Tanta alegría como preocupación

Actualidad - Internacional 01 de noviembre de 2022
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En la segunda vuelta electoral más peleada desde el regreso a la democracia, Luiz Inácio Lula da Silva acaba de convertirse en el primer presidente electo para un tercer mandato en Brasil, mientras que Jair Bolsonaro acaba de convertirse en el primero que intenta la reelección y no la consigue. Con más de sesenta millones de votos, Lula batió su propio récord de 2006 y es el candidato más votado −en números absolutos− en la historia del país. Aun así, la diferencia fue mínima e incluso menor de lo que pronosticaban las encuestas: 50,9 por ciento para Lula y 49,1 por ciento para su adversario.

—Es la victoria de un inmenso movimiento democrático —festejó Lula en San Pablo a poco de conocerse los resultados. 

Su triunfo se explica por la vigencia de su popularidad personal, sobre todo en el nordeste del país, pero también por la aversión a Bolsonaro de un amplio espectro político que cerró filas detrás del Partido de los Trabajadores (PT) y que planteó la campaña en términos de democracia o peligro de autocracia. Con medio país a favor y medio en contra, Lula hizo un rápido llamado a la unidad: 

Es hora de restablecer la paz entre los que piensan distinto. No existen dos Brasil. Somos un único país, un único pueblo, una gran nación.

En la noche del domingo, Bolsonaro no hizo declaraciones y se fue a dormir temprano, según informaron los voceros del Palacio de Planalto. Ni siquiera recibió a sus ministros. Algunos de sus aliados hablaron por él y reconocieron el triunfo de Lula. A menos que haya sorpresas en las próximas horas, los temores previos a que el bolsonarismo no admitiera la derrota parecen despejados. Todos los demás temores sobre lo que empieza para Brasil a partir de hoy siguen en pie.

Frente democrático

De esta forma, el expresidente vuelve al poder en una suerte de vindicación personal, tras pasar más de un año y medio en la cárcel. En aquellos días comenzó a mostrarse haciendo ejercicio -como forma de testificar que tenía energías suficientes para enfrentar los nuevos desafíos- y luego se casó con Rosângela da Silva, apodada “Janja”, quien jugaría un papel importante en su círculo íntimo y en la campaña electoral. Esta vez, Lula no fue el candidato del Partido de los Trabajadores (PT) sino de la coalición lo más amplia que pudo conseguir: la “unidad hasta que duela” fue la meta. El voto al frente “Brasil de Esperanza” es resultado del solapamiento de un voto de clase -en tanto “pobres” más que trabajadores- con un voto democrático contra un gobierno que, más que a un sistema autoritario stricto sensu, llevó al país a una inédita degradación de la vida cívica y oscuros vínculos entre el poder y grupos violentos.

Con todo, los resultados vuelven a mostrar la resistencia electoral bolsonarista, asentada en diversas redes -desde milicias hasta iglesias evangélicas conservadoras- que van más allá del liderazgo individual del presidente. Mientras Lula consiguió unos tres millones de votos más que en la primera vuelta, Bolsonaro obtuvo siete millones adicionales. Así, Bolsonaro le puso en estos años una cuarta B, la de su apellido, al bloque de la biblia, el buey y la bala (BBB), es decir la conjunción del voto evangélico, el negocio agropecuario y la seguridad. Se trata de una fuerza que lo antecede. Al igual que en todas partes donde crece la extrema derecha, el bolsonarismo “se comió” gran parte del voto de la derecha moderada. Como señaló el filósofo brasileño Rodrigo Nunes, Bolsonaro es más un catalizador que un demiurgo o creador (2).

La multitudinaria adhesión a Lula, más allá de la pluralidad de motivos que la empujó, constituyó una ola democrática para poner fin al bolsonarato, una ola que congregó desde el Movimiento sin Tierra y el Partido Comunista hasta sectores de la elite económica y judicial. La elección estuvo muy lejos de ser un enfrentamiento pueblo vs. oligarquía. Los electores de Lula han dado incluso una batalla por reapropiarse de la camiseta de la selección de fútbol: los colores verde y amarillo habían sido usados en 2013 en las masivas protestas contra Dilma Rousseff y luego fueron monopolizados por el bolsonarismo. Lula representa hoy más una vuelta a la normalidad que un proyecto de cambio profundo o una ola de izquierda, y buscó combinar el voto anti-bolsonaro con la movilización de la nostalgia por los “días felices” del lulismo. Esos que le permitieron abandonar el poder en 2010 con más de 80% de apoyo. En esa época nadie lo trataba de comunista, como haría luego la extrema derecha.

