Las armas las carga el Diablo, pero...

Actualidad 08 de noviembre de 2022
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Es conocido que, según dice el dicho, las armas que carga el Diablo las descargan los imbéciles -en su acepción más delicada-, pero quién provee las municiones es de mayor relevancia y nada nos informa ese refrán tan difundido. Y cuando refiero a municiones no pretendo circunscribirme a su sentido literal, sino a todas aquellas acciones, omisiones, distorsiones, difamaciones y provocaciones que funcionan como logística belicista que alienta la violencia.

Intolerancia a lo diferente

La diversidad hace a la esencia de toda sociedad, siendo lo homogéneo sólo expresión de pequeños círculos o, en su manifestación más extrema, un forzamiento absolutamente artificial y prepotente que esconde, cuando no reprime, las diferencias inherentes a lo humano en cualquier tiempo y lugar.

La política es la que organiza la vida en comunidad, la que ordena, la que regula, la que transforma las realidades contingentes, la que diseña modelos que moldean presentes y proyectan futuros, la que habilita o restringe conductas, la que reconoce o niega derechos e incluso los constituye o no como tales.

Es la política también el ámbito en el cual se dirimen las relaciones de poder, las pujas naturales existentes en todo espacio comunitario donde se confrontan ideas, ambiciones, posesiones, carencias y diversidades.

La democracia, en sus variadas y cambiantes formas, es uno de los sistemas que se propone para el desenvolvimiento de la política, cuya versión social y plural mostró -con sus imperfecciones- estar dotada de mejores atributos para asegurar una convivencia inclusiva, con equidad, con posibilidades de participación y decisión acerca de lo que nos es común. Factores, que en tanto se reúnan y cobren real vigencia ofrecen garantías ciertas de alcanzar un estadio de paz no exenta de conflictos, pero contando con vías de resolución razonables y capaces de proporcionar soluciones justas.

En tanto nos envuelve y nos abarca a todos, difícil sino imposible es que a alguien pueda serle ajena, por lo cual la apoliticidad que se asignan algunos -muchos en estos tiempos- consistiría en una ficción que, aunque sincera en su autopercepción, conspira contra los anhelos personales y, principalmente, para las realizaciones colectivas en las que indefectiblemente se subsumen las individualidades constitutivas del conjunto.

La incentivación de la apoliticidad es uno de los modos en que se desarrolla la política, la que persigue reducir a su mínima expresión el deseo y la responsabilidad de participar en la vida pública que tarde o temprano incidirá en todos los planos de nuestra existencia.

Claro que esa sensación tan extendida -como promovida- es fruto de una marcada degradación de la práctica política, que toma cada vez más distancia de las preocupaciones y necesidades de la ciudadanía, a la que no interpreta ni interpela y mucho menos convoca a asumir los compromisos indispensables para un mejor vivir.

La exacerbación de lo individual, la competencia absurda que pone en el otro la causa de las propias frustraciones, la resistencia a aceptar lo distinto sin que implique necesariamente compartirlo, la desconfianza como primera reacción ante quienes tenemos próximos o se nos aproximan, la falta de solidaridad o total desinterés ante las penurias de nuestros semejantes, conllevan a la ruptura de los más elementales lazos interpersonales y, finalmente, nos conducen a aislarnos de lo colectivo o a cerrarnos en colectividades refractarias de las demás otredades.

Es una época que va distinguiéndose por la resurrección de monstruos que se pensaban tan extinguidos como los dinosaurios, pero que por lo visto sólo estaban aletargados a la espera de que fueran despertados. Y ello da la impresión de producirse, no por un descuido de guardar prudente silencio sino por los estruendos de un patético clamor popular, nutrido por las capas medias y medias bajas de la población.

Signos, que deben encender las alertas para impedir que sea aún más sombrío el futuro que nos anuncian, al pasado oprobioso que pareciera estar olvidándose. 
La intolerancia es un directo emergente, causa y efecto a la vez de una corriente que más que espontánea es fruto de una planificación diabólica. Que debe combatirse tanto por el sentido que posee, como -y principalmente- porque no se trata de “tolerar” lo diverso, lo plural, lo distinto a uno, sino justamente de admitirlo y aceptarlo en tal condición sin que sea preciso comulgar con ello ni dejarlo fuera de debates, simplemente, reconocerle una entidad e identidad en la coexistencia comunitaria.  

¿Casos aislados o una tendencia?

Centrando la atención en Occidente, por su cercanía cultural -real o determinada por influencias colonialistas-, encontramos un enorme aumento de la intolerancia en todo tipo de ámbitos y cuestiones, que se expresa y permea con facilidad en la población.

Fenómenos que, si bien no desterrados, aparecían fuertemente morigerados como también inconcebibles de ser exaltados públicamente (sentimientos xenófobos, racistas, clasistas peyorativos, homofóbicos, sexistas, patriarcales), son hoy exhibidos, asumidos y difundidos sin ningún pudor, ni temor a un inmediato reproche social.
Más aún, en política se vienen convirtiendo en “caballitos de batalla” que pagan electoralmente, que obnubilan razonamientos elementales, que se proponen identitarios, cargados de moralismos insostenibles y que, sobre todo, son profundamente antidemocráticos.

