Los magnates argentinos de los nueve ceros

Actualidad 05 de noviembre de 2022
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Nacido en 1971 en el seno de una familia próspera de la zona norte de Buenos Aires, Marcos Galperin estudió en el colegio San Andrés, siguió una formación en finanzas y luego en administración de empresas en Estados Unidos hasta fundar en 1999 las bases de Mercado Libre. Según afirmó en distintos reportajes, aprendió de su familia el gusto por los negocios, pero decidió conducirlos a una actividad bien distinta de la curtiembre que sus abuelos alemanes tenían en Santa Fe. Si bien no es ingeniero ni programador, pronto entendió que el futuro más promisorio estaba en las compañías tecnológicas. Como otros proyectos semejantes, Mercado Libre demoró siete años en ser rentable y al año de serlo, en 2007, empezó a cotizar en la Bolsa de Nueva York. Al principio, el negocio de Galperin se parecía mucho al de su competidor, DeRemate.com, que también vendía productos por internet. Poco a poco, Marcos fue afirmándose en la región al comprar las filiales y operaciones de su rival en la mayor parte de América del Sur y empezar a extenderse por Centroamérica. En 2006, ya tenía una rentabilidad remarcable: Mercado Libre alcanzó entonces ingresos anuales de 50 millones de dólares. Tres años más tarde, escaló a 180 y, en 2011, a 300 millones.

La comparación con las compañías petroleras que habían dominado el capitalismo en la etapa anterior ilustra bien su florecimiento y el de las empresas tecnológicas. De acuerdo con Vanoli y Galliano (2017: 236), en 2017, las acciones de Mercado Libre en Nueva York habían superado el valor de las de YPF. Y mientras la segunda registraba 20.000 empleados, a la empresa de Galperin le alcanzaban 3.500 trabajadores no sindicalizados para asistir a 166 millones de usuarios. Las ediciones recientes de Forbes internacional respaldan esta evolución dispar. Mientras Alejandro Bulgheroni vio apenas elevada su fortuna personal de 3000 millones de dólares en 2018 a 3.300 millones en 2021, Marcos Galperin había pasado de 1.600 millones a 6.100 millones en el mismo período. La fortaleza de la empresa se observa también en relación con sus pares. De acuerdo con Catalano (2017: 20), Mercado Libre era la octava plataforma de venta minorista con más visitantes únicos del mundo y la primera en todos los mercados en los que operaba. Pero el comercio electrónico no le era suficiente. En una región con altos niveles de informalidad y una financiación extrabancaria a tasas usurarias, su dueño se ilusiona con competir con bancos y tarjetas de crédito, “para liberarle el dinero a la gente que no está bancarizada, que es el 50%” (le comenta a Vanoli y Galliano, 2017: 258).

Aunque forma parte de los “ricos argentinos”, la tercera y última figura asociada a las élites socioeconómicas, Marcos Galperin es tan solo el miembro más vistoso de los recién llegados a este universo. Como otros jóvenes prósperos de su generación, logró crecer mientras el país enfrentaba un contexto macroeconómico inestable y hasta declinante. Pero, a diferencia de los Bulgheroni, su suerte no estuvo ligada a las ventajas ofrecidas por el Estado. Si bien Mercado Libre está inscripta en el registro nacional de beneficiarios de la ley del software y de promoción del conocimiento, ni su despegue ni su crecimiento dependieron de estas políticas. Con una visión global del negocio, Galperin logró desarrollar un unicornio tecnológico y financiero con proyección en toda América Latina, afirmándose en nuevas formas de integración menos basadas en el esfuerzo de sus trabajadores que en el aporte de usuarios conectados a través de su portal. Galperin también comparte con otros emprendedores contemporáneos rasgos menos subrayados por la prensa. La sede central de la empresa no está en Buenos Aires sino en Delaware, y su dueño mudó varias veces su residencia entre la Argentina y Uruguay por razones impositivas y políticas. La estructura accionaria también ilustra las reglas del capitalismo actual. Hace algunos años, Galperin y su familia eran accionistas principales de Mercado Libre con apenas el 9% de las acciones, el resto se comercializaba en la Bolsa de Nueva York (Catalano, 2017: 90). En 2021, la situación había cambiado y el principal accionista había pasado a ser Baillie Gifford & Co. (una empresa de inversiones escocesa).

