Comunistas y guanacos

Actualidad 24 de noviembre de 2022
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El domingo pasado se registró en la ciudad de Madrid una multitudinaria concentración ciudadana, reclamando la mejora de la sanidad pública. Cientos de miles de personas salieron a la calle para protestar contra los recortes de los gastos sanitarios, algo que no se veía desde hace años. Al día siguiente de la manifestación, en una conferencia pronunciada en el Club Siglo XXI, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, acusó a la izquierda de utilizar la sanidad pública “para llegar al poder a través de la agitación y el juego sucio”. Sin despeinarse, añadió que “este comunismo renacido quiere minar las instituciones, serán suyas o las incendiarán en la calles”. La presidenta de la comunidad madrileña, que pertenece al Partido Popular, ganó las últimas elecciones proclamando que los madrileños debían elegir entre “comunismo y libertad”. Desde entonces se prodiga en polarizar librando batallas contra molinos de viento.

En la Argentina es Patricia Bullrich quien acude al uso de similares hipérboles, siguiendo la estela trazada por Javier Milei. En una reciente conferencia en relación con el diálogo político manifestó que “si tenés enfrente un guanaco que te escupe, entonces no hay diálogo posible”. Fue presentada en la ocasión por la periodista y escritora catalana Pilar Rahola, una firme defensora de Benjamín Netanyahu, que es autora de varios libelos anti-islamistas en los que defiende la política de apartheid contra los palestinos que practica el Estado de Israel. Como se habrá corrido hacia la derecha la política argentina, que Rahola fue quien refutó a Luis Juez, cuando el candidato de Patricia Bullrich a la gobernación de Córdoba dijo que 40 años de democracia no le mejoraron la vida a nadie. 

Lo acontecido en Madrid y en Buenos Aires es ilustrativo de un fenómeno que se extiende en las democracias actuales y consiste básicamente en el uso de un lenguaje de odio por parte de las formaciones de derecha. Ezra Klein, en un ensayo que ha titulado Por qué estamos polarizados (Ed. Capitán Swing), desarrolla la tesis de que la estrategia de la polarización es un fenómeno asimétrico, que se registra básicamente en el espacio de las derechas, donde los partidos han abandonado sus tradicionales posiciones liberales y conservadoras para ir incorporando en forma paulatina postulados propios de los movimientos populistas de derecha.

Semejanzas

Existe una notable semejanza entre lo que acontece en el Partido Popular de España y el pulso que se libra en el interior de Juntos por el Cambio en la Argentina. El nuevo líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, está haciendo esfuerzos para recuperar el estilo moderado del ex Presidente Mariano Rajoy y abandonar el lenguaje agresivo que caracterizó a su antecesor, Pablo Casado. Quienes han tenido la oportunidad de ver la entrevista que Carlos Pagni le hizo recientemente a Núñez Feijóo en el programa Odisea habrán quedado sorprendidos por el tono mesurado y calmo del líder popular, manifestando una posición abierta y dialogante. Es un estilo completamente opuesto al que caracteriza a Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, que en España viene a ser una suerte de Bullrich de la derecha, librando una particular batalla interna con el líder de su partido, en una disputa similar a la que Bullrich mantiene con el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta. Ambas dirigentes, al utilizar el lenguaje de la confrontación permanente, tironean permanentemente a los líderes más moderados hacia posiciones extremas, impidiendo que discursos más dialogantes puedan ganar cierto espacio. Se impone así una retórica de la intransigencia, anacrónica, propia de la etapa de la “guerra fría”, de deslegitimación permanente del adversario político.

Es un fenómeno curioso, porque esta era la acusación que tradicionalmente formulaban las formaciones liberales de centro derecha contra el populismo de izquierda. Se lo acusaba de una obsesiva búsqueda de un “enemigo interior”, algo que en cierto modo justificaba Ernesto Laclau cuando reivindicaba un discurso dicotómico que permitiera dividir a la sociedad en dos campos: los de abajo frente a los de arriba, pueblo vs. oligarquía. Si bien este discurso permanecía en el terreno de la retórica y, en principio, solo servía para ganar las elecciones, el problema que presentaba es que no dejaba de ser un discurso simplificador, maniqueo, en el que se representaba un enfrentamiento ético y moral entre el pueblo y sus supuestos enemigos. De esta manera, al adoptar un estilo discursivo propio de las guerras de religión, en donde el otro es visto como un ser malvado y amoral, se produce una deslegitimación del adversario político que puede llevar hasta el intento de reducirlo a silencio. Algo que se comprobó que no era una mera hipótesis abstracta en Venezuela.

