La línea roja de las potencias no es la guerra, es la recesión

Actualidad - Internacional 25 de julio de 2022
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Este domingo se cumplieron cinco meses de la invasión rusa a Ucrania, una ofensiva militar que no solo desató la primera guerra en Europa en más de 20 años y el mayor flujo de refugiados en el continente desde la Segunda Guerra Mundial, sino que también inició una escalada entre Rusia y las potencias occidentales como no se veía desde la Guerra Fría. El resultado es que hoy existen dos guerras paralelas y los efectos de cada una desnudaron dónde yacen los verdaderos límites de las potencias internacionales: ya no se habla de un diálogo de paz, sino de un acuerdo para exportar cereales; ya no se trata de "una nueva batalla por la libertad" -como dijo el presidente de Estados Unidos, Joe Biden-, sino de controlar los precios de los combustibles y la energía; y ya no se trata de la soberanía ucraniana, sino de la posibilidad cada vez más real de una recesión global. 

La guerra

En estos cinco meses, el Gobierno de Vladimir Putin no modificó su actitud ofensiva. Ni siquiera cuando en la mesa de negociación con Ucrania anunció una retirada de los suburbios de Kiev, la capital, y de parte de la región del Norte, fronteriza con Bielorrusia. Mientras cumplía con esta promesa, continuaba atacando y avanzando sobre el este y el sur del país, hasta forjar un cordón territorial que le garantiza el control de gran parte de la frontera ruso-ucraniana, del límite con la ya anexada Península de Crimea y de la mayoría de la salida al Mar de Azov y el Mar Negro. 

Pese a la gigantesca asimetría militar entre Rusia y Ucrania y el enorme costo humano de la guerra, el Gobierno ucraniano no se rindió como pedía Moscú y hasta consiguió -con ayuda de sus aliados occidentales- causar importantes bajas a las fuerzas ocupantes. Estados Unidos y Europa, principalmente, aprobaron millonarias ayudas militares y financieras para mantener a Kiev en pie y peleando. Aún hoy siguen anunciando nuevos paquetes de asistencia. 

Es imposible precisar con exactitud el número de víctimas en medio de la guerra de propaganda actual. Hasta el 18 de julio, la ONU calculó que 5.110 civiles murieron y 6,752 resultaron heridos. A esto deben sumarse las cifras subdeclaradas de bajas militares de ambos lados. Se estiman que son decenas de miles. Y, por último, los que no fueron alcanzados por las balas y las bombas, pero sí perdieron todo o casi todo: 5,6 millones abandonaron el país, 7 millones buscaron refugio fuera de su pueblo o ciudad, y 13 millones quedaron aislados o no pueden escapar. En total, se trata de más de la mitad de la población. En 2021, en Ucrania vivian alrededor de 43,8 millones de personas, según el Banco Mundial.

En este contexto, los bombardeos y los combates se repiten todos los días, pero no existe ningún esfuerzo coordinado de las grandes potencias -ni Estados Unidos ni Europa ni China- para forzar a ambas partes a sentarse a la mesa de negociación de nuevo, al menos no para discutir la paz. 

La otra guerra

Narrar la guerra, al principio, moviliza, indigna y conmueve. Pero con el pasar de los meses y la repetición de las mismas escenas de destrucción, angustia y desesperación, la atención del mundo exterior comienza a perderse, a volverse más dispersa. Mucho más cuando los lectores o televidentes están atravesando crisis o situaciones de tensión en sus propios países, como la ola de inflación récord que sacude a Estados Unidos y Europa, y las protestas en América Latina o Asia por el alza de los precios de combustibles y alimentos. 

Durante meses, los gobiernos aliados de Kiev construyeron una épica de la resistencia de las fuerzas ucranianas y defendieron su decisión de imponer fuertes sanciones sobre una potencia regional integrada al comercio internacional como es Rusia. Algunos analistas sostienen que las potencias occidentales creían que esta inédita presión haría tambalear a Putin y lo obligaría a ceder. Sin embargo, el propio Biden había reconocido a finales de febrero que "esto va a tomar tiempo". Incluso, meses después, en junio, cuando ya había quedado claro que el Gobierno ruso estaba golpeado pero no se estaba derrumbando, el primer ministro británico, Boris Johnson, le dijo a su país y a sus aliados que "vale la pena pagar el precio de la libertad". 

Una semana después, Johnson renunció; dos semanas después, comenzó a derrumbarse el Gobierno italiano; y tres semanas después, se desató una lucha intestina en la Unión Europea (UE) por quién asumirá los costos de la crisis energética que el bloque teme para el próximo invierno, es decir, en solo cuatro meses. Ninguna de estas crisis se debe solo o principalmente a los costos que está pagando Europa por su guerra contra Rusia, pero en todas es un elemento presente. 

Y el escenario no es mucho más auspicioso en Estados Unidos. En cuatro meses, Biden enfrentará su propio desafío en las elecciones legislativas de medio mandato: convencer a los estadounidenses que la creciente inflación es apenas un problema temporal y que valió la pena, primero para inyectar un masivo gasto público que reactive la economía y ayude a los más golpeados por la pandemia, y segundo, para enfrentar a Putin. 

