Impunidad al palo

Actualidad - Nacional 31 de julio de 2022
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No por esperado deja de ser sorprendente el fallo de los camaristas Leopoldo Bruglia, Pablo Bertuzzi y Mariano Llorens, que consideraron ajustada a derecho la conducta desplegada por los ex integrantes de la AFI, aunque la calificaron también de atípica, porque se enmarcaba en las funciones de protección de la figura presidencial y la seguridad interior asignadas a la Agencia.

Claudio Bonadío, el fallecido juez federal penal de Comodoro Py, se jactaba de haber inventado la categoría del derecho penal creativo. El doctor Glock hizo uso y abuso de la aplicación de tipos penales que no se encuadraban en las conductas sometidas a su análisis en el proceso penal. Esa fue su marca registrada y por eso buena parte de las causas que dejó sin resolver van perdiendo impulso y su destino final es incierto.

 
Por su parte, los tres camaristas no tienen como punto de partida la aplicación de la legislación vigente. Su esfuerzo se concentra en utilizar aquella parte de la norma que les permita crear las mejores condiciones para sustraer de la futura sanción penal a ciertos procesados que han tenido activa participación en el ejercicio del poder político y a quienes les ha llegado la hora de afrontar sus responsabilidades a través de un proceso penal democrático y respetuoso de los derechos de todas las partes.

Es evidente para cualquier interesado en conocer la génesis de la Ley de Inteligencia, sancionada el 27de noviembre del 2001 y reformada el 5 de enero del 2015, que su contenido esencial es la protección de los derechos personalísimos del ciudadano y evitar los desbordes históricos de la inteligencia sin control que fueron moneda corriente en todas las dictaduras. En cualquier circunstancia, y más aún cuando los espiados son familiares de las víctimas de una tragedia como el hundimiento del submarino San Juan, primero está el ciudadano de a pie, el que sobrelleva su desgracia con dignidad y reclama que se esclarezcan los hechos y se asignen responsabilidades en función de las pruebas aportadas.

Lo primero que nos dice la Ley de Inteligencia es que ningún organismo puede atribuirse facultades para cumplir funciones policiales, ni hacer investigaciones criminales, y tampoco puede obtener información sobre personas por el solo hecho de su raza, fe religiosa, acciones privadas y/o sociales u opiniones políticas, sindicales, culturales o laborales, así como por la actividad lícita que desarrollen en cualquier esfera de acción. Tampoco le cabe a la inteligencia influir del modo que sea en la situación institucional, política, militar, policial, social y económica del país. Todo el artículo 4º incluye las restricciones a la inteligencia, con lujo de detalles.

Para que no queden dudas, en el siguiente se ratifica que las comunicaciones –todas– son inviolables, excepto cuando mediare orden o dispensa judicial en sentido contrario. Y para evitar la delegación de responsabilidades, las actividades de inteligencia serán ordenadas por las máximas autoridades de cada organismo.

Es obvio que una ley tan preceptiva tenía que establecer también un procedimiento para autorizar el ejercicio de facultades excepcionales. De esto se ocupa el artículo 18, que textualmente dice: “Cuando en el desarrollo de las actividades de inteligencia o de contrainteligencia sea necesario realizar interceptaciones o captaciones de comunicaciones privadas de cualquier tipo, la Secretaría de Inteligencia deberá solicitar la pertinente autorización judicial. Tal autorización deberá formularse por escrito y estar fundada indicando con precisión los números telefónicos o direcciones electrónicas o de cualquier otro medio, cuyas comunicaciones se pretenda interceptar o captar”.

La autoridad judicial interviniente será el juez federal penal con competencia jurisdiccional. Luego se determinan con precisión los plazos para el ejercicio de esta facultad excepcional, su eventual prórroga, y hasta las medidas a adoptar para iniciar la causa si correspondiere y la destrucción o borrado de los soportes de las grabaciones.

Este tipo de disposiciones son comunes en las leyes de inteligencia de otras latitudes. Es indispensable un control jurisdiccional que valide las necesidades del Poder Ejecutivo Nacional cuando estamos restringiendo libertades esenciales. Y ello sólo es admisible cuando hay muy buenas razones. Las que sin duda no existieron cuando se decidió espiar a las víctimas.

Ahora bien. Una obligación tan explícita, precisa, fundada y congruente con el resto de la ley, no ha merecido tan siquiera una alusión de parte de los camaristas en sus 28 fojas de sentencia. Para Bruglia, Bertuzzi y Llorens esta parte de la ley parece ser considerada no operativa. No se ha solicitado autorización y a ellos parece no importarles, pese a que las sanciones penales no son menores.