Mientras Galperin representa a un empresariado competitivo y abierto, el mundo de las élites socioeconómicas argentinas es menos conocido y destacable. Al menos en las páginas de Forbes, lo acompañaban herederos de la oligarquía, miembros de la burguesía enriquecida durante la segunda posguerra y compatriotas de flamante fortuna con orígenes dispares. Entre ellos se mezclan Alfredo Coto (dueño de una carnicería en los años setenta y hoy, de la cadena de supermercados de capital nacional más grande del país) o Alberto Pierri (exdirigente peronista que presidió la Cámara de Diputados de la Nación en los años noventa y hoy controla una compañía de servicios digitales con licencias preferenciales por parte del Estado). ¿Qué nombre dar a las heterogéneas élites de la globalización? Mientras la preocupación sobre la degradación de la equidad crece, la conceptualización de los estratos superiores se estancó.

Hubo que esperar a comienzos del siglo XXI para que se generalizara la alusión a “los ricos”. Claro está, el capitalismo tardío no los inventó, pero nunca se había generalizado un modo tan despojado de designar a las élites socioeconómicas. Las publicaciones que les están destinadas los llaman “hacedores”, “emprendedores”, “creadores de riqueza”. Para el debate público y las ciencias sociales, “rico” se afirmó como la categoría de preferencia.

Tanto en los principales diarios como en las revistas académicas, esta denominación surgió en contraste con los sectores medios y populares. Recorriendo el diario La Nación a lo largo de los últimos veinte años, se observa que las notas dedicadas a los pobres son siempre mucho más frecuentes que las consagradas a los magnates, pero que estos fueron ganando interés. Una recorrida por las publicaciones académicas revela la absoluta desproporción entre los estudios realizados sobre los ricos y sobre los pobres, pero también se hace evidente el empleo de la primera categoría.

A esta atención mediática y académica se sumaron las iniciativas militantes y hasta la autopercepción de ciertos protagonistas. Desde la crisis de 2008, el colectivo Occupy Wall Street hizo suya la denuncia contra el 1% más rico de la población llamando al otro 99% a manifestarse en contra de las políticas que los apañan. En todo el mundo comenzaron a discutirse propuestas para endurecer las cargas tributarias, al tiempo que Oxfam, una confederación de organizaciones sin fines de lucro, comenzó a especializarse en documentar y denunciar la concentración de la riqueza. La crisis del covid-19 llevó a la ONU y el FMI a recomendar impuestos a las grandes fortunas para financiar los costos de la pandemia. En algunos países, el activismo estuvo incluso respaldado por multimillonarios. Las proclamas más conocidas son la de Warren Buffett y la de la asociación de Millonarios Patrióticos (autodenominados “traidores a su clase”) que respaldan un sistema tributario más justo.

En cuanto a la magnitud de la riqueza concentrada en pocas manos, en uno de sus documentos, Oxfam (2019: 10) concluye que, en 2018, veintiséis personas detentaban el mismo patrimonio que la mitad más pobre de la humanidad. De acuerdo con un canal de negocios, cuando Forbes elaboró la primera lista de cuatrocientos multimillonarios en 1982, su fortuna totalizaba 93 000 millones de dólares, y hoy alcanza los 2,4 billones (según el Consumer News of Business Channel, CNBC, del 04/10/2017). Para las consultoras de riqueza internacional (Metcalf, 2020), la crisis del covid-19, lejos de perjudicar a las familias más ricas, sostuvo o incrementó sus patrimonios.

¿He aquí la élite socioeconómica del nuevo milenio? Empecemos por decir que, a diferencia de los sustantivos anteriores, la noción de “rico” es el resultado de una operación contable. En lugar de designar “casos típicos” que enlazan un conjunto de atributos –como la oligarquía o la burguesía nacional–, esta categoría remite a lo que Desrosières y Thévenot (2002 [1988]) llamaron una “clasificación por criterios específicos”. Precisamente, la virtud de los ricos es que permiten replicar, para la opulencia, la metodología empleada en la medición de la pobreza. En los dos casos se fija una línea que demarca grupos estadísticamente. En el caso de los ricos, una diversidad de personajes quedan ubicados en el mismo estrato a condición de cumplir con un único requisito: la magnitud de sus fortunas.