Todos estos elementos fueron suficientes para ganar, pero no por nocaut. Bolsonaro resistió con una variedad de recursos discursivos que conectaron, como se vio el domingo 30 de octubre, con la mitad de la sociedad brasileña: la denuncia de la “corrupción” del PT; la lucha contra la inseguridad mediante la libertad de portación de armas; la defensa de dios y de la familia. Todo esto fue reforzado con una distribución de recursos -como el plan Auxilio Brasil- que chocaba contra el neoliberalismo ortodoxo de su ministro de Economía Paulo Guedes, y la organización de una verdadera milicia digital capaz de difundir cataratas de fake news (3): el lusismo tuvo que salir a desmentir, por ejemplo, que el ex presidente tuviera un pacto con… el diablo.

Más que un gobierno, Bolsonaro organizó, desde el poder, una estrategia de campaña electoral permanente, con una intensa movilización de sus seguidores en base a un discurso de choque antiprogresista. En esas dinámicas, fue reafirmando su contacto con las “masas” pero de una forma más bien caótica, sin partido, y con sobreactuaciones negacionistas como las vividas durante la pandemia.

Pero hay un elemento más. Parte del discurso anti-Estado de las derecha latinoamericana actual tiene una amplia recepción entre la enorme masa de la población que pulula entre la informalidad y el “emprendedorismo”. La “economía moral” de estos sectores puede coincidir con discursos contra el “asistencialismo”, en favor de la portación de armas o el rechazo a los impuestos (con la convicción de que es mejor tener la plata en el bolsillo que dársela al Estado). Como apunta Nunes, “para mucha gente en las periferias de Brasil la lucha constante de todos contra todos es ya una realidad vivida cotidianamente, y la idea de que nadie va a intervenir puede sonar no como amenaza, sino como liberación”. A ellos se suman, además, quienes, desde la elite, apoyan la visión neoliberal de Bolsonaro, la que encarna el ministro Guedes, lo que da lugar a un bloque policlasista cuyo pegamento es el antiprogresismo, incluso declinado como un anticomunismo caricaturesco.

Pero si Bolsonaro tenía un proyecto en alguna medida refundacional, su vertiente más ideológica combinó a ultraliberales como Guedes con mesiánicos delirantes como los seguidores del fallecido teórico de la conspiración Olavo de Carvalho. Fue el caso, por ejemplo, del ex canciller Ernesto Araújo, que llegó a proponer una “alianza cristiana” con la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Trump y terminó por volver a Brasil una especie de paria global (uno de los aliados fue el Israel de Benjamín Netanyahu: la primera dama Michelle Bolsonaro votó el 30 de octubre vestida con una camiseta con la bandera israelí y escribió en Instagram: Dios, Patria, Familia, Libertad). Como en el caso del expresidente de Estados Unidos, fue su perfil de presidente pendenciero -más que su ideología- lo que a la postre frustró su reelección.

Freno a la extrema derecha

La victoria de Lula suma un gobierno más a la nueva ola de progresismo latinoamericano. Como repite el politólogo Andrés Malamud, es la oposición la que viene ganando en la región (4). Pero en su mayoría estas oposiciones son de centroizquierda. Esto está generando un nuevo mapa político que combina ambos elementos: la izquierda ganó más gobiernos que durante la “marea rosa” de mediados de los años 2000 y espacios como la Alianza del Pacífico se diluyeron como bloques liberal-conservadores alternativos al “populismo”. Al mismo tiempo, la adhesión a estos gobiernos progresistas es hoy más volátil y los votantes más propensos a decepcionarse.

La derrota de José Antonio Kast en Chile en 2021 y ahora la de Bolsonaro en Brasil frenan la posibilidad de que las extremas derechas accedan o conserven el poder en el subcontinente latinoamericano. Eso puede enviar un mensaje a fuerzas como el PRO en Argentina, que viene coqueteando con una derechización más acentuada. Estas derrotas, sin embargo, no diluyen la incidencia de las derechas “duras” en las sociedades ni sus posibilidades de funcionar como vías de canalización del malestar y el inconformismo social.

En el plano regional, uno de los desafíos del progresismo en este nuevo contexto es la normalización democrática de Venezuela, que atraviesa complejos cambios sociopolíticos (5). Con la oposición venezolana debilitada, los gobiernos de izquierda de la región pueden jugar un papel en reemplazo del desaparecido Grupo de Lima, sin mirar hacia otro lado: si hoy está de moda hablar de las “democracias iliberales” como una forma de erosión desde adentro de la democracia, en el caso latinoamericano el “iliberalismo” proviene en gran medida de la “izquierda” (a Venezuela se suma el giro más abiertamente dictatorial de Nicaragua), Esto pone en evidencia, como ha señalado el presidente chileno Gabriel Boric, la necesidad de una vara común frente a las violaciones de los derechos humanos. Por su peso regional, Brasil tendrá mucho que decir sobre estos asuntos.

