Washington, dueño del juego

Actualidad - Internacional 03 de junio de 2022
EEUU-Petroleo

Desde la Segunda Guerra Mundial, la energía desempeña un rol primordial en los intereses diplomáticos y militares estadounidenses. La política energética del país estuvo durante mucho tiempo dominada por el temor a su vulnerabilidad: con el declive, considerado irreversible, de su producción de petróleo y una dependencia cada vez mayor de las importaciones de Medio Oriente, Washington se consideraba a merced de la escasez. Este temor alcanzó su punto álgido en 1973 y 1974, cuando los productores árabes impusieron un embargo a sus exportaciones de petróleo hacia Estados Unidos en represalia por su apoyo a Israel durante la Guerra de Yom Kippur (Belkaïd, pág. 27) y de nuevo en 1979 tras la Revolución Islámica en Irán.

Para superar esta sensación de fragilidad, el país estableció una presencia militar permanente en el Golfo Arabo-Pérsico, que utilizó en varias ocasiones para garantizarse un suministro ininterrumpido. En la actualidad, aunque mantiene su presencia en la región, Estados Unidos se ha convertido en un país casi autosuficiente en materia de petróleo y gas, de manera que su política energética ya no se basa en un principio de vulnerabilidad. Por el contrario, su abundante producción es una ventaja estratégica: un medio para hacer prevalecer sus intereses en el escenario geopolítico mundial.

Este viraje se produjo bajo la presidencia de Barack Obama, cuando el desarrollo de las técnicas de fracturación hidráulica facilitó la explotación a gran escala del petróleo de esquisto. Según las estadísticas del Departamento de Energía de Estados Unidos, la producción nacional de crudo había disminuido durante dos décadas, cayendo de 7,5 millones de barriles diarios en 1990 a 5,5 millones en enero de 2010; como resultado de la “revolución” del petróleo de esquisto, ahora está nuevamente en aumento, superando los 9 millones de barriles diarios. En Washington se han disipado todos los temores de vulnerabilidad y los líderes políticos piensan en cómo sacar provecho geopolítico de esta nueva era dorada.

Una mano más fuerte

Este punto de inflexión se puso de manifiesto por primera vez durante las negociaciones con Irán sobre su programa nuclear militar en 2013: mientras que antes el gobierno estadounidense se había mostrado reacio a imponer sanciones importantes a Teherán por temor a una nueva crisis, ahora consideraba que tenía las manos libres para compensar una posible caída de las exportaciones iraníes con un aumento equivalente de la producción nacional. Como explicó el consejero de Seguridad Nacional, Thomas Donilon, “el aumento de la producción energética de Estados Unidos reduce nuestra vulnerabilidad a las interrupciones de suministro mundial y […] nos da una mano más fuerte para perseguir y alcanzar nuestros objetivos de seguridad internacional”. Nada ilustra mejor este cambio, observó, que los esfuerzos desplegados por Washington para persuadir a otros países para que se sumen a su línea dura contra Irán: “El aumento sustancial de la producción de petróleo en Estados Unidos […] minimiza la carga del resto del mundo si las sanciones internacionales y los esfuerzos conjuntos de los estadounidenses y sus aliados conducen a una reducción de la producción de petróleo iraní de un millón de barriles al día”.

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La idea de que la abundancia de petróleo de esquisto dio a Estados Unidos una “mano más fuerte” prevaleció hasta fines de los años de Obama y sigue inspirando el pensamiento estratégico de Estados Unidos. En particular, Washington ha utilizado esta ventaja en sus intentos para incitar a los europeos a reducir su dependencia a los hidrocarburos rusos. Desde que la Unión Europea (UE) comenzó a importar petróleo de la Unión Soviética a principios de los años 80, los funcionarios estadounidenses siempre han considerado esta dependencia como una amenaza para el principio de solidaridad de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ya que proporcionaba a Moscú un medio de chantaje o intimidación en caso de crisis. Mientras Estados Unidos dependía de terceros países para abastecerse, no estaba en condiciones de dar lecciones a los europeos, pero ahora que su industria del petróleo de esquisto funciona a pleno rendimiento, se siente más libre.

Las mismas técnicas de perforación que han hecho que el petróleo de esquisto estadounidense tenga tanto éxito también han permitido un aumento significativo de la producción de gas, que pasó de 489.000 millones a 939.000 millones de metros cúbicos entre 2005 y 2019. En un primer momento, este gas adicional iba a consumirse esencialmente en el territorio estadounidense o en sus vecinos inmediatos, ya que no había capacidad suficiente para convertirlo en gas natural licuado (GNL), que es la única forma de gas que puede exportarse por mar. Pero cuando la gallina de los huevos de oro empezó a ponerlos, el gobierno redobló esfuerzos para exportar GNL.

