Desmesura

Actualidad - Nacional 14 de septiembre de 2022
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Hace tiempo que la política se ha salido de cauce. Sin medidas positivas que proponer, sin programa de reformas, sin planes, enunciando vacilante y no muy seguramente cambios aislados, de gravísimas consecuencias sociales, la oposición ya durante la pandemia demostró su incontinencia, su absoluta falta de moderación, de proporciones, su falta de límites, la desmesura. Después, ante supuestos ataques por parte del oficialismo al ordenamiento constitucional, el diario de doctrina tituló “un gobierno alzado contra la Constitución” y, en la letra de uno de sus columnistas estrella, “la corrupción pública es equiparable a los delitos de lesa humanidad”.

La política argentina nunca se valió de tamaños desbordes verbales, aún en épocas difíciles. Es que lo que hace esta oposición no es política, como bien lo advierten Miguel Angel Pichetto y hasta Gerardo Morales, hombres políticos al fin. Una vez más, hay que reconocer que la Dra. Elisa Carrió ha sido una de las grandes precursoras de esa actitud, con sus invocaciones bíblicas, con sus menciones al Apocalipsis y a otros desórdenes siderales. No atienden todavía a aquello que dijo alguna vez Michel Rocard, el líder siempre postergado del P.S. francés en su época de oro: “Para esto se ha inventado la política, para que la gente no se mate en las calles”.

También, y en gran medida, influyen en esa actitud de la oposición los medios. Y obtienen lo contrario de lo que se proponen, que sería opacar y a la postre borrar el nombre de la-gran-enemiga. Le dedican un amplísimo número de notas, columnas y opiniones a la vida y acciones u omisiones de Cristina Kirchner. Lo hacen, claro está, críticamente. Pero no es lo que importa. Como bien sostienen comunicadores muy profesionales, en la arena política no interesa que hablen bien o mal de usted, sino que lo hagan, para que lo conozcan (es a lo que apostaba, sonriendo pícaramente, Manuel Mujica Láinez para la fama en el campo literario). Eso por un lado; por el otro, llama la atención la abundante difusión de sus pocas intervenciones públicas, en lo que incluso algunos opositores califican como “la transmisión casi en cadena nacional”.

Es posible que el miedo y la angustia que el peronismo engendra en ciertos sectores sociales lleve a esta auto persecución fantasmática. Ella hizo crecer y desarrollar la idea de que pronto (quizás por la mutua aproximación en el calendario) se iba a reproducir el 17 de octubre del ‘45 y, en efecto, un sábado de agosto en Recoleta, en un nivel altamente simbólico ya que no real, el espejo fue ganando magnitud: los puentes levantados y superados fueron remedados por las torpes vallas que puso la oposición; la choriceada en la calle elegante creó una copia intemporal y manuscrita de las patas en la fuente; en fin, el sitio venerable de las clases altas pareció profanado por esas masas plebeyas, hechos que atraen toda la interpretación (anacrónica, torcida, equivocada) del cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar, puesta a la luz del día y de la noche.

Por cierto, los maestros del psicoanálisis pararon mientes en la desmesura. Sigmund Freud, quien se ocupó de la angustia desde muy temprano, vio a esta como generada por la libido, no satisfecha y, en consecuencia, a aquélla, hija de la angustia. Jacques Lacan, quien con sus enormes conocimientos literarios era llamado, y él mismo se denominaba con orgullo a veces, el Góngora del psicoanálisis, veía justamente en Góngora al que la hizo arrancar, como idea, que luego fue concepto, y atribuyó certeramente al poeta y dramaturgo cordobés esta característica tan destacada justamente del Barroco, que impregna a su vez toda la obra y el estilo lacanianos. Eso no le impidió compararla, por ciertos ángulos, con la locura o, para suavizar, con “la neurosis enloquecida”.

La percepción de Freud, leída hoy por nosotros, aparece como el temor y la angustia, muy argentinos y contemporáneos, ante el peronismo, Cristina Kirchner y, sobre todo, las incontenibles masas juveniles en las calles: otra vez la invasión, la ocupación (así lo dicen y lo sienten) del espacio sagrado. Y, como siempre, hay que tener cuidado con las palabras; el acto puede estar ya en la lengua. A veces, las palabras llevan directamente a los hechos o se transforman (como quiere la llamada escuela pragmática de la lingüística), son hechos (por ejemplo, en las llamadas frases performativas, en las que al emplearlas se cumple el acto, “sí, juro” quiere decir que juro, las frases que comienzan “te prometo” son en sí misma promesas, etc.).

Ahora, todo esto debe ser revisto después del atentado contra la vicepresidenta, el intento, calculado y largamente estimulado, de magnicidio. Pocos meses antes, tuvimos la guillotina en la Plaza de Mayo y supuestos cadáveres en bolsas; después, algún desorientado diputado propició la pena de muerte; mentes descabelladas alentaron un juicio político al presidente, sin controlar los daños que inclusive a sí mismas podían infligirse. Al punto que, apartándose, las interrogó entonces el ecuménico aliado radical Facundo Manes: “¿Qué quieren? ¿Destituir al presidente y que asuma Cristina Kirchner?”. Vinieron todo tipo de agresiones verbales; un conocido exministro, exradical, liberal, cansado de simular seriedad y equilibrio, se soltó y afirmó “son ellos o nosotros”; otras personalidades inexistentes lo imitaron. La desmesura una vez más, transformándose en costumbre. El terreno estaba suficientemente abonado.

Si François Dubet fuese freudiano, probablemente atribuiría “este tiempo de pasiones tristes”, que engendra “la sociedad de la cólera”, a un malestar generalizado de la cultura, tan bien analizado por Freud entre sus últimos ensayos, cuando veía palpablemente crecer el nazismo; si fuese neoliberal, lo atribuiría al Estado, mal de males, con su intromisión en la vida de los individuos y su secuela de daños a la vida privada, la propiedad en primer lugar; si religioso, a la muerte de Dios; si marxista, a que es el hábito que viste hoy la lucha de clases, dirigiendo hacia enemigos imaginarios lo que tiene causas y efectos precisos.

Por Mario Goloboff

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