Mientras Biden intenta evitar una debacle electoral, en Europa, la crisis política ya se instaló. Los países miembros de la UE deben debatir mañana martes una propuesta de la Comisión Europea (CE) -una suerte de poder ejecutivo del bloque- para que cada Estado recorte un 15% de su consumo de gas durante el segundo semestre y hasta marzo de 2023, con el objetivo de engordar las reservas energéticas del continente para enfrentar mejor el invierno a fin de año. La CE teme que Rusia use "el gas como un arma" y corte completamente el suministro -que ya se redujo- en los próximos meses como represalía por todas sus sanciones.

Pero la medida de emergencia, que busca ayudar a los países que como Alemania son más dependientes del suministro de gas ruso, no cayó nada bien entre varios países del sur del continente, que no quieren tener que pagar un costo de un problema que no tienen. 

Los roles se invirtieron con respecto a la financiera de 2008-2009, cuando los gobiernos económicamente más fuertes, con Alemania a la cabeza, se negaron a escuchar los pedidos de sus vecinos del Sur y les impusieron una estricta doctrina de austeridad que los sumió, durante años, en crisis y recesión. Ahora, en cambio, es Berlín la que pide una mirada solidaria sobre el problema y países como España, Portugal y Grecia los que no están convencidos. Ellos no temen una escasez de gas en invierno porque su suministro proviene de África o de Turquía, país que sigue recibiendo sin demoras o reducciones de Rusia, y no ven por qué deben pagar el costo que supone un ahorro de energía tan importante.

Para que la medida sea aprobada se necesita el apoyo de al menos 15 países que representen el 65% de la población total del bloque. Como se trata de un procedimiento de emergencia, no están permitidos los vetos individuales. El domingo, el diario Financial Times adelantó que la iniciativa impulsada por la CE y Alemania no contaba con los votos necesarios y, por eso, se está discutiendo si el compromiso puede ser voluntario o pueden existir excepciones para algunos países, lo que en los hechos podría terminar licuando la medida.

El mundo, sin estrategia o consensos

Las potencias occidentales reaccionaron a la primera guerra, la militar en Ucrania, con un frente unido detrás de una estrategia clara de confrontación internacional: asfixia económica y aislamiento diplomático, cultural y deportivo de Moscú, y expansión de la OTAN sobre la frontera de Rusia. China se plegó a este escenario global sin demasiada incomodidad pero también de manera limitada, garantizándole a Rusia un aliado político de peso en foros como la ONU, pero aún más importante un socio económico para redirigir sus exportaciones y esquivar las sanciones occidentales, al menos algunas. 

El problema ahora es que estas mismas potencias occidentales no tienen una estrategia ni un frente unido para enfrentar los costos de esta segunda guerra. Así quedó demostrado en las recientes cumbres del G7 y del G20, dos foros que resultaron fundamentales para marcar el rumbo de la comunidad internacional, tras la última crisis financiera global de 2008. 

Hoy, en cambio, la invasión rusa desnudó una realidad incómoda para estas potencias occidentales, o mejor dicho, para Estados Unidos: sigue siendo el país con más influencia en la comunidad internacional que ayudó a construir en la posguerra, con capacidad de infringir un daño significativo a cualquier economía del mundo, incluso de una potencia regional como Rusia. Pero ya no parece tener la espalda económica y política para resistir las olas que esto provocó, ni en su territorio ni en el resto del mundo. 

Por eso, en las últimas semanas, se comenzaron a ver las primeras grietas en el frente unido contra Rusia: excepciones a sus sanciones para facilitar la exportación de petróleo ruso, para reestablecer el suministro de gas ruso a Europa, y ahora un acuerdo entre Kiev y Moscú, mediado por Turquía y la ONU, para que los cereales ucranianos vuelvan a ser exportados al mundo desde los puertos del sur del territorio, justamente uno de los epicentros del conflicto armado.

El acuerdo, firmado en Estambul, fue presentado al mundo como la única manera de que Ucrania pueda volver a exportar su producción agrícola y recupere parte de lo perdido con la guerra, mientras el mundo podrá beneficiarse de una caída de los precios internacionales. Sin embargo, la venta fue un poco exagerada. Este domingo el asesor económico del Gobierno de Ucrania Oleg Ustenko aseguró en una entrevista televisiva que tardarán entre 8 y 9 meses para transportar todas las toneladas de granos que tiene acopiadas, según la agencia de noticias Sputnik. Además, Ucrania producía, antes de la guerra, apenas un cuarto del trigo que producía Rusia, el tercer productor mundial -solo superado por China e India- y el primer exportador a nivel global.

Por eso, la contraparte de este acuerdo, la que fue menos publicitada y que este domingo exigió en público el canciller ruso, Sergei Lavrov, es la más importante: "En este momento, después de la firma de los acuerdos en Estambul, por iniciativa del secretario general de la ONU, él se ofreció como voluntario para lograr la suspensión de esas restricciones ilegítimas. Esperemos que lo logre". Se refiere a que las potencias occidentales levanten las sanciones financieras para que pueda volver a exportar trigo, otros cereales y fertilizantes.

De concretarse esto, sí podría tener un efecto importante en los precios internacionales de los alimentos en varias partes del mundo, especialmente en regiones como América Latina y Medio Oriente, donde la falta de algunas de estas importaciones se hizo sentir. Pero en un mundo financiero dominado por el dólar y en una comunidad internacional controlada por Estados Unidos, estas regiones aún dependen en gran parte de lo que se decida en Washington, donde la épica de hace cinco meses parece estar empezando a ceder frente a un pragmatismo económico y electoral. 

Por María Laura Carpineta para El Destape

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