El tablero y la partida. La puja por quién conduce el capitalismo en la Argentina.

Actualidad - Internacional 24 de julio de 2022
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A los efectos de acercarnos a la comprensión de la situación geopolítica global –y nacional– es útil revisar el concepto de imperialismo –negado o ridiculizado por el neoliberalismo–, su dinámica actual y el contexto en el que opera.

Como sostiene Katz (2022), durante la primera mitad del siglo pasado se hablaba de imperialismo para hacer referencia a la confrontación bélica entre grandes potencias. Después la expresión se identificó con la explotación de la periferia por parte de las economías centrales, hasta que el término y los análisis en los que era empleado fueron desaparecidos durante el último cuarto del siglo pasado. Con la invasión norteamericana a Irak –2003– reaparecieron las discusiones sobre los dispositivos de dominación internacional: se multiplicaron los cuestionamientos a la agresividad militar estadounidense y las denuncias del imperialismo, con lo que reapareció el concepto.

Últimamente, en los estudios sobre el declive norteamericano frente al ascenso de China la cuestión se ha desplazado a la noción de hegemonía, que ha servido para evaluar la disputa entre las dos principales potencias en los terrenos geopolítico y económico, pero minimiza un rasgo distintivo del imperialismo: la coerción. Cuando ese abordaje parecía imponerse, acompañado de la nueva centralidad de las ideas de multipolaridad y transición hegemónica, las menciones al imperialismo volvieron a recuperar gravitación con la guerra en Ucrania para explicar el “expansionismo” de Moscú. Entre los que hablan del “imperialismo ruso” se destaca esa prensa que usa el término para mostrar el contraste entre las políticas tiránicas de Putin o Pekín y las conductas respetuosas de Washington o la Unión Europea, uso capcioso que impide toda comprensión del problema.

Una concepción

Para entender la lógica del imperialismo es necesario analizar la relación que lo vincula con su matriz capitalista. Sobre la base de esta concepción se presentan distintas variantes, todas con un elemento clave en común: ven al imperialismo como dispositivo interestatal que concentra los mecanismos internacionales de dominación, utilizados por las minorías enriquecidas para explotar a las mayorías populares. Es un mecanismo esencial para la continuidad del capitalismo y ha estado presente desde los orígenes de este sistema, mutando en correspondencia con sus distintas etapas; es decir que el imperialismo nunca constituyó un estadio específico del capitalismo, siempre fue la materialización de las formas que adopta la supremacía geopolítico-militar en cada fase del sistema.

En virtud de esta adaptabilidad histórica, el imperialismo actual difiere de los anteriores: no es cualitativamente diferente a los precapitalistas –feudalistas, tributarios o esclavistas– que se basaban en la expansión territorial o en el control del comercio; tampoco coincide con el que conceptualizó Lenin, correspondiente a la época en la que las grandes potencias rivalizaban por la conquista de los mercados y el manejo de las colonias mediante la guerra, y también presenta diferencias con el modelo que condujo Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, en las distintas etapas del capitalismo, el imperialismo garantizó el usufructo de los recursos de la periferia por parte de las economías más avanzadas y así aseguró la imposibilidad de desarrollo de las regiones relegadas del planeta.

El imperialismo del siglo XXI debe ser evaluado en función de los grandes cambios registrados en el capitalismo contemporáneo: desde hace 40 años rigen acumulaciones con crecimiento predominantemente bajo en Occidente y expansión en Oriente, vinculadas por medio de la globalización productiva, esquema que se sostiene en la tecnología informática. Este funcionamiento del “capitalismo digital”, que opera a través de la financiarización, es la causa principal del drama contemporáneo: desempleo, precarización e inseguridad laboral, frecuente estallido de crisis impactantes que incluyen al medio ambiente y guerras. Ahora bien, ese modus operandi y sus consecuencias no se extienden linealmente al plano geopolítico o militar: los cambios profundos que se consumaron en las últimas décadas en la esfera económica no se proyectan a otros ámbitos, y ese hiato determina la complejidad del entramado imperial contemporáneo.

