El peronismo judicial

Actualidad 12 de diciembre de 2022
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Lo primero que hay que entender es la lógica del poder permanente. Con un alto grado de legitimidad en la Argentina pese a todo, con dos grandes bloques de identificación que se conformaron en los últimos quince años y con las expectativas sociales puestas sobre ella, la autoridad política es una circunstancia. Diseñada como está desde la década de los noventa, con la creación de Comodoro Py como un Frankenstein ingobernable y con elecciones cada dos años, la relación entre el Poder Judicial y el Poder Ejecutivo es de lo más asimétrica. Mientras el gobierno de turno está determinado por la urgencia en un país inestable de límites económicos estructurales y mayorías políticas precarias, los magistrados que juzgan a la política desde su sitio de privilegio son eternos y no van a elecciones.

Dependen del presidente para conseguir su nombramiento, pero en el instante mismo en que obtienen lo que buscaban se liberan por completo, y conservarlos como aliados o apéndices comienza a demandar esfuerzos ingentes para el político que no entendió la ecuación general. Cuando la persona que está en la cúspide del Poder Ejecutivo cae en la ingenuidad de creerse dueña del juez, el choque con la realidad resulta brutal y la conmoción es mayor. 

En la Corte Suprema de Justicia de la Nación está tallada en piedra una frase de Enrique Petracchi, que adoptan como propia los ministros que se suceden en el máximo tribunal: “Lo primero que tenés que hacer acá es traicionar al que te trajo”. Nombrado por Raúl Alfonsín en 1983, Petracchi permaneció en el cuarto piso del Palacio de Tribunales durante treinta y un años, hasta que murió, el 12 de octubre de 2014. Otros, con muchísimo menos prestigio que él y sin límites para incurrir en el crimen, hacen su adaptación libre de esa norma desde la cofradía que asienta su poder en la Corte, los tribunales de Retiro y el Fuero Contencioso Administrativo.

Ideada por Carlos Menem como un estamento superior destinado a servir a su gobierno, la justicia penal federal de Comodoro Py lo sobrevivió largamente y hasta lo condenó a pasar una temporada en la casa de Armando Gostanian, cuando su tiempo político expiró sin remedio. De aquellos inicios remotos surgió la autoridad de tres jueces federales que vieron pasar a diez presidentes y tuvieron salud incluso para ver la asunción de Alberto Fernández: Claudio Bonadio, María Romilda Servini de Cubría y Rodolfo Canicoba Corral. Los dos primeros de reconocida filiación peronista y el tercero no se sabe, su veredicto fue siempre determinante a la hora de legitimar o no un ciclo de gobierno. Excepciones al margen, jueces, camaristas y fiscales funcionan como una casta envenenada con un poder mayúsculo que se asienta en la conexión de los tribunales con los servicios de inteligencia y los medios de comunicación. Lo demás es letra muerta.

Guardianes de la víscera más sensible, capaces de llamar a una revuelta del privilegio con tal de no pagar ganancias, hasta la irrupción del covid-19 los miembros de la familia judicial dedicaban una parte de sus horas a ejercitar la camaradería fuera del frío edificio de Retiro. Cada época paría un lugar propio y distintivo. En tributo a Canicoba Corral, los dueños de la membrecía Comodoro Py se juntaban a disputar su propio torneo de truco, la Rody Cup, en el local Tango Porteño del empresario Diego Mazer, yerno del ambicioso financista Sergio Grosskopf. O disfrutaban de una mesa permanente para jugar al póker y al truco por plata en el primer piso de Simonetta Orsini, la joyería de Posadas y Cerrito que estuvo vinculada al último poder cristinista. También, durante años, se los podía ver en La Biela, a esa hora difusa en que cae la tarde y se activan las endorfinas de los que no tienen mayores preocupaciones.

Algunos pocos, que tuvieron la fortuna de haber pasado por la función pública y por la justicia, entienden y explican mejor de qué se trata. Dicen que es un sistema que se reproduce con una estructura para la autodefensa cuyo objetivo esencial no es la teoría profusa que se enseña en las aulas de la Facultad de Derecho sino el artículo primero de la ley del más fuerte: su propia supervivencia hacia el horizonte de lo perpetuo. Resortes del poder profundo, con intereses permanentes, los miembros de la familia judicial que juzga a la política están enlazados de manera más consistente con el poder económico. Ahí sí se observa una equivalencia mayor.

El peronismo, ese subsistema de partidos que siempre está retornando a la Casa Rosada, exhibe una plasticidad que lo habilita para adaptarse a las distintas épocas pero no lo preserva de la guillotina tendenciosa de Comodoro Py. Los perdedores pasan a degüello. No importa la identidad sino las alianzas en una calesita que gira mientras los jueces permanecen, intocables. El Consejo de la Magistratura es una escribanía que rubrica la correlación de fuerzas y tiene las cartas marcadas: pasan los gobiernos sin más perspectiva que la de negociar con el elenco estable de Retiro, que fija las condiciones y teje una telaraña de lo más sólida. Se pagan favores, se cobran viejas deudas y la política solo atina a que le deban algo.

El razonamiento de camaristas, jueces y fiscales es tan obsceno como inapelable: “En cuatro años, ustedes no están más y yo sigo”. A partir de esa máxima, se despliega un juego en el que cambian los personajes pero persisten los procedimientos. Los años finales de Cristina Fernández de Kirchner en el poder y el interregno de Mauricio Macri proyectaron como nunca el carácter impiadoso de una inmobiliaria con lógica mafiosa que manda a la cárcel a los inquilinos que se creen dueños. El axioma no dicho de Comodoro Py hacia la dirigencia política que cae en desgracia quedó dibujado en el aire de época con forma de una pregunta: “¿Cuánto vale tu libertad?”. El que tiene plata para una tarifa desmesurada la resuelve fácil y el que no, solo puede apelar al intercambio de favores. Si fue precavido, algo quizá le deben. Frente a esa realidad, los márgenes de acción de la política parecen de lo más estrechos y la estrategia debe ser certera. No sirve aceptar el pliego de condiciones de una camarilla de jueces pero tampoco sirve iniciar una pelea desigual que es un pasaporte a la derrota y el rencor. Eso afirman espadas del peronismo que describen con crudeza el aire fétido que se respira en los tribunales federales pero advierten, al mismo tiempo, que dejarse llevar por la indignación sin diseñar un plan para iniciar un choque es una ingenuidad imperdonable. No alcanza con tener las mejores intenciones ni con declaraciones ni con denuncias ni con quejas.

En el peronismo están los que piensan que el ex Frente para la Victoria y los ministros que se sucedieron en el área nunca tuvieron una política acorde para el Poder Judicial. Producto de esa falencia que se tornó impotencia, Néstor Kirchner lo bautizó “Partido Judicial” en sus últimos años de vida. La venganza de esa casta contra el kirchnerismo político-empresarial tuvo un nivel de virulencia inédito y por supuesto sintonizó con un movimiento regional. Pero lo particular de los años de Macri fue que el peronismo no cristinista se montó en ese operativo como forma de compensar por la vía de los tribunales sus carencias en el terreno electoral. La reforma que los Fernández intentaron impulsar en 2020 con el ensamblaje de dos proyectos –producto de puntos de partida y visiones encontradas– buscaba reducir esa asimetría letal, pero pecaba de una omisión pública: la podredumbre extorsiva del Poder Judicial se nutría de la savia de sectores del PJ que, después de apostar a sangre y fuego por el poscristinismo, se reciclaron en el Frente de Todos.

Por Diego Genoud * Le Monde Diplomatique

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