Los demonios siempre vuelven

Economía 31 de mayo de 2022
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El término neoliberalismo nació en París en una reunión celebrada en agosto de 1938, durante el coloquio Walter Lippmann,  quizá su momento fundacional. En esa ocasión se forjó el vocablo para designar un liberalismo renovado. Su definición ideológica nace de Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, dos exiliados austríacos que rechazaban la democracia social (representada en aquél entonces por el New Deal de Franklin D. Roosevelt y el desarrollo gradual del estado de bienestar británico), porque la consideraban una expresión del comunismo y del movimiento nazi. La reflexión del coloquio Lippmann desembocó en el libro Camino de servidumbre (Road of Serfdom, 1944), donde Hayek afirmó que la planificación estatal aplasta la libertad individual y conduce inevitablemente al totalitarismo. Su exitoso libro llegó a ojos de determinados ricos que vieron en esta renovación ideológica la oportunidad de liberarse de los impuestos y las regulaciones. Pero el término pasó a las sombras porque el consenso de posguerra fue prácticamente universal: las recetas económicas de Keynes se aplicaron en muchos lugares del planeta. El pleno empleo y la reducción de la pobreza fueron objetivos comunes de los Estados Unidos y de casi toda Europa occidental; los impuestos al capital eran altos y los gobiernos no se avergonzaron de buscar objetivos sociales mediante servicios públicos nuevos y nuevas redes de apoyo.

Keynes intercambió cartas con Hayek donde discutió acerca de quién trazaría la línea del equilibrio entre Estado y mercado y dónde la ubicaría: «Usted admite saber dónde trazar la línea en cuanto al rol del Estado en la economía. Usted está de acuerdo en que la línea debe ser trazada en algún lado, que el extremo lógico no es posible. La sociedad de Estado 0 (cero) o la sociedad de Estado 100 por ciento, es imposible. Pero no nos indica dónde trazar la línea, entre el Estado 0 y la economía. Es cierto que usted y probablemente yo, la trazaríamos en lugares diferentes, pero usted subestima en gran medida la practicabilidad del término medio. Es decir, distintas formas de intervención económica que se asocian muchas veces con el keynesianismo».

Keynes observa un movimiento constante hacia los mercados libres que se aleja del Estado, sin reconocer su potencial rol positivo en ninguna parte. Esta percepción captura el espíritu central del neoliberalismo: «Nos lleva en una dirección, pero no nos dice dónde parar, dónde trazar la línea, o cuándo dejar de desmantelar el Estado». En la década del ’70, cuando la crisis económica derrumba el keynesianismo, los principios neoliberales se empezaron a abrir paso en la cultura dominante. La Sociedad Mont Pélerin, fundada por Hayek en 1947 a modo de una  “internacional del liberalismo”, comenzó a conquistar, a partir de mediados de la década de 1970, una gran reputación internacional (y suculentos fondos) a lo que se sumó la obtención del premio Nobel de Economía otorgados en 1974 y 1976 a Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, dos de sus miembros más célebres. Palabras más, palabras menos de Friedman, «se necesitaba un cambio y ya había una alternativa preparada». La doctrina neoliberal se impuso en casi todo el mundo −sin consenso democrático de ninguna clase− básicamente a través del FMI, el Banco Mundial, y la Organización Mundial del Comercio.

Demonizar para imponer

«Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal y no a un gobierno democrático donde todo liberalismo esté ausente» dijo Hayek en una visita al Chile de Pinochet. Acepta implícitamente que el neoliberalismo iba a necesitar autoritarismo, agitar demonios y amenazar por la fuerza para imponerse y sostenerse en el tiempo, porque no podría mostrar nunca los resultados de una meta de progreso generalizado en los hechos, aunque sí lo afirmara en su relato. En América Latina, los golpes militares de Chile y la Argentina fueron el laboratorio de Hayek y Friedman para instalar a sangre y fuego la matriz neoliberal en lugar de las políticas de intervención estatal, movilidad social ascendente e industrialización que venían aplicándose —por ejemplo aquí con el peronismo— y agitar el demonio del comunismo como el principal enemigo del progreso y la consigna de “no volver al pasado” de las políticas propias del estado de bienestar. La corriente neoliberal convirtió a la Universidad de Chicago —institución donde Friedman hizo toda su carrera universitaria y von Hayek enseñó desde 1950 hasta 1961— en uno de sus bastiones, al punto de que más tarde se hablaría de la Escuela de Chicago y de los Chicago Boys de Friedman.

Entendemos por demonizar el proceso de convertir algo en misteriosamente malicioso de por sí, como se hizo con las políticas redistributivas, la primacia del trabajo por sobre el capital, la intervención estatal reguladora de la economía. Son demonios, perversas decisiones de origen misterioso que sólo traerían desgracias y arruinarían la panacea neoliberal, que paradójicamente nunca nadie supo describir. Y está claro que el destino de los demonios es ser exorcizados, expulsados, para restablecer el orden natural de las cosas y el bien.

Para Friedman y el neoliberalismo, el funcionamiento libre del mercado es suficiente para asegurar la distribución óptima de los recursos y el pleno empleo de las capacidades de producción. Esto es imposible y se contradice con la realidad, pero ello no impidió que haya sido difundido sistemáticamente, aceptado como una evidencia e impuesto como un dogma. En la práctica, el libre mercado sólo ha beneficiado a los grandes propietarios del capital, no a la generalidad de la masa asalariada que sobrevive con las migas que caen de esa mesa de abundancia. El neoliberalismo no inventó la desigualdad pero la multiplicó.