Vemos crecer fuerzas partidarias, organizaciones e instituciones de esa índole en Francia, Italia, España, Gran Bretaña, Austria, Polonia o Hungría, que tiñen las más básicas vinculaciones interpersonales y sociales con consignas violentas, ungiendo referentes que adoptan para sus discursos tonos tan violentos como sus consignas.

La inseguridad ligada de inmediato a los “nadies” (los inmigrantes o sus hijos con nacionalidad europea, los expulsados de sus países por la misma destrucción de sus Estados o las guerras que se les imponen, en que la Unión Europea tuvo ostensible responsabilidad, los empobrecidos), las invocaciones supremacistas al igual que la permanente construcción de enemigos para justificar las acciones de violencia que pregonan, como el desprecio por quienes los enfrentan desde otras posturas ideológicas denunciando esas violencias, constituyen algunas de las manifestaciones que recrean otras épocas de intolerancia extrema.

Sin embargo, no deja de causar cierta sorpresa que en ese contexto y con el recuerdo no tan lejano de dos grandes guerras (1914/1918 y 1939/1945) que se desarrollaron en territorio europeo, arriesguen tanto en el conflicto entre Rusia y Ucrania por seguir el juego geopolítico de Estados Unidos. Que además de poner en peligro la seguridad energética y alimentaria de sus poblaciones, conlleva el riesgo de volver a convertirse en el “teatro de operaciones” de otra gran conflagración mundial, que hasta ahora venían eludiendo llevando la violencia bélica a la periferia subdesarrollada.

Lo diabólico, en aquel refrán aludido, sin reminiscencias religiosas sino con sentido absolutamente terrenal y humano, puede ser señalado en unas u otras potencias que actualmente están prontas a protagonizar una nueva “guerra fría”, que no significa otra cosa que servirse de países vicarios para sus particulares confrontaciones y eludir los costos consecuentes -en vidas y bienes- en sus propios países.

Sin que implique una preferencia en esa bipolaridad mundial, lo cierto es que en nuestra región ese rol lo cumple el Imperialismo estadounidense con sus nuevas estrategias de invasión no directa y militar de territorios, sino de las instituciones y de los resortes del Estado, mediante técnicas de acción psicológica para el formateo de un sentido común que, a poco que se lo analice, constituye un ostensible sinsentido. 

Entonces, se verifican similares envenenamientos sociales, cooptación del sistema judicial, utilización de los medios de comunicación para desinformar y deformar los acontecimientos cotidianos, instalación de los discursos de odio, estigmatizaciones de todo cuanto huela a nacional o popular.
Brasil, Colombia, Chile, Bolivia, Paraguay, Venezuela, Nicaragua, Cuba, Méjico, cada uno con sus singularidades e idiosincrasias son ejemplos de esa clase de operaciones que conspiran contra la soberanía y autodeterminación de los Pueblos. 

Violencia institucional 

La Argentina no está fuera de esa estrategia imperial, muy por el contrario, está en el núcleo de la misma porque posee dos factores que la distinguen -para bien o para mal, según los gustos- y que son: un Movimiento Nacional que sobrevive desde hace 70 años y cobra nueva vigencia ante los más feroces embates antinacionales, el Peronismo, y un Movimiento Obrero sin par en la región y en el mundo, consolidado en un sindicalismo que interviene decididamente en política por concebirla la fuente y condición de cualquier reivindicación gremial en la clásica disputa Capital / Trabajo.

Las campañas de desprestigio contra los sindicatos y su dirigencia, la búsqueda de crear -o agrandar- fisuras en el Frente de Todos, la presentación de su principal referente como ajena a aquella identidad política planteando al kirchnerismo como antagónico, son en última instancia la pretensión de neutralizar si no es posible erradicar de la escena política al Peronismo. 

En la vereda de enfrente se ocupan de cultivar la peor expresión del antiperonismo, fomentar un agonismo político que se circunscribe al “ellos o nosotros” sin disposición al diálogo y al debate de ideas, refractario a cualquier pacto democrático de gobernabilidad y de acuerdos sobre políticas de Estado estratégicas para el país.
Sin embargo, ese odio visceral que los anima se derrama también sobre los propios, si es que realmente sienten tales a quienes estando a su lado pueden competirles. Como se vio en el encuentro casual de Felipe Miguel, Jefe de Gabinete de Rodríguez Larreta, y la belicosa Patricia Bullrich, cuando al ir a saludarla lo cortó con la siguiente frase:

“No me crucés más por la tele porque la próxima te rompo la cara, conmigo no se jode, te lo aviso”.
Un detalle, se trata de figuras que militan en el mismo partido (PRO) y la exaltada dirigente es ni más ni menos que su Presidenta, y lo que no es menor, fue en ocasión de la presentación del libro que firma Macri como autor, titulado: “Para qué”.

Si así son entre ellos, más allá del “para qué” lo que debería inquietarnos es el “cómo va a ser” si vuelven a gobernar, y el “qué van a hacer” con quienes se le opongan democráticamente.