Dentro de los laboratorios consagrados al cálculo de la riqueza se destaca la mencionada revista Forbes, fundada en 1917 en Estados Unidos y más tarde con franquicias en varios países. A veces existe cierta colaboración de los implicados, pero en todos los casos un grupo de especialistas estima las ganancias obtenidas en distintas actividades a lo largo del tiempo. Esta tarea supone un costo tal que los estudios académicos y hasta los Estados suelen recurrir a esta publicación para fundar sus análisis sobre el tema. Con el correr del tiempo, Forbes se fue volviendo más exigente y se concentra hoy en la minoría de superricos: los millonarios que igualan o superan los 1000 millones de dólares (los “members of the three-comma club”), que podríamos llamar los “magnates de los nueve ceros”. En este grupo se ubica el hombre más rico del mundo en 2021, Jeff Bezos, dueño de Amazon, con 177.000 millones de dólares, y el argentino de mayor fortuna, Marcos Galperin, con 6.100 millones de dólares el mismo año. Los equipos locales de Forbes también elaboran rankings sobre los personajes más prósperos de cada país. En 2021, la revista identificó a los cincuenta argentinos más ricos, de los cuales cinco formaban parte de las superfortunas, algunos a título individual y otros como patriarcas de familias multimillonarias.

Otros laboratorios de cálculo acompañan a la revista estadounidense en la tarea de sumar familias que, sin estar en la cúspide ni ser tan famosas, también pueden ser consideradas ricas. El problema es que, cuando la visibilidad resulta menos ventajosa, los datos se vuelven menos confiables. Para el siguiente escalón de la riqueza ya no hay nombres propios ni cálculos individualizados, sino estimaciones de consultoras globales. Dentro de ellas, el estudio de Knight Frank (2021: 81) afirmaba, en 2020, que existían en la Argentina 85 583 personas con más de un millón de dólares (incluyendo su residencia principal), de los cuales 881 superaban los 30 millones y 7 eran mil millonarios. El problema de estas fuentes, que buscan proponer información similar para decenas de países, es que no se basan en relevamientos específicos, sino en conjeturas estandarizadas. Esto les impide aprehender la especificidad de las sociedades que analizan y sobre todo de aquellas con menos información pública y gran inestabilidad. La Argentina es categorizada, de hecho, como un país con datos poco confiables.

Los registros estatales también aportan información a través de las declaraciones tributarias. Esta fue precisamente la innovación introducida por Thomas Piketty, y Facundo Alvaredo fue el encargado de caracterizar el 1% superior en la Argentina. En valores en dólares de 2000, Alvaredo (2010: 55) calculaba que estos perceptores cobrarían en promedio por mes aproximadamente 44.500 dólares, mientras los que ocupaban el 0,1% obtendrían al menos 163 000 dólares. Con ese criterio, estimaba que alrededor de 120.000 argentinos estaban ubicados en 2010 en el 1% superior de la distribución.

Hay que reconocer que, aunque la evasión fiscal es un problema persistente en la Argentina, la captación de los grandes patrimonios mejoró en los últimos años, sobre todo tras el blanqueo propiciado por el gobierno de Mauricio Macri en 2017 y alentado por el temor de los potenciales contribuyentes a que los países compartieran datos bancarios. Sobre esta base, el gobierno de Alberto Fernández presentó el proyecto “Aporte solidario y extraordinario para ayudar a morigerar los efectos de la pandemia”, que gravaba las grandes fortunas de alrededor de diez mil personas con un patrimonio superior a los 200 millones de pesos a fines de 2019, es decir, el equivalente por entonces a poco más de 3 millones de dólares.

¿Qué sabemos de estos sujetos además de la cantidad de ceros que componen sus fortunas? Poco. Las revistas de negocios y celebrities ofrecen las imágenes más laudatorias. Junto a los retratos sobrios y sonrientes de los miembros de ese podio, ilustran la modernidad de los distritos financieros, sus rascacielos y helicópteros, los viajes y objetos lujosos que evidencian su riqueza. Las publicaciones menos lisonjeras proponen círculos coloridos donde aparecen el nombre, la generación, la actividad y el país de estos potentados.