Karl Polanyi (1864-1964), economista, antropólogo e historiador austríaco, escribe en 1947 que “hay quienes afirman, como Hayek, que así como las instituciones libres fueron producidas por la economía de mercado, eestas serán sustituidas por la esclavitud una vez que desaparezca este sistema económico”.  Libertad de mercado o esclavitud, neoliberalismo o caos, libertad o comunismo, progreso o atraso, antinomias que derivaron en una falaz imposición como sentido común.

El neoliberalismo ha inspirado un tipo de política que muestra una dirección, pero no un destino; nunca vamos a llegar al mundo en el cual los neoliberales aparentan querer vivir, donde hay mercados absolutos y puros; en una visión utópica a la cual, aunque empujen en esa dirección, nunca llegaremos. Nunca llegamos a ese paraíso del mercado libre. Pero hace rato ya que el capitalismo neoliberal no tiene más utopía que la acumulación infinita de capital por parte de una minoría rica a costa de un destino de muerte y frustración para las mayorías, la destrucción del planeta y la agudización de las desigualdades a niveles escandalosamente nunca vistos. El establishment global ha sostenido esta falacia, ha sido sordo a los reclamos y las desgracias provocadas por una quimera de progreso que sólo ha multiplicado los infortunios para las mayorías.

¿La pandemia vencerá al neoliberalismo?

Muchas veces me he preguntado qué tendría que suceder para que se genere en el mundo un nuevo consenso en relación al sistema económico mundial y el paradigma de desarrollo que reemplace la obsoleta e injusta mentalidad de mercado. Y siempre me respondí de modo rudimentario e indefinido: sólo una catástrofe que obligue a invertir el paradigma de acumulación del capitalismo en un sistema de crecimiento social solidario y equitativo. Es muy difícil que sea posible un consenso libre y democrático sobre el tema, porque eso pondría en juego las enormes fortunas de las minorías opulentas que se oponen a la herejía de ganar menos. La pandemia del Coronavirus Disease 2019 (Covid-19) ha puesto de hecho entre paréntesis al neoliberalismo y comienza a generar añoranza de todos los demonios que siempre se han presentado como amenazas de la mentirosa única salida neoliberal.

Asistimos en estos días a serias preguntas acerca de la viabilidad del capitalismo neoliberal a posteriori de este sacudón internacional que agudizará la recesión, hará quebrar empresas y arcas fiscales, multiplicará los desocupados, inhabilitará la posibilidad de pagar las deudas. Es razonable que estas preguntas sean formuladas por quienes creemos que otro mundo es posible, un mundo que produzca no más de lo que necesita, que distribuya con equidad la riqueza y que le ponga límites a la acumulación en función del bien común, que respete los ritmos productivos del planeta por encima de del extractivismo compulsivo. Pero impresiona ver que algunas preguntas por el estilo no necesariamente vienen del progresismo, sino de usinas históricas del liberal conservadurismo como el Financial Times, que ahora lanza consideraciones tales como que “será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que inviertan la dirección política predominante de las últimas cuatro décadas. Los gobiernos tendrán que aceptar un papel más activo en la economía”.

Diariamente, desde diferentes tribunas de variadas posiciones ideológicas, parece surgir en tiempos de pandemia un grito indignado contra el absurdo de las políticas neoliberales globalizadas, pidiéndole por favor a los demonios que vuelvan. Se piden reformas radicales, desterrar la desigualdad, rediscutir la distribución de la riqueza y los límites a la concentración desmedida, mayor protagonismo estatal, dejar de considerar la salud, la educación, los servicios públicos como mercancías que se compran y venden en el mercado y darles el status de derechos que deben ser garantizados por el Estado. Ha quedado violentamente expuesto —con inusitada crudeza— el desinterés de muchos capitales privados sobre los derechos de las personas, en especial el derecho a la salud. Sólo quieren hacer negocios. Pero tanta inhumanidad ya existía de antes, y fue exhibida sin prejuicios por los discursos y las prácticas neoliberales de los últimos 40 años enarbolados por las derechas económicas del planeta. Y los demonios expulsados por la élite del establishment global en nombre de una mentira de progreso, parecen ser ahora los que tienen la llave de un nuevo orden mundial.

La desventaja de haber vivido mucho es mi dificultad para el optimismo en estos temas. Quisiera creer que la inutilidad y la falsedad expuesta del neoliberalismo va a llevar necesariamente a un nuevo contrato social en el planeta y un nuevo orden mundial. Que debe pensarse en una nueva arquitectura política y financiera, en nuevas exigencias implacables de transparencia y tributos para las riquezas hiperconcentradas, en un nuevo modo de entender la propiedad privada como propiedad temporal, tal como propone Thomas Piketty. Y también habrá que pensar en una autoridad mundial que haga cumplir las reglas de funcionamiento del nuevo orden. ¿Volverán los demonios? ¿Será posible hacer un “Nunca Más” del neoliberalismo?

Vale la pena recordar la célebre respuesta de Juan Domingo Perón desde el exilio en 1972, frente a la requisitoria de un periodista español que le pidió que describa el espectro político argentino:

“Mire, en Argentina hay un 30% de radicales, lo que ustedes entienden por liberales; un 30% de conservadores y otro tanto de socialistas”. “Y entonces, ¿dónde están los peronistas?”, inquirió el informador. “¡Ah, no, peronistas somos todos!”

Por Marcelo Ciaramella

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