En el artículo 40 se ha dispuesto que quienes indebidamente interceptaren, captaren o desviaren comunicaciones serán reprimidos con prisión de tres a diez años e inhabilitación especial por el doble de tiempo. La omisión de destrucción y/o borrado de los soportes de la grabaciones acarreará prisión de dos a seis años. La magnitud de las sanciones no parece haber atemorizado a los diversos funcionarios de la AFI ni de los demás organismos desde que el 6 de mayo del 2016, mediante el decreto 656/2016, se aprobó un nuevo estatuto para el personal de la Agencia y comenzaron a aparecer nuevos operadores para preservar en su integridad la seguridad del Presidente de la Nación y de sus familiares directos.

Respecto a este tema, los camaristas le dedican nada menos que 14 fojas a discurrir sobre los tres anillos que conforman la seguridad presidencial. En el primero reina la Policía Federal, encargada de la custodia y protección personal e integridad del Presidente, y de los traslados. En el siguiente, la Casa Militar mantiene el control de la Casa de Gobierno, la Quinta Presidencial de Olivos y otros lugares de residencia transitoria del Presidente y su familia, además de brindar el apoyo logístico. Y finalmente vendrán las fuerzas de seguridad locales, a las que se sumarían otras fuerzas de seguridad.

Todo esto es muy lógico –o no tanto–, pero volvamos a recordar que se estuvo haciendo recolección de información entre los familiares de los marinos que tripulaban el submarino San Juan, se puso un cuidado excepcional y malsano sobre las preguntas que estos padres, madres, hermanos e hijos iban a hacerle al Presidente de la Nación y a su ministro de Defensa. Se infiltraron agentes de inteligencia en sus manifestaciones y se los destrató a punto tal que se animaron a ocupar una parte de la Plaza de Mayo para expresar su pedido de respuesta a las preguntas formuladas en todos los ámbitos en que fue necesario. La Justicia federal de Comodoro Rivadavia no tuvo mejor comportamiento, pero no los agredió como lo hizo el Ejecutivo con sus actividades de espionaje.

La preocupación del Ejecutivo, receptada al pie de la letra por los tres camaristas, es lograr la más aceitada coordinación de las acciones en los tres anillos antes señalados y, sobre todo, el rol del adelantado presidencial, del cual se ocupan estos jueces cuando el Presidente tiene que trasladarse al interior del país para cumplir con su agenda. Nadie en su sano juicio pediría que se dejaran de tomar las medidas de seguridad para que el jefe del Ejecutivo tenga el contacto más estrecho y frecuente con su pueblo. ¿Pero es que tanto se teme a la presencia de la ciudadanía cuando se expresa con reclamos imperativos de información y respeto por el dolor de esas familias?

Se fueron sumando organismos oficiales y crecieron las necesidades de tener todo controlado, en particular las manifestaciones frente a la Base de la Armada Argentina en Mar del Plata. Pero a nadie se le ocurrió preguntarse si estaban cumpliendo con lo que establece la Ley de Inteligencia, que es nada más ni nada menos que la autorización de un magistrado federal al que había que explicarle por qué se querían captar las comunicaciones de un colectivo familiar agredido que todavía espera información exhaustiva sobre el naufragio del San Juan.

Los jueces se solazan con lo que califican como ausencia de hipótesis criminal en cuanto que la captura de información no fue alimentada por motivos de raza, fe religiosa, acciones privadas, pertenencia gremial, política o para buscar influir en la situación política, institucional o social.

En última instancia, como señalan algunos de los procesados, “los informes de conflictividad se hicieron siempre” y “con la finalidad de proteger la seguridad interior”. “La única diferencia que introdujo el gobierno anterior (el que lideraba Macri) fue la creación de las bases AMBA; lo que varió, reitero, fue la autoridad a quien debíamos reportar, más no lo que teníamos que hacer”.

La resiliencia de estas estructuras del Estado es solo comparable a la terquedad del Poder Judicial, que construye su discurso con prescindencia de lo que establece la letra viva de la ley. Ambas instancias se abroquelan cuando todos saben que se estuvo espiando a una parte de la “familia naval”, precisamente abandonada a la deriva, de la que se termina sospechando cuando el mismo Presidente y su ministro de Defensa no se hicieron cargo de su responsabilidad, y las máximas jerarquías del arma ni siquiera aprovecharon esta oportunidad para modificar sustancialmente programas de adiestramiento, establecer niveles de alistamiento, capacitación y tiempos mínimos de actividad operativa para garantizar la seguridad de las tripulaciones.

Desgraciadamente, lo que se esperaba fuera una experiencia sanadora configura una estafa fenomenal a la legitimidad de la Justicia. La causa pasará a la instancia superior, la Corte Suprema, donde dormirá el tiempo que sea necesario hasta que aparezca la ventana de oportunidad para ratificar este desatino.

Pero los hechos son testarudos. Se ha violado groseramente la Ley de Inteligencia y se lo ha hecho mediante un procedimiento insólito, el olvido de la ley.

Pablo Carlos Martinez * abogado y fue secretario de la Comisión de Defensa del Senado durante más de 15 años. Para El Cohete a la Luna

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