Los perfiles sociológicos son menos habituales. La mayoría de las fuentes indican que los ricos son mayoritariamente varones, tienen activos diversificados y, en el caso de los argentinos, arraigan una proporción de sus fortunas en el exterior. Respecto de oligarcas y burgueses, conocíamos algo más sobre sus vínculos con las poblaciones nativas y sus trabajadores, sobre su relación con la naturaleza y las grandes maquinarias. En las interpretaciones sobre los ricos, alcanza con contraponer su suerte con la de sus sociedades. Tal vez porque requieren menos trabajadores, porque sus inversiones son más volátiles o simplemente porque cualquier otro atributo sustantivo resulta menos generalizable, el rasgo que suele subrayarse es su cosmopolitismo: la autonomía conquistada en relación con los territorios y poblaciones de donde extraen su riqueza. En palabras de Bauman:

La movilidad adquirida por las “personas que invierten” –los que poseen el capital, el dinero necesario para invertir– significa que el poder se desconecta en un grado altísimo, inédito en su drástica incondicionalidad, de las obligaciones […]. Aparece una nueva asimetría entre la naturaleza extraterritorial del poder y la territorialidad de la “vida en su conjunto” (Bauman, 2010 [1998]: 17).

Mientras la oligarquía y la burguesía nacional evidenciaban un punto de encuentro e interdependencia con otros grupos, la noción de rico se inscribe en representaciones que expresan la fractura y el contraste. Tanto los ricos como los pobres contemporáneos forman parte de una estampida que dilató, en las últimas décadas, la separación entre los que más y menos tienen. Las sociedades de posguerra habían logrado cierta “medianización”, en el sentido tanto de un incremento proporcional de los miembros de las clases medias como de cierta estandarización de formas de vida que parecían volverse universales. Desde los años setenta, estos estándares se debilitaron, concentrando las ventajas y desventajas en los polos.

Numerosas investigaciones se ocuparon de evidenciar el contraste. En los abordajes matemáticos, la contraposición propone una equivalencia entre la magnitud de las fortunas y la cifra de algún activo socialmente valioso o las carencias de los más vulnerables. Para Oxfam (2015: 41), por ejemplo, en 2014 los casi 1200 argentinos multimillonarios poseían un patrimonio equivalente al 26% del PBI y a 5,3 veces la inversión pública en salud. Por su parte, las estrategias cualitativas seleccionan poblaciones con rasgos opuestos y describen sus diferencias. Las miradas suelen posarse en los conurbanos de las grandes ciudades. Allí, a la proliferación de villas y asentamientos se enfrenta el aumento de barrios cerrados. De un lado del muro, casillas hacinadas de chapa y cartón; del otro, mansiones con piscina y césped impecable. A metros de distancia, los más prósperos saborean las expresiones más excelsas de las artes culinarias, mientras los más pobres apenas logran eludir el hambre.

Para Carman (2015), el contraste encubre algunas semejanzas. Tanto los distritos más ricos como los más pobres se acercan, cada uno a su modo, a los atributos de un gueto. Aunque viven a veces de manera contigua, los habitantes de los barrios cerrados y las villas de emergencia residen en espacios homogéneos y replegados sobre sí mismos. Este relativo encierro, por fuera del alcance estatal, lleva a que la presión comunitaria sea mayor y se haga menos presente la intervención de terceros, entre ellos, las autoridades e instituciones del Estado. Las estadísticas públicas encuentran problemático cuantificar a sus residentes y la policía prefiere permanecer al margen. En los barrios peligrosos, la desidia o el temor la lleva a desentenderse de la seguridad de sus habitantes; en los barrios cerrados, se muestra prescindente ante vecinos que bien saben recompensar su discreción. 

La pobreza de los ricos y los límites de la denuncia moral
Aunque la preocupación por los ricos tuvo la gran virtud de reintroducir a los estratos más altos en las indagaciones sobre la desigualdad social y de documentar cuánto su riqueza los distancia del resto, esta tercera figura presenta insuficiencias. Como indicaron los estudiosos de la pobreza: incluso si se fundan en registros irreprochables, los ejercicios aritméticos no son homologables a las categorías sociológicas observables en el mundo de la vida, ni capaces de explicar y aún menos de revertir los fenómenos que identifican. Como plantea François Dubet,

el sociólogo siempre tendrá dificultades para creer en la ceguera de las multitudes y la omnipotencia de las ideologías. Si el 1% arrasa con las riquezas a expensas del otro 99% que se indigna pero no hace nada […], es porque estos últimos no son un bloque homogéneo capaz de actuar como tal (Dubet, 2015: 23).