Esta necesidad de construcción política de un enemigo como fórmula ideada para brindar cohesión a la fuerza propia ha sido considerada por la politóloga Chantal Mouffe –pareja sentimental de Laclau– como la dimensión “partisana” de la política. Mouffe considera que no es posible eliminar las pasiones de la política y fracasan los intentos de convertir la política en mera gestión, moderación o consenso. Para que la gente se interese por la política, debe tener la posibilidad de elegir entre opciones que ofrezcan alternativas reales. Por consiguiente, sostiene, sigue siendo válida la confrontación entre la izquierda y la derecha, pero –y esto la diferencia de las variantes populistas– reconoce que ambas son posiciones políticas democráticas legítimas. Para Mouffe, “si hay algo que habría que aprender del fracaso del comunismo es que la lucha democrática no debería concebirse en términos de amigo/enemigo, y que la democracia liberal no es el enemigo a destruir”. Propone que frente a la visión antagónica de la política, debe imponerse una visión que denomina agonista por la que se establece una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, aceptando sus diferencias, reconocen al mismo tiempo la legitimidad de sus oponentes. Afirma que, justamente, la tarea de la democracia consiste en transformar el antagonismo en agonismo.

La polarización asimétrica

Según Joaquín Estefanía en El País, la nueva estrategia de las derechas “consiste en movilizar ad limitem a los electores propios, para asegurarse su lealtad radicalizando las posiciones, y en atribuir la radicalización al contrario, para desmovilizarlo en lo que se pueda. Ello conlleva una deslegitimación permanente del otro”. De esta manera se utiliza un lenguaje ofensivo y una desmesura en la crítica a las políticas del adversario, magnificando los errores habituales de toda labor de gobierno y atribuyéndole siempre las peores intenciones. Esa crítica feroz se traslada luego al ecosistema de los medios de comunicación afines que se encargan de convertir ese relato en una verdad consagrada. A estos efectos, nada más eficaz que llevar a cabo una cruzada contra la corrupción, tratando de armar una causa general contra el partido enemigo. En el caso de la Argentina, los intentos de deslegitimar al adversario utilizando la corrupción han llegado a extremos inimaginables, contando para ello con la colaboración de jueces y fiscales vinculados al sottogoverno que se han prestado al montaje de algunos procesos penales construidos de forma fraudulenta. Lo que no significa negar que a lo largo de 12 años de gobiernos kirchneristas se hubieran registrado casos evidentes de corrupción que merecen el mayor repudio y la condena penal. Pero es abismal la distancia que media entre procesos basados en pruebas reales y los procesos del lawfare basados en ficciones jurídicas, como las construidas por los jueces federales Claudio Bonadío y Julián Ercolini.

La polarización afectiva

El ensayo de Ezra Klein está basado en un análisis del modo en que la polarización se instaló en la política norteamericana, pero sus observaciones son extensibles al resto de democracias porque está cada vez más presente en la mayoría de estas sociedades. La existencia de posiciones de “izquierda-derecha” o “liberalismo-conservadurismo” han caracterizado siempre la vida de los partidos políticos. Este fenómeno de diferenciación ideológica ha sido connatural al capitalismo, dado que es un sistema que produce constantemente réprobos y elegidos. De allí que se haya registrado una batalla política y cultural permanente entre los partidarios de un Estado mínimo y los partidarios de un Estado de bienestar que proteja contra los riesgos de la salud, de la vejez, de la falta de trabajo o de la insuficiencia educativa. Esto ha derivado en el plano práctico en diferencias en las políticas económicas, sociales, culturales, educativas, de sanidad, etc. que se dirimían en las urnas sin afectar la posibilidad de alternancia, que era aceptada como un hecho natural.

