Furia roja y resistencia negra

Actualidad - Internacional 07 de octubre de 2022
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Rio de Janeiro. En la noche del 28 de agosto de 2022 se escuchan gritos a tono con un gol de Flamengo. No era fútbol, ni tampoco cacerolazo: Anitta, la popularísima cantante de funk carioca, devenida icono pop, ganaba un premio de MTV. Gracias al hit global Envolver, por primera vez subiría los colores de su país al famoso podio que, desde 1984, elige al mejor videoclip latino. Pero al escenario no subió ni el verde ni el amarillo, sino un vestido rojo furioso, en una opción nada inocente, cuyo significado sin dudas escapaba a los espectadores que aplaudían en Los Ángeles. “Yo fui criada en la favela”, les dijo, “y esta noche presento aquí un ritmo que durante muchos años fue considerado un delito en mi país”, en alusión a la represión policial de los bailes funk, surgidos en Río de Janeiro durante la dictadura militar.

Si para los artistas y productores del millonario negocio de la música latina en los Estados Unidos la elección del vestido rojo pasaba de largo, los fans de Brasil sabían muy bien lo que estaba en juego. Esta cantante que cuenta sus seguidores en las redes de a decenas de millones, un mes antes había declarado su voto al candidato Lula da Silva en un post fiel a su estilo explosivo e icónico. Lo hizo un miércoles 13 (número del PT, Partido de los Trabajadores), sin mucho texto, con una foto de fondo negro. Ella, abrazada a una barra de pole dance, formaba una letra L con su brazo y, en el montaje, al ajustadísimo vestido rojo se le agregaba una estrella en el cachete izquierdo del culo. Todo repleto de símbolos: el número 13, la L de Lula y la estrella del lado izquierdo de este Brasil polarizado.

Verde y amarillo, apropiados 

Las elecciones de 2022 estuvieron marcadas por una batalla cromática. Rojo de un lado, mientras en la otra orilla el bolsonarismo secuestraba los colores de la bandera nacional. Nossa bandeira jamais será vermelha fue un lema central del bolsonarismo desde la disputa electoral que, en 2018, llevó al ex militar a la presidencia de la República. La frase puede ser leída como un punto de convergencia entre un rancio, difuso, intempestivo pero eficaz anticomunismo y un ataque directo al color que identifica al PT desde su fundación en 1980. Como otros movimientos de ultraderecha en el mundo, el bolsonarismo se apropió de los colores de la bandera nacional y hasta de la mismísima camiseta de la selección brasileña, que Bolsonaro lució en 2022 para ir a votar en la primera vuelta. Usar la camiseta de la selección y colgar una bandera verdeamarela en la ventana de un departamento, prácticas asociadas a los rituales del fútbol, se convirtieron en los últimos años en mojones de una identidad política conservadora y chauvinista que sigue demostrando fortaleza.

Esa bandera nacional secuestrada por la ultraderecha tiene su historia. Formada por un rectángulo verde con un rombo amarillo, el centro contiene una esfera azul celeste con la inscripción “orden y progreso” y una estrella por cada uno de los estados de la federación. Niñas y niños escuchan que esa bandera fue creada en 1889, junto con la proclamación de la República, en reemplazo de la antigua bandera imperial. En la escuela también aprenden que sus colores tienen significados específicos. El verde de fondo – les dicen – simboliza el gigantesco patrimonio forestal del país, el amarillo el oro de su riqueza, el azul sus caudalosos ríos y su extensa costa atlántica. Esta versión borra de la historia las continuidades con la bandera imperial y la persistencia de los símbolos de las casas reales de la propia familia del Emperador: el verde era una alusión a la Casa Real de los Bragança y al amarillo a los Habsburgo.

La reinvención republicana de los significados de los colores de la bandera es parte de una serie de disputas de sentido que llegan hasta hoy. Se refleja en las palabras de Benedita da Conceição, una mujer negra de 69 años que, consultada sobre el tema para la sección Povo Fala de un diario, responde: “El verde es esperanza, ¿verdad? El amarillo, ¡qué se yo! ¿Desesperación? El azul no sé”. Leída a la luz de la campaña de 2022, en la que el PT reunió una alianza de partidos bajo el tema “Brasil de la Esperanza”, la frase de la jubilada Benedita también puede ser comprendida como un impasse de desconcierto entre la memoria afectiva de los símbolos nacionales y la usurpación fascista de sus colores. En las redes sociales se nota sin hacer gran esfuerzo: verdeamarelo es el tono de “patriotas” y “cristianos” que braman el lema oficial “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”.  

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Rojo refugio

No fueron pocos los que encontraron en el rojo un refugio. En el libro Querido Lula, que reúne una muestra de las cartas que el actual candidato del PT recibió cuando estaba preso en Curitiba, se notan las huellas de esa pasión carmesí, a la vez sangrante, furiosa y enérgica. “A mi eterno presidente”, comienza su carta la enfermera Adriane Cunha, “le escribo en rojo porque ahora adopté ese color”. Le contaba a Lula que se hizo petista con tierna edad, cuando trabajaba de empleada doméstica en una casa donde el patrón comía de todo mientras ella se iba a dormir con hambre: “cuando una es pobre, solo piensa en comida, sueña con saber el gusto del Danone, en la clara de huevo convertida en budín de coco e imagina jugo cuando toma agua con pasta dental”. A los 43 años, Adriane atribuía a los años del PT la salida del hambre, su carrera de enfermería, su casa y su auto, los dos hijos en la universidad pública y el otro una escuela privada. Abrazada al color rojo de la tinta de la carta, juraba a Lula no abandonarlo jamás.   