Las insuficiencias señaladas en el trazado de las líneas de pobreza constituyen un buen punto de partida. La fijación de una frontera clara es polémica y lleva a que todos los esfuerzos se concentren en operaciones matemáticas. Los especialistas en pobreza subrayaron la poca confiabilidad de los datos empleados (por los sesgos que supone la declaración de ingresos), la arbitrariedad de los límites establecidos, la heterogeneidad de los sujetos englobados y el carácter limitado de una noción que se contenta con subrayar la privación. Estas deficiencias se observan también en el caso de los ricos: nunca queda clara la línea de demarcación satisfactoria y, por lo tanto, la composición de este podio selecto. ¿Existe un umbral preciso a partir del cual un argentino puede ser considerado rico? ¿Qué frontera separa la reproducción holgada de la vida de la opulencia? En la Argentina, el universo de los ricos podría estar compuesto, en la segunda década del siglo XXI, por el 10% de argentinos activos mejor remunerados (casi un millón y medio de personas), por los 120 000 contribuyentes ubicados en el 1% de la distribución, por los 10 000 alcanzados en 2020 por el impuesto a las grandes fortunas o incluso por los cincuenta más prósperos o los nueve superricos. De hecho, solo Marcos Galperin ostentaba en 2021 una fortuna equivalente a la de 6.100 millonarios. Las dificultades de demarcación son aún mayores en la experiencia cotidiana, donde la metáfora del muro es más bien excepcional. Las mansiones de los más ricos se sitúan en un degradé que acolchona el contraste.

Al igual que con los más vulnerables, la heterogeneidad encubre algo más sustantivo: las historias (y por lo tanto, las causas) que están detrás de estas situaciones extraordinarias y que, en el caso de los ricos, remiten al poder que fueron o son capaces de ejercer. Sin dudas, todos pueden permitirse consumos ostentosos, pero el poder adquisitivo es el más banal de todos sus poderes. Mientras Jeff Bezos revolucionó con Amazon la dinámica del comercio o Mark Zuckerberg transformó con Facebook el modo en que la gente se relaciona entre sí, Bárbara Bengolea Lafuente de Ferrari es heredera de una fortuna argentina proveniente de negocios que pocos conocen. Entre los ricos del país no solo conviven descendientes de la oligarquía, empresarios nacionales y dueños de unicornios tecnológicos. Hay algunos que sobreviven gracias al amparo estatal y otros que hicieron sus fortunas a pesar de las regulaciones adoptadas en el país; los hay que contratan miles de trabajadores y otros que apenas recurren a un estudio que administra sus fortunas. Tanto en el mundo como en la Argentina, con sus negocios algunos ricos transformaron la vida de sus contemporáneos, mientras otros se pasean por el mundo, dedicados al dolce far niente. Hay ricos para todos los gustos. Los hay para Kiyosaki, un gurú financiero que profesa que ser rico es vivir sin trabajar, como para quienes exaltan a los self made man que no dejan nunca de esforzarse.

A estas deficiencias compartidas con los pobres, se agregan otras que hacen aún menos confiables los datos sobre los ricos. Por un lado, a diferencia de los cálculos de pobreza que se asientan sobre los datos recogidos en el terreno por las Encuestas de Hogares y a través de un único relevamiento, las bases de Forbes, de las consultoras internacionales y de las agencias tributarias combinan formas de construcción muy distintas. La falta de datos no es producto de la desidia, sino de una voluntad manifiesta de reserva o encubrimiento. Y no todos los ricos son igualmente discretos o engañosos. Es evidente que las revistas y consultoras de negocio tienden a visibilizar más a quienes amasaron sus fortunas con actos destacados; los herederos despiertan menos atención y quienes acumularon ganancias en actividades ilícitas apenas son mencionados. Gabriel Zucman plantea que la riqueza escondida en guaridas fiscales es uno de los problemas más acuciantes de los Estados occidentales. Lo que se subraya menos es que la evasión y la elusión no aquejan por igual a todos los países: se calcula que aproximadamente un 10% del producto bruto del mundo se encuentra en guaridas fiscales; la proporción escala al 40% o 50% del PBI de países como la Argentina o Grecia (Alvaredo y otros, 2018: 264).

