me siento inseguro con mi SUBE común y corriente, mi SUBE legal. Y me siento muy seguro con mi SUBE clandestina. Es como estar en casa. Tiene su forma propia, su vida propia, su idioma. Es muy diferente a todas las demás. Es idéntica a todas, pero absolutamente diferente. No puedo expresarlo bien. Solo siento que es así, y creo que también es mi sentimiento hacia ella lo que le otorga el poder de ser lo que son todas y ser al mismo tiempo lo que ella es, que es el ser única. ¿Mi SUBE clandestina es mi mamá? Seguramente. Ya escribí toda una novela sobre el Edipo de alguien que corre y corre y al final coge y coge, todo alrededor de una gran figura de la madre. Con mi SUBE clandestina podría escribir otra novela sobre el Edipo en el transporte público. Pero tampoco quiero hacer una novela, no corresponde. Y tampoco quiero reflexionar sobre eso sino sobre algo que está vinculado, que es la reflexión sobre la literatura de nuestros días. Una literatura que va perdiendo lo más interesante que tenía, o sea: una literatura que va perdiendo su clandestinidad.

Desde que empecé a cobrar algo por lo que escribo siempre hice el mismo chiste, que es que escribir me alcanza para pagar mis viáticos. O sea: para cargar la SUBE. Sin embargo, el otro día saqué la cuenta de lo que gano por escribir y me sorprendí. Incluso con los terribles aumentos de los últimos años, lo que gano por escribir ya triplica mis viáticos. ¿No es una maravilla? Podría viajar el triple de lo que viajo. O podría cargarle la SUBE a algún amigo. ¿Cuánto seguirán creciendo mis ingresos por escribir? Ojalá que muchísimo y que algún día pueda vivir de escribir, solamente de escribir.

Pero no es esta la reflexión. Esto es una pelotudez. La reflexión empieza cuando digo que la literatura de nuestros días pierde clandestinidad. Hablo de la literatura latinoamericana. La literatura del cono sur. El cono sur. Ahí hay algo, también. La geografía se vale de la geometría para hacernos ver dónde estamos parados. Hace abstracciones bastante bestiales en ese sentido. Pero seamos sinceros: Sudamérica no es un cono. Un cono es otra cosa. Y el cono más cercano, más intenso, en la vida de cualquiera de nosotros es el cono de papas fritas. En mi caso, el cono de papas fritas que cada tanto me clavo en Retiro, en plena noche, cuando estoy volviendo a casa después de trabajar todo el día. Hablar de literatura del cono sur es hoy, para mí, tener que hablar de algo que a esta altura ya podríamos empezar a llamar literatura poslatinoamericana. La literatura de una Latinoamérica que no existe más. ¿Cuál sería la perspectiva de la patria grande hoy, donde cada uno lucha por la conquista de su propia patria en Retiro, con una bola de papas fritas masticadas en la tripa, para aguantar?

El fin de la clandestinidad, el comienzo de la hiperconexión, es ese mundo en el que todos cargamos la SUBE con todo lo que tenemos y nos vamos de viaje a cualquier feria o festival o beca o residencia para escritores que se cruza en nuestra casilla de mails. Entiendo que se trata de un habitus de la profesión, digamos, o de gajes del oficio. Pero hay más. Ese habitus fue conquistado por el turismo. Y ahí se termina todo. Hablaríamos así de posliteratura poslatinoamericana. O de literatura turística. A tal punto, que nuestras propias preocupaciones también se vuelven algo más turístico, y de exportación, comprensible, legible. En ese punto, en el punto en el que la legibilidad, algo tan necesario, algo que habría que buscar, se llena de espíritu turístico, se convierte en una trampa.

Entonces pienso: ¿cómo se le devuelven al presente las formas clandestinas del pasado?, ¿cómo se le devuelve la virulencia, la épica, lo esperanzador, el idioma propio, el idioma en clave? ¿Existió todo eso? ¿Quién pone en duda esa existencia? Si tengo una SUBE clandestina que de a poco se empieza a revelar en toda su dimensión histórica es porque sí existió. Y no solo existió. Existe. ¿Pero dónde? ¿Cómo rastrearlo? ¿Cómo hablar de eso? Esas son las preguntas que uno debería hacerse antes de cargar la SUBE legal y tomarse un avión legal a un destino legal emplazado o decorado especialmente para ser fotografiado por las cámaras de Google. No está mal tomarse aviones, hay que preguntarse para qué y qué lleva uno en ellos. El idioma propio de la Literatura Latinoamericana del siglo XXI vive en ese cruce.

Cada autora y cada autor intenta inventar algo, no voy a decir que no. ¿Pero no intenta también convertirse en una encomienda internacional? ¿Por qué los libros se parecen tanto? ¿Por la globalización? ¿Eso no era en los 90?

La memoria y la ficción en Latinoamérica deberían incluir los lenguajes clandestinos de nuestros sueños, no los de los sueños irónicos de los twitteros del hemisferio norte, por ejemplo. Itinerarios clandestinos, indetectables. Necesitamos salir de la trampa del turismo y de la trampa de la hiperconexión y meternos otra vez en el tacho, en la zanja, en el ruido de la lata podrida, que suena como el cartón mojado por la lluvia. Leo libros de literatura latinoamericana copiados de libros de periodistas franceses, ingleses, norteamericanos. Libros que repiten las miradas de los filósofos del marketing y de los expertos más ácidos del poscapitalismo, todo en tono jocoso y marginal, pero que al fin y al cabo son eso, repeticiones de un tono jocoso y marginal. Por ahí creo que no es. Por ahí la memoria se escapa hacia el futuro. Enloquece. No es malo enloquecer a la memoria. Pero también habría que domarla un poco. Enloquecerla y domarla.