Liderazgo debilitado, no crisis terminal

La principal característica del sistema es la existencia de un bloque dominante conducido por Estados Unidos, actor excluyente en materia de coerción internacional, razón por la cual el diagnóstico del imperialismo realmente existente debe evaluar necesariamente la situación norteamericana, en la que se reflejan las principales tensiones del dispositivo cuyo problema central está en la impotencia relativa del país que lo conduce.

Estados Unidos ejerce un liderazgo debilitado como consecuencia de la crisis que afecta a su economía, con consecuencias en la política exterior, que ha perdido sustento interno por cuanto la vieja homogeneidad del gigante yanqui se ha quebrado y muestra una dramática grieta política: el incremento de tensiones “raciales” y fracturas culturales enfrentan al “americanismo” del interior con el globalismo de las costas. La gravitación internacional del aparato estatal norteamericano, la primacía de sus finanzas y su significativa preponderancia tecnológica no compensan su declinante competitividad fabril y comercial.

El alto poderío relativo que conserva Estados Unidos se apoya más en el despliegue militar que en la incidencia de su economía: el brutal belicismo norteamericano –en tanto implica un negocio altamente rentable para los contratistas, con fuerte influencia política, gestionados por el Pentágono– exige guerras convencionales y la multiplicación de guerras “híbridas” y de todo tipo de organizaciones paraestatales, paridas por los norteamericanos aunque después hayan perdido el control. Cabe consignar que el terrorismo marginal que protagonizan esos grupos nunca alcanza la escala del terrorismo de Estado que practica el Pentágono, artífice de escenarios dantescos de muertes y refugiados y de falsas justificaciones como la “intervención humanitaria” o la “guerra contra el terrorismo” para invadir países, destruir sus Estados y apropiarse de sus recursos.

Pero ese cuadro no implica necesariamente un ocaso inexorable e ininterrumpido. Si bien Estados Unidos no logra restaurar su liderazgo anterior, continúa ejerciendo un rol dominante, y su derrotero imperial no se comprende con las ideas histórico-deterministas que postulan la teoría del auge y decadencia de los imperios: Washington encabeza el tejido de alianzas internacionales construido a mediados del siglo XX para enfrentar al campo socialista. Los grandes capitales europeos defienden sus propios negocios con operaciones relativamente autónomas en Medio Oriente, África o Europa Oriental, pero actúan en estricta sintonía con el Pentágono y bajo subordinación de la OTAN, como muestra la guerra en Ucrania. Los grandes imperios del pasado –Inglaterra y Francia– preservan su influencia en viejas áreas coloniales, pero condicionan sus pasos al veto norteamericano, lo mismo que apéndices imperiales como Israel, Australia o Canadá.

El retroceso de la economía estadounidense no es sinónimo de colapso terminal. Asimismo, al dominio cultural que impuso Estados Unidos en buena parte del globo se suma –entre otros factores– la subordinación de Japón, tercera economía tras las de Estados Unidos y China. En esta línea, no cabe esperar que las desventuras por las que atraviesa la primera potencia desemboquen en el abandono del intervencionismo que practica, o en un repliegue en su territorio: los sectores dominantes norteamericanos necesitan preservar su acción imperial para sostener la primacía del dólar, el control del petróleo, los negocios del complejo industrial-militar, la estabilidad de Wall Street y las ganancias de las corporaciones tecnológicas.

Por su parte, Rusia y China son grandes potencias en asociación estratégica como rivales de la OTAN, condición que mueve a preguntarse si comparten o no un status imperial.

Rusia

En el caso de Rusia el interrogante se ha tornado insoslayable desde el inicio de la guerra en Eurasia impulsada por el bloque anglosajón que maneja la alianza atlántica. Para los liberales, el imperialismo de Moscú es un dato incuestionable, con raíces en la historia autoritaria de un país que eludió las virtudes de la modernidad para optar por el oscuro atraso de Oriente; los más radicalizados insisten con el libreto de la Guerra Fría y oponen el totalitarismo ruso a las maravillas de la democracia norteamericana.