Por otro lado, si la noción de necesidad es difícil de definir (porque supone establecer el umbral mínimo de dignidad para un ser humano), la de riqueza no lo es menos y engloba relaciones muy diversas con el resto de la sociedad. No es lo mismo poseer un yate que una cosechadora, un conjunto de colocaciones financieras que una empresa de muchos trabajadores. Para poder comprender cómo funcionan las desigualdades sociales, es necesario examinar la naturaleza de los recursos en juego. Oxfam suele contraponer el patrimonio de los ricos con el PBI. Pero no es del todo correcto. La riqueza se compone de bienes inmuebles, corporativos, acciones u otros activos; el PBI solo suma los bienes y servicios elaborados por un país en un año. Para realizar una estimación adecuada, tendríamos que calcular el stock de riqueza poseída por los millonarios en el país con el stock de la riqueza nacional. Según Ariel Coremberg (2012: 30), la riqueza argentina era, en 2004, ocho veces su PBI. La importancia relativa de los ricos sería, pues, muy inferior a la calculada por Oxfam.

A la poca confiabilidad de los datos se suma el problema de la escala geográfica. Los datos que analizan a los pobres se basan en una cartografía de hogares claramente identificables en el territorio. La información sobre los ricos es mucho más opaca y exige considerar registros tributarios, bancarios, financieros y corporativos distribuidos en distintos lugares y bajo formas diversas de propiedad. Quienes producen los listados sobre los ricos no se preguntan sobre su residencia ni tienen, en general, la intención de ahondar en las diferencias entre el centro y la periferia. Forbes produce un podio global y podios nacionales de riqueza como si se tratara solo de agrandar o achicar la lupa.

Ahora bien, creer que los ricos de todos los países valen lo mismo es una muestra más de imperialismo cultural. Los hombres más ricos expresan, en cierta medida, el tamaño y la pujanza de sus países. No es lo mismo tener éxito en Bolivia que en China, en la provisión de servicios personales que en la explotación de petróleo. La posibilidad de acumular grandes fortunas está relacionada con la magnitud de los negocios en juego. Para mencionar solo algunos ejemplos, de los 2755 multimillonarios relevados por Forbes en 2021, 724 eran estadounidenses, 626 chinos, 65 brasileños, 42 franceses, 13 mexicanos, 9 chilenos, 6 peruanos, 5 argentinos, 5 colombianos y 1 venezolano. Por otro lado, la nacionalidad imputada a los hombres más acaudalados poco nos dice sobre los flujos de donde se alimentan sus fortunas ni de las agencias tributarias ante las cuales responden. Entre los ricos globales figuran dueños de compañías como Zara, Apple o Nike, reconocidas en el mundo entero. Si las riquezas que concentran no provienen solo de los países donde residen sus dueños o principales accionistas, ¿deberían considerarse parte de la élite argentina porque desarrollan aquí sus negocios? ¿Lo es Lionel Messi si hizo su fama y su fortuna fuera del país y enfrentó juicios impositivos en España? ¿Lo es Marcos Galperin, instalado en Uruguay y exonerado de ciertas responsabilidades tributarias?

Aun cuando pudiera establecerse una raigambre clara entre los ricos y sus países, tampoco hay evidencias robustas sobre la relación entre sus fortunas y el devenir de sus naciones. Contrariamente a la importancia que les otorgan los discursos celebratorios y críticos, mientras la riqueza de los países tiende a corresponderse con el bienestar de sus habitantes (Schteingart y Kejesfman, 2021), la fortuna de los ricos no presenta un vínculo ni directa ni inversamente proporcional. En algunos casos, los grandes patrimonios, las condiciones de vida de los más vulnerables y la economía nacional progresan al unísono. Desde finales de los años ochenta, en China, millones de personas salieron de la pobreza al tiempo que se acumularon grandes fortunas. En los países anglosajones, la proporción de la riqueza capturada por el 1% escaló en los últimos cuarenta años, en detrimento de las mayorías. En Europa, los perceptores de altos ingresos se distanciaron del resto pero en menor medida (Hager, 2020: 1178).