La resurrección

 Enorme animal político, el ex obrero metalúrgico -sin ahorrar pragmatismo y “magnanimidad”- logró articular una coalición en torno a él, amnistiar a enemigos y ser amnistiado por ellos, ponerse la campaña al hombro y salir al ruedo en busca de la absolución de la historia tras la anulación de su condena por parte de la misma justicia que la había avalado. El abismo bolsonarista facilitó, sin duda, el éxito de esa empresa. Uno de los acercamientos más significativos fue con el expresidente Fernando Henrique Cardozo, quien tuiteó dos fotos con cuatro décadas de diferencia: en una se los ve a él y a Lula jóvenes en la época de la lucha contra la dictadura militar; en la otra aparecen juntos en la actualidad, otra vez en un combate por la democracia. El nuevo vicepresidente, Geraldo Alckmin, era otro enemigo político de Lula, y ahora, tras abandonar el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB, centroderecha) y afiliarse pragmáticamente al Partido Socialista, es una de sus allegados más cercanos.

Bolsonaro se constituyó, como pudo verse en los debates televisivos, en un enemigo tenaz. A la vez que azuzaba ad infinitum a sus bases, el presidente proyectaba una imagen de austeridad que lo conectaba con la “gente normal”, mientras habilitaba la satisfacción de transgredir la “corrección política”. Hace cuatro años, Bolsonaro pudo entrar al Planalto como un outsider, en buena medida gracias a la intrascendencia que marcó sus 27 años como diputado. Muchos lo conocieron durante el impeachment contra Dilma Rousseff en 2016, cuando invocó risueñamente al coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, “o pavor” de Dilma: se refería a su papel como torturador durante la dictadura, cuando Rousseff estuvo detenida como militante de la izquierda armada.

Marx, en uno de los prólogos del Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, señala que en ese libro buscó demostrar “cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”. Queda pendiente terminar de entender cómo Bolsonaro, que fungió como una suerte de “lumpen-presidente”, consiguió erigirse como “mito” -así lo llaman sus seguidores- y obtener, aun perdiendo, el voto de casi la mitad los brasileños. En todo caso, el resultado habla de la fortaleza de Lula para renacer de sus cenizas pero también de la debilidad del PT para renovarse como partido y superar sus estigmas, que no solo tienen que ver con las fakes news y de la persistencia de la derecha dura como bloque político-cultural, como se ve en el Congreso y las gobernaciones.

El pasaje del PT de partido de la clase trabajadora a partido de los pobres fue dibujando un nuevo mapa político (pérdida de influencia petista en San Pablo o Río de Janeiro en favor del Nordeste), transformando la relación líder-partido (del petismo al lulismo, en palabras del sociólogo André Singer) y redefiniendo las formas de abordar la reforma social. Las protestas de 2013, que luego darían lugar al posterior “giro a la derecha”, se originaron en una serie de políticas y malestares colectivos ampliamente subestimados por el PT. Luego vendría la conocida ofensiva judicial, que combinó intereses políticos y judiciales con menos coherencia de largo plazo, como se vería luego, cuando el propio Tribunal Supremo anuló la sentencia a Lula, que la que el manido término “lawfare» da a entender.

Giancarlo Summa escribió que la historia reciente de Brasil puede resumirse en tres portadas del semanario británico The Economist, que varían sobre uno de los símbolos más icónicos del país: la estatua del Cristo Redentor. La primera, publicada en 2009, muestra al Cristo transformado en un cohete impulsado hacia los cielos, bajo el título “Brasil despega”. En la segunda, de 2013, la estatua del cohete cae en picada, fuera de control, y la revista se pregunta: “¿Brasil lo ha echado a perder?”. Finalmente, en la tercera portada, que apareció en junio de 2021, la estatua aparece inmóvil, con una máscara conectada a un tanque de oxígeno, una referencia directa a la desastrosa gestión de la pandemia. El diagnóstico es inequívoco: “La década funesta de Brasil”. Una cuarta portada podría transmitir, ahora, un Cristo Redentor expectante, quizás aliviado, con una esperanza limitada. Muchos brasileños, en teoría, habrían querido una tercera fuerza, no votar ni por Lula ni por Bolsonaro, pero esa tercera fuerza nunca despegó, y fueron estos dos candidatos los que canalizaron dos visiones ubicadas en las antípodas en un país que vivió la campaña electoral como una guerra civil de baja intensidad. Lula, en su discurso de triunfo, con tono de estadista, se comprometió a volver a unir esos pedazos de Brasil. Y restituir la credibilidad internacional de un país con su reputación por el suelo. “Estoy mitad alegre, mitad preocupado”, sintetizó.

Por Pablo Stefanoni * Le Monde Diplomatique

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