Democracia. La crisis de los cuarenta

Actualidad 02 de diciembre de 2022
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“E s cierto que con la democracia no se pudo ni comer, ni curar, ni educar, pero sí se puede vivir. Porque para educarse, comer o trabajar primero hay que estar vivo”. Esta idea fue parte central de la arenga de Cristina Fernández de Kirchner en el acto de su lanzamiento como candidata a las elecciones presidenciales de 2023, celebrado a mediados de noviembre justo antes del inicio de la Copa Mundial de Fútbol. Con su habitual talento táctico, la vicepresidenta configura los contornos conceptuales del progresismo que viene. Atenta a los vaivenes de las relaciones de fuerza, identifica el pliego mínimo de reivindicaciones y convoca a un consenso básico, casi elemental.  

Pero el razonamiento contiene implícita su propia trampa: ¿se puede vivir sin comer? La pérdida de independencia económica que implica el acuerdo firmado por el gobierno del Frente de Todos con el Fondo Monetario Internacional y la consecuente renuncia a la justicia social que supone el ajuste instrumentado por el actual ministro de Economía Sergio Massa ubican al proyecto democrático en su mínimo nivel de intensidad, justo cuando está por cumplir cuarenta años. La democracia como piso a defender y no como horizonte a conquistar. 

La película Argentina, 1985 ejecuta la misma partitura. Y quizás esa sintonía con el espíritu de la época, esa conexión extraña que parece retrotraernos hoy a los años de la posdictadura, sea uno de los motivos de su éxito. Una escena expresa bien este sentir: los fiscales Strassera y Moreno Ocampo se acercan a un grupo de Madres de Plaza de Mayo que esperan el inicio de la audiencia en el marco del histórico Juicio a las Juntas, y les explican que deben esconder sus pañuelos blancos porque el Tribunal ha prohibido cualquier símbolo político dentro del recinto. Ellas deliberan con un breve cruce de miradas y obedecen. Vale la pena ceder tácticamente, en función de un avance democrático; arriar por un momento nuestras banderas, para que las instituciones cumplan con su trabajo; resignar la exigencia de máxima, para sentar las bases de un orden razonable. El hecho ocurrió también en la realidad.  

Sin embargo, al momento de leerse la sentencia tiene lugar otra escena que el film elige olvidar. Hebe de Bonafini vuelve a colocar en su cabeza el ícono de su lucha en señal de inconformidad. Y el juez decide expulsarla de la audiencia. Ya afuera del Palacio de Tribunales, desde la calle, la por entonces inexperta luchadora explica sus razones: “Me puse el pañuelo porque no encontré otra manera de protestar cuando escuché que estaban absolviendo a los asesinos”. Hebe no estaba loca, aunque quedara fuera del consenso democrático. Un año más tarde sería promulgada la Ley de Punto Final y en 1987 la de Obediencia Debida. Antes de que concluyera aquella década los principales genocidas serían indultados, consagrando la impunidad. Hebe tenía razón. Y además era valiente. Ella, sus compañeras y quienes las abrazaron en su desobediencia hicieron mil veces más por la democracia que todas las instituciones juntas. Por eso van a descansar en paz. Mientras aquí en la Tierra seguimos en guerra. 

El viejazo 

Cuando el próximo 1 de enero Lula asuma por tercera vez la presidencia de Brasil habremos arribado a la cresta de la segunda ola de gobiernos progresistas en la región. Venezuela y Cuba se mantuvieron invariables a lo largo del siglo, México se sumó al pelotón mientras Argentina, Bolivia y Brasil volvieron a girar hacia la izquierda. Y si bien Ecuador, Paraguay y Uruguay parecían desmentir con sucesivos gobiernos neoliberales que estuviéramos ante un movimiento de escala continental, el inesperado cambio de rumbo en el eje del pacífico (Perú, Chile y Colombia) le dio el impulso que faltaba para consolidar el nuevo ciclo. Sin embargo, lo que ha ganado en longitud de onda esta oleada lo ha perdido en profundidad y audacia. 

El contraste entre el nivel de expectativas de quienes esperaban un regreso triunfal a la gestión pública y la impotencia o moderación que han mostrado la mayoría de estas administraciones resulta apabullante. Lo cual ha motivado un cúmulo de divisiones al interior de las fuerzas progresistas que se replican en cada país convirtiendo a la necesaria unidad en una quimera, o en una familia demasiado disfuncional. Mientras tanto, la incapacidad para dar respuestas concretas a las demandas populares habilita el crecimiento de una ultraderecha que sintoniza con el malestar social y conjuga ese descontento en términos antidemocráticos. 

 Hay una trampa política muy difícil de desactivar: convertirse en garante del status quo, aliarse o confraternizar con los poderes que hasta hace poco eran considerados enemigos, le garantiza al progresismo el arribo al gobierno, lo cual impide que la ultraderecha se consolide y arrase con las instituciones; pero en un sentido más estratégico ese conformismo es “pan para hoy, hambre para mañana”, pues concede la iniciativa histórica y acepta la “derechización de la sociedad” como un hecho fatal. Para salir de esta encerrona hay quienes han comenzado a fomentar una “tercera ola”, signada por la recuperación del protagonismo de los sujetos populares y de una imaginación rebelde que no tenga miedo a cuestionar al sistema. Suena lejano. La alternativa es entregarse a la ilusión y aguardar un milagro.

Editorial Crisis

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