Rosario y la tentación militarizante

Actualidad 16 de marzo de 2023
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Las transiciones desde gobiernos autoritarios en América Latina no siempre resultaron en la institucionalización plena de regímenes democráticos. La ausencia de “segundas transiciones,” como las denominó Guillermo O’Donnell, ha imposibilitado que muchas de las nuevas democracias de la región afronten efectivamente problemas sociales y económicos heredados del pasado, como así también los desafíos propios del nuevo siglo. El rol de la violencia criminal, en particular, ha expuesto la debilidad institucional del Estado como garante de las relaciones sociales.

En Argentina, el desborde de la criminalidad en Rosario no sólo abrió nuevamente el debate sobre el rol de las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interior, sino que también desnudó una problemática subyacente que trasciende incluso la crisis funcional de la institución castrense: el uso de la fuerza. Ni la policía, a cargo de la seguridad doméstica y el imperio de la ley al interior del país, ni las fuerzas militares, responsables de la defensa nacional, han podido en casi cuatro décadas de democracia ininterrumpida llevar adelante muchas de sus funciones de manera efectiva.

Las Fuerzas Armadas y la seguridad interior

En uno de los principales consensos democráticos de la Argentina moderna, el país prohibió la intervención de las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interior por medio de la Ley 23.554 de Defensa Nacional, sancionada a finales del gobierno de Raúl Alfonsín. Posteriormente, las leyes de Seguridad Interior (24.059) e Inteligencia Nacional (25.520), junto con los decretos regulatorios 727/06 y 1691/06, complementaron este primer antecedente y sentaron las bases de las nuevas relaciones cívico-militares de la Argentina democrática. Este marco jurídico, al revertir el espíritu de la Doctrina de Seguridad Nacional vigente durante la última dictadura, delimitó formalmente las áreas de defensa nacional y seguridad interior, restringiendo el rol militar a la primera.

A pesar de la amplia normativa vigente, los intentos por involucrar a las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad doméstica han estado siempre latentes desde la recuperación de la democracia. Durante los años ochenta, los esfuerzos militarizantes encontraron sustento en la amenaza de grupos “ultraizquierdistas,” según admitió el propio presidente Alfonsín al aprobar los decretos 83/89 y 327/89. Estas disposiciones del Ejecutivo nacional, ambas impulsadas al final del mandato radical, revirtieron parcialmente lo resuelto por la Ley de Defensa Nacional, al habilitar el desarrollo de actividades de inteligencia interior a cargo de las Fuerzas Armadas del país.

Ni la policía ni las fuerzas militares han podido en casi cuatro décadas de democracia ininterrumpida llevar adelante muchas de sus funciones de manera efectiva.

En los años noventa, con el peligro de la sublevación militar prácticamente controlado, la atención del gobierno de Carlos Saúl Menem se centró en la proliferación de las denominadas “nuevas amenazas.” A través del Decreto 392/90, el presidente peronista intentó, al menos formalmente, dar respuesta a situaciones de “conmoción y malestar social.” La intervención castrense, sin embargo, fue promocionada frente a la población como la única respuesta frente a “los fundamentalismos, la depredación de los recursos naturales, el narcotráfico y el terrorismo internacional.” El presidente Menem incluso consideró que Argentina debía “repensar la dinámica de las relaciones cívico-militares” y modificar la Ley de Defensa Nacional. La iniciativa del Ejecutivo, a pesar de no prosperar en el tiempo, contó con el apoyo del vicepresidente, Eduardo Duhalde, y los ministros de Defensa, Ítalo Luder y, su sucesor directo, Humberto Romero.

A diferencia del pasado, las propuestas militarizantes durante el nuevo siglo han tenido al narcotráfico como actor fundamental. Los operativos Escudo Norte y Fortín II, mediante los cuales la presidenta Cristina Fernández habilitó la intervención militar para combatir el tráfico de drogas, la trata de personas y el contrabando, también socavaron el espíritu de la Ley de Defensa Nacional. El despliegue complementario de 4.500 soldados para “vigilar” la frontera norte también demostró que, al igual que en gran parte de América Latina, los denominados gobiernos de izquierda han sido igualmente vulnerables frente a las demandas sociales a favor de políticas de “mano dura.”

La lucha contra el narcotráfico ocupó, por primera vez, un lugar fundamental en la agenda política de cara a las elecciones presidenciales del año 2015. Al igual que sus dos contendientes, Daniel Scioli y Sergio Massa, Mauricio Macri manifestó abiertamente su intención de utilizar, de forma directa o indirecta, las Fuerzas Armadas en la lucha contra las drogas y el crimen organizado. Efectivamente, a sólo días de asumir su mandato, el presidente Macri declaró la emergencia de seguridad y autorizó el derribo de aeronaves sospechosas de transportar drogas ilegales. El denominado “protocolo de derribo” quedó operativamente en manos de las Fuerzas Armadas.

Intervención militar en Rosario

Los índices de criminalidad en Rosario han generado una nueva oportunidad para la militarización de la seguridad interior. En tan sólo dos meses, el departamento santafecino registró 60 homicidios intencionales. Estas cifras sugieren que Rosario podría terminar el 2023 incluso por encima del pico histórico del año 2022, cuando las autoridades registraron un total de 288 homicidios o una tasa de 22 casos cada 100.000 habitantes, prácticamente un 400-500% más de la media nacional.