Necesitamos salir de la trampa del turismo y de la trampa de la hiperconexión y meternos otra vez en el tacho, en la zanja, en el ruido de la lata podrida, que suena como el cartón mojado por la lluvia.

Y acá creo que hay una tarea a realizar. Una tarea que fue realizada en su momento, pero que alguien se ocupó de desrealizar. El problema es la figura de Borges y cierta mirada sobre esa figura de escritor. La mirada de Borges como escritor en las orillas. La mirada de Beatriz Sarlo. ¿Por qué Borges debería ser un escritor de los márgenes? Yo no creo que Borges encuentre su lugar central desde el margen, reivindicando así ese lugar de escritor que tenemos acá, tan cerca del fin del mundo. Esa es una mirada centralista. ¿Quién mira desde ahí? ¿Sarlo? Borges puede que sea algo de eso, pero está lejos de ser lo central en él. Yo diría que esa lectura es bastante marginal. Una remota posibilidad para Borges y su obra. Él es, más bien, una especie de hijo pródigo que, en cada frase, vuelve a sus padres para que lo festejen como si nunca se hubiese ido. Es el traidor de su deseo de fiesta latinoamericana. Eso para pensar bien. Porque también habría que pensar si en realidad alguna vez tuvo ese deseo. Es, más bien, como si hubiera nacido con el deseo de volver. Pero bueno, en él eso quizá era algo legítimo, un deseo profundo, un deseo de ser occidental y cristiano. ¿Pero en el nuestro, qué es? Es apenas el que nos produce la mariposa que nos sobrevuela la pancita mientras sacamos nuestro ticket transoceánico cada vez que podemos, y si es low cost mejor. Antes hablábamos de exilio, de refugiados latinoamericanos en el resto del mundo. Ficción y memoria estaban en la cinta transportadora de esos traumas, y avanzaban juntos, Occidente había arrasado con nosotros. Y hasta Bolaño creo que eso era más o menos así. O, en todo caso, Bolaño todavía representaba esa idea de diáspora y vacío desde el cual volver a pensar las derrotas. Y ahora, misteriosamente, borgeanamente, parece que no, que ganamos, que las derrotas fueron de otros. Pero ¿a quién le ganamos?, ¿cuándo?

Los avatares de esta reflexión, que de golpe se volvió sobre cuestiones literarias, implican otros avatares que no son tan literarios. O sí, porque para un escritor todo es literario. Se podría reescribir ese poema tan famoso de Perlongher, “Hay cadáveres”, leyéndolo en voz alta y reemplazando la frase “hay cadáveres” por la frase “hay ficciones”. Es decir: se podría reemplazar lo real de esos cadáveres sembrados en el poema, y en todas partes, por nuestra herramienta más eficaz para acercarse a tocar lo real, la ficción. Digo: si pensamos en cómo resucitar a la memoria de lo que somos, de lo que nos pasó, en cómo darle vida a un paquete turístico, hay que atravesarla con la ficción. Un paquete turístico no es un paquete turístico. Un genocidio no es un genocidio. Ambos son, antes que esa cosa inmóvil y sin fisuras, demoledoramente eficaces en los papeles de una agencia de viajes o de una Historia Nacional, un conjunto extremadamente desigual de experiencias parciales y únicas sobre esos hechos. Eso hay que recuperar. La experiencia parcial y única, ya no de los que disfrutamos los viajes o padecimos los genocidios sino de los que casi no tuvieron noticia. Armar la experiencia fuera del radar de los genocidios y los paquetes turísticos. Una forma posible: contar un genocidio como si fuera una guía turística. Otra: contar un viaje turístico como si fuera un genocidio. Viene un joven que nada sabe de nuestra afamada dictadura de los 70. Un joven nacido en democracia y criado en la posverdad. Uno de mis hijos adolescentes, digamos. ¿Cómo convocar en él a los fantasmas de ese pasado que convendría, no ya tenerlo presente para repetirlo como un mantra, sino para sentirlo, para estremecerse, para llorar? Así: metiéndole la píldora azul de Morfeo en la boca, la píldora del sentir que, en este caso, vendría vestida de una ficción donde lo real sea más extraño que la ficción, pero donde la ficción sea el vehículo claro y contundente de lo real. En esa tensión, en esa tirantez, en esa tumba de chicle globo a punto de reventar, podrían crecer nuevas experiencias y nuevos recuerdos, que son los únicos que podrían servir para algo más que para un archivo lleno de polvo.

Son buenos los archivos llenos de polvo. Somos buenos los que los consultamos cada tanto. Pero ¡atención!, mejor es el polvo. Irrita, da cosquillas, hace estornudar. Y eso es lo que tendríamos que poder transmitir desde el vasto cajón de nuestras memorias: estornudo y clandestinidad. Lo que nace de un estornudo que es uno mismo convertido en estornudo y estornudándose hacia quién sabe dónde nos saca de este mundo, nos enrarece, nos engancha con el pasado desde un lugar vivo y fuera de radar. Indagar en la Historia para enloquecerla, eso sería hacer memoria con el pasado y, mejor todavía, con nuestro presente.

Por Félix Bruzzone * Le Monde Diplomatique

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