En una carta llegada del norte de Brasil, Lucas, que se presentaba como un “don nadie” del interior de Natal, le contaba a Lula que había vivido catorce años sufriendo para pagar su alquiler. Durante los gobiernos del PT se había podido comprar una casa, a través de un programa de vivienda que le garantizó pagar por mes menos de lo que muchos de sus amigos todavía pagan para alquilar. Un día – le decía– el departamento será enteramente mío y “para mayor desesperación de la burguesía me compré un automóvil Celta rojo en homenaje al PT”. En una entrevista con un popular y derechoso presentador de televisión conocido como Ratinho, Lula criticó a Bolsonaro por acabar con el principal programa de viviendas de la era PT (Minha casa, minha vida) y abrir un nuevo programa llamado Casa Verde & Amarela, al que provocó por no construir “una mierda” (porra nenhuma). “Quiero construir casas para que la gente la pinte del color que quiera”, le dijo Lula a Ratinho, “verde, amarilla, azul, branca, hasta rojo quiero que las pinten”.

El resiliente capital político de Lula y su extraordinaria capacidad de movilización son tan reales como la onda conservadora congregada alrededor del verde amarillismo bolsonarista que, pese a la pandemia, la inflación y el retorno ominoso del hambre, sigue con la misma fuerza de 2018. La fuente de ese vigor abre interrogantes que llevará años responder, pero ninguna respuesta podrá omitir la eficacia del discurso reaccionario contra las luchas identitarias de los movimientos negro e indígena, trabajadores sin tierra, organizaciones LGBTQIA+ y feministas. Junto al fantasma del comunismo, estuvieron bajo la mira de los principales ataques y sufrieron la maquinaria de noticias falsas que llevó al bolsonarismo al poder en 2018 y que hoy lo mantiene con vida. Entre las camisetas verdeamarelas que pueden encontrarse en las manifestaciones bolsonaristas, una de las más usadas lleva la inscripción “mi ideología es Brasil”, que además de omitir la pujante base ideológica del conservadurismo reconstruye la dicotomía fascista entre los valores nacionales y las ideologías globales apátridas.            

No es solo una batalla discursiva y cromática. En un contexto de fomento del armamentismo civil, las vidas humanas que pueblan esos movimientos penden de un hilo. Brasil detenta récords siniestros de femicidios (con altísimo porcentaje de mujeres negras), asesinatos por homofobia, transfobia, racismo, violencia política contra militantes de partidos de izquierda y ambientalistas. La campaña electoral previa a la primera vuelta dio señales de la gravedad de la situación y de la capacidad de fuego de la onda reaccionaria. El 10 de julio de 2022, en Foz de Iguaçu un agente penitenciario asesinó a tiros al petista Marcelo Aloizio de Arruda cuando celebraba su cumpleaños. La fiesta, repleta de globos rojos y la torta decorada con emblemas del PT fueron manchadas con sangre después que el asesino abriera fuego al grito de “Aquí es Bolsonaro”. En Mato Grosso otro bolsonarista acuchilló e intentó degollar al campesino Bendito Cardoso dos Santos, que murió en el acto. Según el Observatorio de la Violencia Política y Electoral, durante la primera mitad de este año hubo al menos otras cuarenta muertes parecidas. Por las redes circuló una historieta con la bandera brasileña de fondo y dos hombres con remeras de colores diferentes. En el primer cuadro el hombre de rojo es atacado por el de verde, que levanta un bastón mientras grita “Nossa bandeira jamais será vermelha”. En el segundo, una enorme mancha roja de sangre cubre parte de la bandera.  

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Resistencia negra

Sin ese contexto no puede entenderse el camino que llevó a una cantante como Anitta a tomar posición, después de años de ataques a sus elecciones corporales, a propósito de sus tatuajes hot y de los usos de su cola en el perreo. El festival Lollapalooza Brasil y el Rock in Rio 2022 mostraron la perseverancia del conservadurismo moral que tuvo la osadía de tratar de censurar el uso de símbolos asociados al PT. La polarización llevó a la mayor parte de los artistas, inclusive a los más renuentes a perder fans, a gritar Fora Bolsonaro en pleno show. El rojo estuvo en todos lados, conjugado con otro color que es el signo de la desigualdad en este país: el negro. Si ayer y hoy Brasil se cifra en música, había en esos festivales una fuerza inaudita que emanaba de la fusión entre la furia roja y la resistencia negra, cuya potencia también se vio en las urnas. Quizás la performance más elocuente de esa convergencia haya sido la reversión de una vieja canción que el rapper Emicida presentó con la artista drag Pabllo Vittar y la cantante trans y negra Majur. El estribillo, escrito por el compositor Belchior en plena dictadura militar, gana ahora nuevos sentidos: 

He sangrado demasiado

He llorado como un perro

El año pasado me morí

Pero este año no me muero 

El tour mundial de Emicida lleva el nombre de un color: AmarElo, pero la disposición de las letras encierra otro mensaje. Amar como Elo, amar el enlace de la cadena de militancias. Abrazarlo para que nadie más muera y para construir una vida que valga la pena. Resuenan en Emicida las palabras del poeta Carlos Drummond de Andrade, escritas en el medio de la noche fascista de 1940: 

Llegó un tiempo en que no sirve morir 

Llegó un tiempo en que la vida es una orden 

La vida, apenas, sin mistificación.      

No todo está perdido, pero el desafío es preservar el enlace sin perder de vista la oscuridad del horizonte.

Por Diego Galeano

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