Luego de meses de acusaciones cruzadas entre el gobierno nacional, provincial y municipal, el presidente Alberto Fernández anunció recientemente una serie de medidas de seguridad “para pacificar Rosario”. La propuesta oficial incluye la intervención del Comando de Ingenieros del Ejército Argentino, quienes tendrán a su cargo la tarea de “urbanizar los barrios populares,” mientras que la Gendarmería y la Policía Federal estarán involucradas en la lucha contra el crimen.

Los denominados gobiernos de izquierda han sido igualmente vulnerables frente a las demandas sociales a favor de políticas de “mano dura.”

Más allá de que el Comando de Ingenieros ya ha participado en desastres naturales, un ámbito de acción reconocido por la Ley de Defensa Nacional, la decisión del presidente Fernández constituye el primer antecedente en donde las Fuerzas Armadas estarán efectivamente involucradas en cuestiones de seguridad al interior de las fronteras nacionales. Más importante aún, lo harán en un contexto en donde el poder de fuego del crimen organizado ha alcanzado niveles sin precedentes.

El gradualismo instrumental

La historia argentina demuestra que la tentación militarizante no distingue ideologías ni afiliaciones partidarias. En mayor o menor medida, todos los gobiernos democráticos han habilitado la intervención de las Fuerzas Armadas en determinados asuntos de seguridad interior. Evitando trasladar el debate sobre la militarización al ámbito del Congreso Nacional, los ejecutivos han favorecido en cambio el desarrollo de iniciativas ad hoc frente al surgimiento de diferentes “amenazas” como los levantamientos carapintadas, el terrorismo y el narcotráfico.

El avance militar sobre la seguridad interior, en otras palabras, ha sido siempre gradual. Frente a una sociedad cuya memoria colectiva sobre el rol represivo de las Fuerzas Armadas durante la última dictadura todavía continua latente, la élite gobernante ha evitado proponer cambios estructurales dentro de las relaciones cívico-militares del país. En la práctica, sin embargo, cada avance instrumental de las prerrogativas de seguridad de la institución castrense ha constituido un nuevo punto de partida para futuros decisores políticos en el país. Por ello, propuestas que en otro contexto histórico hubiesen resultado prácticamente inadmisibles como la intervención militar en Rosario o el apostamiento de las Fuerzas Armadas en la frontera norte de Argentina ya no resultan completamente descabelladas producto del sigiloso pero efectivo gradualismo militarizante.

La opción militar para afrontar los problemas de inseguridad se ha transformado incluso en la propuesta de campaña de, al menos, dos de los principales precandidatos a presidente en Argentina. Patricia Bullrich, por un lado, manifestó abiertamente la necesidad de intervenir Rosario militarmente. Para ello, la presidenta del PRO afirmó que, en caso de ser presidenta, avanzaría en la modificación de la Ley de Defensa Nacional. Rodríguez Larreta, por otro lado, propuso la utilización de las Fuerzas Armadas para contener al narcotráfico en las fronteras del país, una opción menos radical pero aun así incompatible con lo dispuesto por la normativa vigente.

Desgobierno policial 

La opción militar suele resultar atractiva cuando el sistema policial de un país es sobrepasado por el número de delitos o las fuerzas policiales locales han sido cooptadas por el crimen organizado. En Argentina, los gobiernos democráticos, en mayor o menor medida, han sido reticentes a participar en la formulación y control de la política de seguridad. Producto de la vinculación policial con las Fuerzas Armadas en sus tareas de represión interna durante la dictadura, la política nacional se desentendió de los asuntos policiales, favoreciendo la autonomía de esta institución frente al control del delito. El desgobierno político de las fuerzas de seguridad facilitó la corrupción al interior de la institución, especialmente en territorios como Rosario, en donde las policías locales han estado expuestas directamente a los recursos económicos del narcotráfico.

Frente al desgobierno policial y la creciente corrupción de sus fuerzas, no resulta sorprendente que el incremento de las tasas de criminalidad pueda fortalecer los clamores a favor de la intervención militar. Esta propuesta, sin embargo, no disimula la ausencia de una política integral de seguridad y defensa o, en términos más generales, de un debate acerca de cómo articular el uso de la fuerza. Por el contrario, ciertos sectores de la política parecen dispuestos incluso a cuestionar los consensos fundamentales sobre los cuales se erigieron las relaciones cívico-militares de Argentina.

El derrotero, de finalmente materializarse las propuestas de militarización de la seguridad interna, no es para nada esperanzador. Las Fuerzas Armadas no están adiestradas ni instruidas para resguardar el orden público. La experiencia regional indica claramente que la participación militar en la lucha contra el narcotráfico no sólo tuvo un impacto minúsculo sobre los índices de delito, sino que también provocó una mayor fragmentación y desplazamiento criminal, puja por el control de nuevos territorios e incremento de la violencia. Más importante aún, la militarización también tuvo consecuencias devastadoras sobre las instituciones democráticas y los derechos humanos.

Por Sebastián Cutrona / Profesor asociado de la escuela de estudios internacionales de la O.P. Jindal Global University de la India.* Le Monde Diplomatique

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