Es más razonable evaluar la potencial condición imperial de Rusia en función de la consolidación del capitalismo bajo un sistema político al servicio de los sectores dominantes, con la vieja burocracia transformada en una nueva oligarquía. Yeltsin forjó una república de oligarcas y Putin sólo contuvo la lógica depredadora de ese sistema sin revertir los privilegios de la minoría de enriquecidos. Es un capitalismo vulnerable por cuanto se basa en la exportación de materias primas, exhibe un peso significativo de distintas mafias, mecanismos informales de apropiación del excedente y fuga de recursos nacionales al exterior.

Pasó muy poco tiempo desde la caída de la URSS para que los rusos de a pie, que habían aceptado dócilmente las reformas –víctimas de la PROverbial capacidad de engaño del neoliberalismo–, fueran testigos de una caída sin precedentes de la producción y de sus condiciones de vida, de una inaudita criminalización de la sociedad, del colapso de la educación y del sistema de salud y de la transformación de Rusia en un Estado dependiente. En Rusia y Ucrania, según datos oficiales, el salario real es entre 2 y 2,5 veces menor que en la era soviética y creció fuertemente la desigualdad. El informe Global Wealth Report de 2013 afirma que Rusia se caracteriza por “el más elevado nivel de desigualdad de ingresos del mundo, con la excepción de los pequeños Estados de la cuenca del Caribe con residentes multimillonarios”.

La vieja burocracia soviética convertida en la nueva oligarquía rusa confirma el análisis del problema que hizo Trotsky en su clásica obra La revolución traicionada: “Los privilegios no tienen valor si no se los puede dejar como herencia. Por eso, la burocracia privilegiada tarde o temprano querrá adueñarse de las empresas por ella administradas y convertirlas en una propiedad privada”.

En términos geopolíticos, Rusia es un blanco central de la OTAN, que ha intentado e intenta desintegrar al país mediante un importante despliegue de misiles y abastecimiento de armas en las fronteras de la Federación. En este contexto, Putin ha concretado acciones militares en el espacio post-soviético que, para algunos analistas, han desbordado la dinámica defensiva y la lógica disuasiva.

De lo dicho hasta aquí se deduce que Rusia no integra el circuito del imperialismo dominante –conducido por Estados Unidos y administrado por la OTAN, más allá de la emergencia de la multipolaridad–, pero lleva a cabo políticas de dominación en su entorno propias de un imperio en formación, cuya suerte depende fuertemente de lo que pase en Ucrania.

China

En este caso corresponde tener en cuenta el excepcional desarrollo logrado en las últimas décadas, con cimientos socialistas y parámetros capitalistas: un modelo conectado con la globalización pero centrado en la retención nacional del excedente, que implica una intensa acumulación local enlazada con la mundialización mediante circuitos de reinversión y fuerte control del movimiento de capitales. Es conocida la importante expansión de la economía china, con ausencia de las pautas neoliberales y la financiarización que afectaron a sus competidores. Pero la sobre-inversión, las burbujas inmobiliarias y un círculo vicioso de sobre-ahorro y sobre-producción obligaron a retomar la búsqueda de mercados externos mediante el ambicioso proyecto de la Ruta de la Seda. Este rumbo podría encontrarse con el importante límite de un eventual estancamiento de la economía mundial. Asimismo, China está afectada por la guerra en Europa en razón de la alta sensibilidad de su economía a la inflación de los alimentos y la energía; afronta además los obstáculos que dificultan el funcionamiento de las cadenas globales de valor.

Una diferencia importante con Europa oriental y Rusia es que, si bien en China tiene notoria presencia el régimen del capital, la nueva clase burguesa no ha logrado el control del Estado, situación que impide establecer las normas capitalistas que rigen en gran parte del mundo.