En sintonía con esa ofuscación violenta que preside conductas personales y actos políticos, aparecen otros protopolíticos de bajísima calidad institucional que esta generosa Argentina les permite revistar como parlamentarios. Javier Milei y Luis Espert, a quienes difícilmente se les cae alguna idea nueva, vuelven una y otra vez sobre la exigencia de una represión violenta a toda protesta que no sea las que protagonizan los acaudalados libertarios a los que sirven desde siempre.

Ese arco político tan afín con la penalización de los reclamos sociales guarda total silencio, menosprecia la gravedad del atentado contra la Vicepresidenta de la Nación y convalida la vergonzosa actuación de la Justicia en la investigación del intento de magnicidio. Cuando a la bifurcación incomprensible del trámite de las causas a cargo la jueza Capuchetti por ese delito y del juez Martínez de Giorgi sobre la organización a la que pertenecían los acusados de cometerlo, se suma la excarcelación de los más notorios integrantes de Revolución Federal detrás de la que aparecen terminales políticas y empresariales cuyas responsabilidades se elude investigar.

Intentar combatir fuego con fuego

Las violencias de hecho, de palabra y simbólicas no se agotan en esos ejemplos, sino que se manifiestan en diferentes terrenos como provocaciones constantes y conscientes del riesgo de generar estallidos sociales en el afán de desestabilizar la institucionalidad democrática.

Los empresarios que amagan con prestarse a contener un flujo de aumentos que no se condicen con sus costos ni con la ampliación desmedida de la rentabilidad obtenida, a pocos días de sellar un acuerdo (“Plan Precios Justos”, sobre una canasta básica de unos 120 productos) se despachan con remarcaciones inconcebibles e indecentes.

Por caso, los fabricantes de alimentos, bebidas y productos de limpieza e higiene personal, que se habían comprometido a no establecer aumentos de más del 4%, no transcurrido un día remiten a los supermercados nuevas listas de precios con incrementos de entre el 7 y el 15 por ciento, lo que replicará en porcentuales más elevados en los comercios de cercanía en los que se abastecen los sectores de menores ingresos.

A la par, quien ostenta la sobrerrepresentación de ese mismo empresariado, como Presidente de la COPAL (Coordinadora de las Industrias de Productos Alimenticios) y también de la UIA (Unión Industrial Argentina), que asumiera personalmente esos compromisos, se pasea por los medios afines haciendo advertencias al Gobierno para que se abstenga de fijar precios máximos, ejercer controles con fines sancionatorios y violentar las reglas del libre mercado.

Desde el norte continental, haciendo absoluta abstracción de la irresponsable conducta -contraria incluso a sus propios estatutos- magnificando el endeudamiento externo argentino y con un reconocido propósito de favorecer en el 2019 la reelección de Macri, nos llegan los “sanos y desinteresados” consejos del Fondo Monetario Internacional.

En su Informe sobre América Latina, destaca en nuestro país, que “las vulnerabilidades internas, las incertidumbres en torno a las políticas y el empeoramiento del entorno externo, están agravando las perspectivas locales”. Planteando, que “la adopción de políticas más restrictivas en el marco del programa respaldado por el FMI, será fundamental para apuntalar la estabilidad y contener la inflación”.

No basta con el control de daños

La violencia creciente, la abdicación de principios democráticos y la notoria insuficiencia de las representaciones políticas formales en términos de representatividad real, son fenómenos por lo visto muy extendidos.

Tanto como las injerencias cada vez más notorias de EEUU en la región valiéndose de las debilidades políticas y económicas que, en buena medida, responden a esa misma matriz de operaciones públicas y encubiertas.

La Argentina a poco de cumplir 40 años de poner fin a la dictadura genocida instaurada en 1976, iniciando el período más extenso de continuidad democrática y luego de superar múltiples vicisitudes, como eludiendo tentaciones de revancha por sobre procesos de Memoria, Verdad y Justicia, no puede ceder a provocaciones que frustren un Proyecto soberano con justicia social impulsado por un Estado Social de Derecho, plural e inclusivo.

El empobrecimiento creciente de la población se verifica a la par de la obtención de ganancias extraordinarias por los grupos -monopólicos y oligopólicos- del Capital concentrado, para cuya transformación en condiciones más equilibradas y equitativas se impone una decidida intervención del Estado que exceda el mero control de daños colaterales. 

El sostenimiento de la institucionalidad democrática debe ser la base para cualquier acción con tal propósito, siendo un presupuesto necesario generar un nuevo pacto de convivencia política que no aliente la violencia, que promueva el debate y que reconstituya los lazos de confianza de la ciudadanía con las representaciones partidarias como de las demás organizaciones de la sociedad civil.

Es indispensable operar en esos dos campos, simultáneamente. Pero también neutralizar el accionar de quienes promueven el odio para que idiotas útiles -o simples mercenarios- lo descarguen o disparen a mansalva, esterilizando los esfuerzos por alcanzar un estado posible de bienestar general que nos merecemos.  

por Álvaro Ruiz

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