En la Argentina, la contracción de los últimos años parece haber sido ecuménica: ni los ricos se salvaron. Es cierto que, si nos contentamos con las estadísticas, cuando se destruyen empresas o más personas pierden ingresos, las compañías más grandes y los perceptores mejor remunerados se llevan “proporcionalmente” más. Pero eso no quiere decir que ganen. Cuando la riqueza se contrae, un incremento proporcional puede acompañarse de negocios o ingresos menores. También es indiscutible que, como en otras crisis, haya quienes lograron incrementar sus ganancias. No obstante, en términos agregados, lo que prima es la pérdida. En palabras de Forbes, el ranking argentino refleja de manera elocuente el mayor proceso de destrucción de riqueza de su historia. Muestra el impacto de largos años de estanflación, devaluación y pérdida masiva de empleos acelerado en los últimos meses por la pandemia del covid-19 y el mal clima de negocios.

Según la revista, los ricos argentinos acumularon en 2020 una cifra casi un 20% menor a la exhibida en 2019, que a su vez mostraba una reducción del 17% en relación con 2018. Los análisis del grupo de Piketty coinciden y observan el repliegue no solo en la Argentina sino en varios países de la región (De Rosa, Flores y Morgan, 2020). Si bien los dueños de unicornios tecnológicos se beneficiaron con el boom de la economía digital y luego con la crisis del covid-19, a la mayoría de los ricos argentinos les fue mejor en tiempos de bonanza.

Si la Argentina se destaca por su inestabilidad y muchas explicaciones lo imputan a la conformación de sus élites, corresponde subrayar que el país no se distingue ni por la cantidad ni por la magnitud ni por las fuentes de riqueza de sus ricos. Si consideramos los datos de Forbes para un año menos sensible a la crisis reciente, como 2018, la riqueza total concentrada por los cincuenta argentinos de mayor fortuna se correspondía con la mitad del patrimonio del estadounidense más rico del mundo y con la de los cuatro brasileños más prósperos de ese mismo año. Los ricos argentinos no estaban entre los más ricos del continente, ni captaban una proporción mayor de la riqueza del país ni eran más numerosos en relación con la población. En Chile, hay muchos más multimillonarios per cápita, mientras en la Argentina, Brasil o Perú se registra aproximadamente uno cada cinco millones de habitantes. Al menos sobre la base de los datos disponibles, las fuentes de las fortunas argentinas tampoco los diferencian de sus congéneres de la región. En la mayor parte de estos países, los ricos son aquellos vinculados con las riquezas naturales, la obra pública, las actividades financieras, algunas industrias o servicios de punta.

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La “oligarquía”, la “burguesía nacional” y los “ricos” se sucedieron, a lo largo de los siglos XX y XXI, como figuras centrales a la hora de designar a las élites socioeconómicas en la Argentina y en América Latina. La notoriedad de estas nociones reposó sobre su capacidad para iluminar grupos predominantes dentro de los estratos superiores y la singularidad del vínculo que entablaron con las sociedades de su tiempo. Su popularidad y su vigencia también descansaron en la apropiación que hicieron de estos términos sus contemporáneos, de la admiración y esperanzas que despertaron en algunos, de la condena y los reproches que merecieron en otros.

Que sigan conviviendo sin orden ni jerarquía revela tanto la persistencia de los pequeños grupos que designan como las distintas funciones interpretativas que cumplen. Como lo expresan muchos discursos, tanto del peronismo y la izquierda como de los nostálgicos de la Argentina decimonónica, las familias tradicionales (y con ellas, la evocación de la oligarquía) continúan avivando el encono y la fascinación de muchos argentinos. Hace tiempo, no obstante, que sus miembros dejaron de contarse entre los protagonistas más destacados y numerosos en las principales actividades económicas y políticas del país.

La burguesía nacional, por su parte, sigue movilizando los reclamos de empresarios y trabajadores con notable eficacia para congregar voluntades y defender, en momentos críticos, a las unidades productivas locales. La mirada más atenta de economistas y sociólogos revela que, después de la dictadura, la vacilante importancia de la burguesía nacional siguió erosionándose y que poco queda de la fraternidad que hermanaba a los grandes grupos económicos con los pequeños y medianos empresarios volcados a satisfacer la demanda doméstica. Poco queda también de las ilusiones que se depositaban en ellos como sujetos históricos capaces de revertir las desigualdades.