China sufre el acoso geopolítico norteamericano a través de la configuración de un cerco naval y la gestación de una especie de OTAN del pacífico con Japón, Corea del Sur, Australia e India. El panorama se completa con la remilitarización de Taiwán y la presión sobre Europa para que asuma el costo de la confrontación con Rusia y así concentrar recursos militares en la pulseada con Pekín, cuya reacción es meramente defensiva: no envía acorazados a la costa de California y su gasto militar es significativamente menor que el yanqui. Pekín tampoco ha seguido el rumbo de Rusia: no ha consumado acciones del tipo de las realizadas por Moscú en Siria o Ucrania.

Pero China ha dejado atrás al conjunto de naciones dependientes y se ha situado por encima del nuevo grupo de economías emergentes. Es más, forma parte de las economías que acumulan beneficios a costa de la periferia: los obtiene del intercambio desigual y absorbe excedentes de las economías calificadas como subdesarrolladas a partir de una productividad muy superior a la media de la de su clientela.

En suma, China también se ha situado en un bloque por fuera del dominante. Se alejó de la periferia, no ha completado su tránsito al capitalismo, no exige conversión ideológica al maoísmo y evita desenvolver políticas propias del imperialismo.

Potencias regionales

Hay países de una envergadura tal que obliga a considerarlos por separado en el orden imperial. Su gravitación obedece a la repentina incidencia de economías intermedias con cierto grado de industrialización, situación que ha complejizado la relación centro-periferia: hay doble drenaje de valor desde las regiones más atrasadas y retención del valor de las zonas que se conocen como “periferia próspera” o “semi-periferias”. Por ejemplo, en Asia actúan como potencias regionales India o Turquía; en América Latina, Brasil, México o la Argentina.

Esa gama de economías intermedias presenta distintos status geopolíticos, que van desde un imperio en gestación –Rusia– hasta la persistencia de la condición dependiente –Argentina–. Es importante aclarar que este conjunto de países no incluye a los “eslabones débiles” del dispositivo imperial, clasificación que les cabe a integrantes de la OTAN como Bélgica o España. En cambio, dentro del grupo se encuentran aquellos que Ruy Mauro Marini denominó “sub-imperios”, categoría que no alude a antiguos imperios cuasi desaparecidos como Portugal, Holanda o Austria sino a aquellos países que actúan como potencias regionales y mantienen una relación contradictoria con Estados Unidos. Operan en una escala mucho menor que la del gran tablero geopolítico mundial, pero con incursiones zonales que rememoran sus raíces imperiales de larga data. El ejemplo típico es Turquía en Medio Oriente.

Situación nacional

En este contexto general adquiere relevancia el dilema que planteó Cristina cuando desafió a disputar “quién conduce el capitalismo” en el país: de la descripción realizada más arriba se deduce que en Estados Unidos y aledaños el capitalismo es conducido por las grandes corporaciones transnacionales con predominio de las de origen norteamericano; en Rusia corresponde una conducción parcial del proceso al Estado, que en China ejerce la conducción plena. Este aspecto tiene una importancia crucial porque incide en el tipo de intercambio que estos países proponen o, según el comportamiento de su contraparte, imponen.

En nuestro país la puja por la conducción del capitalismo está abierta y es una de las causas de la crisis actual; su definición implica una relación recíproca en el marco de la estrategia de alianzas internacionales que se consolide: un gobierno nacional-popular –que busque fortalecerse y evite debilitarse, para responder a su base socioelectoral– optará por un amplio marco de alianzas con preferencia por aquellas que admitan intercambios encuadrados en un proyecto de desarrollo; lo que en la práctica se traduce, por ejemplo, en que no sólo no obstaculicen el progreso alcanzado en materia de productos tecnológicos de avanzada como la producción de reactores nucleares experimentales o satélites científicos y de comunicaciones, sino que además acepten la transferencia de conocimientos en lugar de imponer tecnologías como cajas negras inaccesibles al comprador.

Un gobierno oligárquico, en cambio, subsumirá al país bajo la tutela del gendarme norteamericano y profundizará la dependencia política, económica y cultural con dramáticas consecuencias para los sectores populares.

Por Mario de Casas para El Cohete a la Luna

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