La novedad es que el fenómeno actual de polarización se produce en torno a posturas cada vez más alejadas entre sí y no se centra tanto en las cuestiones ideológicas sino más bien en los sentimientos que los partidos y sus líderes despiertan en la sociedad. Este fenómeno de polarización afectiva, en palabras de Klein, “no se trata de una separación ideológica –simbólica o práctica–, sino de una separación emocional que no apela a la racionalidad, sino a nuestros sentimientos y emociones”. Esta apelación a un público cada vez más polarizado produce, según Klein, una lógica que va retroalimentando el fenómeno. “A medida que las instituciones y los actores políticos se polarizan más, también polarizan más al público. Esto pone en marcha un ciclo de retroalimentación: para apelar a un público aún más polarizado, las instituciones públicas se deben polarizar aún más; cuando el público interactúa con instituciones aún más polarizadas, se polariza aún más, y así sucesivamente”.

Se han dado algunas razones para explicar el fenómeno. Por un lado responde a causas estructurales que se han agudizado durante la globalización neoliberal, dando lugar a un proceso creciente de individualización en la vida cotidiana de las personas, favorecido por el aumento de las diferencias sociales, demográficas y geográficas que van segmentando a las sociedades. Estos procesos se ven reforzados por el uso de las redes sociales que contribuyen a formar cámaras de eco que sirven para reforzar las propias convicciones y rencores. El resultado es un aumento de la hostilidad entre diferentes y variados grupos sociales. Por consiguiente, el contexto social y económico contribuye, impensadamente, a reforzar las políticas de la identidad. Como explica Klein, no existe política que no esté influenciada por la identidad, de modo que desplegamos identidades constantemente, de forma natural. “La identidad está presente en la política de la misma forma que la gravedad, la evolución o la cognición están presentes en la política. Esto es, resulta omnipresente en la política, ya que resulta omnipresente en nosotros”. Considera el autor que estos vínculos simbólicos están incorporados en las profundidades de nuestra psique al punto que se activan fácilmente ante señales débiles o amenazas lejanas. “Durante los últimos cincuenta años, nuestras identidades partidistas se han fusionado con nuestras identidades raciales, religiosas, geográficas, ideológicas y culturales. Esas identidades fusionadas han alcanzado un peso que está rompiendo nuestras instituciones y desgarrando los lazos que mantienen unido este país. Esta es la forma de política de identidad más prevalente en nuestro país y que más necesita ser investigada”.

Se podrá discutir la tesis de que la polarización es asimétrica porque el cambio más importante se ha producido en el espacio de la derecha. Pero es cierto y comprobable que, desde la caída del Muro de Berlín, la izquierda comunista y el ideario revolucionario se ha ido moderando, acomodándose al juego de las democracias liberales. En Europa, este repliegue ha favorecido la expansión de los populismos de derecha, que buscando nuevos culpables ha incorporado a viejos votantes de los partidos comunistas que han atribuido a la creciente inmigración la responsabilidad por sus desventuras. Este nuevo protagonista ha llevado a los partidos conservadores de tradición liberal a acercarse ideológicamente a las posiciones de ultraderecha para no perder caudal electoral. No obstante, se debe evitar el error de caer en el descalificativo del fascismo para caracterizar estas posiciones. No hay duda de que todas estas corrientes interiores en los partidos conservadores de derecha no cuestionan el marco democrático ni se plantean cambios institucionales similares o parecidos a los que llevó a cabo Benito Mussolini en el período 1922-1943. Sin embargo, existe una clara tendencia a deslegitimar a los adversarios políticos, negando de modo implícito el derecho a la alternancia, utilizando unas formas de cuestionamiento similar a las utilizadas por Trump en los Estados Unidos. De modo que considerar que la polarización afectiva es un fenómeno que debe ser atribuido a la derecha no parece una exageración, y menos si posamos la mirada en la Argentina, donde la desmesura verbal estuvo a punto de provocar una tragedia.

Alejandro Laria Rajneri * 

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