En las últimas décadas, el término “ricos” se despojó de toda singularidad regional o nacional para afirmarse en la designación de una nueva élite cosmopolita. La noción se fue generalizando para subrayar cuánto la globalización financiera permitió al capital independizarse de sus ataduras, poniendo en evidencia una concentración de la riqueza inédita. Aunque esta última figura revista mayor actualidad, su simpleza analítica y su generalización abusiva impiden reconstruir los vínculos del capital con las poblaciones y los territorios donde arraiga.

A diferencia de lo que se observa en Europa o Estados Unidos, las desigualdades sociales en América Latina tienen larga data y se moderaron más que agravarse en las primeras décadas del siglo XXI. De hecho, si bien desde 2005 el número de ricos latinoamericanos aumentó, su proporción por habitantes es apenas superior al de África e insignificante en relación con el número observado en Asia del Pacífico, Estados Unidos o Europa (Alarco, Castillo y Leiva, 2019: 60). Es lógico que el estancamiento y luego la reversión de las conquistas alcanzadas por muchas naciones de América Latina tras la crisis del covid-19 abran nuevos interrogantes. Requieren, sin embargo, una mayor atención a las particularidades locales. En la Argentina, las grandes fortunas no se nutrieron de la ruina colectiva y más bien evolucionaron al compás del resto de los grupos sociales: la mayoría de los ricos se enriqueció a comienzos del siglo XXI y retrocedió en los últimos años.

La primera enseñanza que nos dejan las figuras analizadas es que las élites socioeconómicas constituyen una expresión cabal de la historia. En la Argentina, no es el cierre y la reproducción ineluctable de sus clases altas lo que se observa en la cúspide, sino una superposición de capas geológicas donde algunas familias consolidadas lograron renovarse y sobrevivir y otras aprovecharon las oportunidades abiertas por su tiempo y escalaron hasta la cima. Entre las más ricas se encuentran descendientes de las élites virreinales que se hicieron fuertes en la explotación de la tierra, bisnietos de europeos que llegaron al país sin patrimonio a finales del siglo XIX y se enriquecieron con la pujanza de las ciudades, nietos de otros inmigrantes que alcanzaron estudios universitarios en la primera mitad del siglo XX, con el prestigio y el ingreso que procuraban por entonces los títulos profesionales. También hay sucesores de empresarios que amasaron fortunas en la posguerra, hijos de quienes ganaron con la “plata dulce” de la dictadura. Desde 1983, se multiplicaron los gerentes de compañías extranjeras, los empresarios innovadores, los especuladores sagaces, los expertos prósperos, los cortesanos enriquecidos a costa de las arcas públicas.

La heterogeneidad de las élites socioeconómicas se suma a la de las clases medias y los sectores populares contemporáneos. Hay, entre ellas, viejos y nuevos miembros de los estratos más altos, dueños de empresas, altos ejecutivos y brokers, perezosos y workahólicos, liberales y kirchneristas, grandes empleadores o gestores de fortunas sin territorio, cultores del rugby y fanáticos maradonianos. Mientras la movilidad se fue haciendo más difícil para los sectores medios y populares, la universidad pública, las crisis económicas, los booms productivos y tecnológicos o la cercanía al poder abrieron oportunidades que a muchos los llevaron alto y lejos. Ante esta diversidad y fluidez, deberían importar menos los nombres propios que los mecanismos que orientaron la ambición y permitieron la concentración de los beneficios.

Pensar en los mecanismos de acumulación nos devuelve al problema de las escalas. Las nociones de oligarca y burgués remiten a una unidad nacional acotada; la de rico, en cambio, a un mundo sin fronteras. Si las poblaciones vulnerables se “territorializaron” y los ricos se hicieron más cosmopolitas, ¿cuál fue el impacto de estas transformaciones sobre la estructura social? ¿En la cúspide de qué pirámide se ubican las clases altas? ¿Hay una única élite global que no respeta fronteras o sigue habiendo núcleos de riqueza nacionales? ¿Y en qué sentido importa diferenciarlos?

Por Mariana Heredia y Juan Dellacha * Revista Anfibia

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