Bajo el mandato de Donald Trump, la construcción de instalaciones de producción de GNL se convirtió en una prioridad nacional, con destino principalmente para el mercado europeo. Reacio a adoptar una actitud demasiado hostil ante Moscú, Trump pretendía, sin embargo, romper la dependencia europea del gas ruso abriendo las compuertas del GNL estadounidense. “Estados Unidos jamás utilizará la energía para coaccionar a sus naciones y tampoco podemos permitir que otros lo hagan”, declaró durante su visita a Varsovia en julio de 2017. “Estados Unidos será un socio fiel y fiable en la exportación y venta de nuestros recursos energéticos de alta calidad a un bajo costo”.

Punto de inflexión

También fue bajo el mandato de Trump que el país adoptó su nueva doctrina estratégica de “competencia de las grandes potencias” (Great Power Competition). Expuesta por primera vez en la Estrategia de Defensa Nacional (NDS) de febrero de 2018, se basa en la idea de que Estados Unidos y sus aliados estarían enfrentados con Rusia y China en una lucha encarnizada por la conquista de nuevas ventajas geopolíticas. Para evitar que estos dos rivales amplíen su área de influencia, Occidente tendría que mantenerse unido frente a cualquier movimiento agresivo de Moscú o Pekín. Esto supondría no solamente reforzar aun más el poder militar de Estados Unidos, sino también movilizar todos sus recursos económicos y tecnológicos, en los que la energía constituye un componente decisivo.

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Esta doctrina ha recibido el pleno apoyo de la administración de Joseph Biden, que considera la lucha global contra Rusia y China como el principio cardinal de su política exterior y militar. Aunque China sigue siendo en gran medida percibida como el principal adversario, es Rusia la que ha monopolizado la atención de los líderes estadounidenses desde enero. Entre las estrategias posibles para contrarrestar la agresión rusa en Ucrania, la energía surgió inmediatamente como una carta maestra.

La razón es sencilla: Moscú depende de sus ingresos de petróleo y gas para financiar sus operaciones bélicas. Por lo tanto, debilitar las capacidades militares de Rusia supone reducir sus exportaciones y, por tanto, proporcionar a Europa, que todavía depende de los combustibles fósiles rusos, recursos alternativos. Por ello, una de las piedras angulares de la estrategia estadounidense en Ucrania –además de proveer armas y ayudas diversas a las fuerzas armadas ucranianas– consiste en incitar a los líderes europeos a sustituir sus pedidos de hidrocarburos rusos por importaciones provenientes de Estados Unidos y otros proveedores de confianza.

En línea con esta estrategia, el presidente Biden y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, anunciaron el 25 de marzo un plan conjunto para reducir la dependencia de la Unión Europea de los combustibles fósiles rusos. El plan prevé especialmente que Europa acelere la construcción de nuevas terminales de importación de GNL en su territorio, mientras que Estados Unidos aumenta su capacidad de exportación para suministrar a sus aliados europeos hasta 50.000 millones de metros cúbicos de gas al año –lo que supone un aumento del 150% respecto a 2021–. Biden prometió, además, ayudar a la Unión Europea a encontrar fuentes alternativas de suministro de GNL, de manera que pueda dejar de depender del gas ruso de aquí a 2027. “Queremos […] diversificarnos, no depender más de Rusia, sino recurrir a proveedores en quienes podemos confiar, amigos con quienes contar”, declaró von der Leyen.

El plan estadounidense-europeo no puede por sí solo liberar a la Unión Europea de su dependencia del gas ruso. Semejante objetivo requeriría un esfuerzo mucho mayor: una expansión masiva de la infraestructura, una mejor capacidad de almacenamiento y un mayor suministro de GNL y gas de tubería de proveedores extranjeros. Al vincular a Europa aun más estrechamente con Estados Unidos, este plan constituye, no obstante, un importante punto de inflexión geopolítico. En el proceso, aumentará aun más la dependencia de Europa del gas natural, que es uno de los principales contribuyentes al calentamiento global –aun cuando es algo menos intensivo en carbono que el petróleo y el carbón–. El compromiso asumido por Biden y von der Leyen expresa, además, el deseo común de desbaratar un sistema energético mundial, que ya no estaría sometido únicamente a las leyes del mercado, sino que estaría dividido a lo largo de líneas de fractura geopolíticas. Estados Unidos y sus “amigos” controlarían, de este modo, una gigantesca red de distribución de energía, mientras que el resto del mundo compartiría redes más pequeñas, definidas según las lealtades políticas de sus actores. Aunque este gran propósto siga siendo esquivo, es de esperar que la competencia energética ocupe una posición cada vez más central en la escena mundial, con Estados Unidos como protagonista.

Por Michael Klare para Le Monde Diplomatique

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