El fin de la Argentina peronista, sueño dorado de los “dueños del país”

Actualidad - Nacional 16 de mayo de 2022
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La tendencia al crecimiento de la proporción de trabajadores formales que están en la pobreza en nuestro país podría ser pensada como el síntoma de una crisis de la Argentina peronista. El movimiento fundado por Perón dirigió desde 1945 a 1955 un proceso de incorporación social inédito, que no se limitó a un conjunto de reformas económicas, sociales y políticas: en esos tiempos nace una Argentina distinta desde el punto de vista de las relaciones sociales y políticas entre distintas clases. Esa Argentina peronista ha sufrido fuertes embates a través de toda su existencia. El golpe de estado contra Perón fue su primer instante crítico; sin embargo, según se reconoce casi unánimemente entre los cientistas sociales, la Argentina peronista no fue derrotada en ese momento. Tampoco los golpes de estado posteriores -incluida la tragedia del terrorismo de estado a partir de 1976 pudieron cerrar el ciclo peronista. El historiador Halperín Donghi sostenía en los años de oro del menemismo que ése era el “instante resolutorio” de la Argentina de Perón, curiosamente encarnado por un presidente que tenía totalmente en orden sus credenciales justicialistas.

El macrismo fue, a partir de 2015 una nueva experiencia inconclusa de la reestructuración drástica y definitiva de la Argentina. Macri se tuvo que ir, pero dejó una penosa herencia social y la carga de un endeudamiento catastrófico e ilegal que hoy -de la mano de la intervención del FMI como custodio global- volvió a conmover la existencia de esa herencia de la década del 40 del siglo pasado. ¿De qué hablamos? Del debilitamiento del Estado, de la crisis de la “sociedad laboral” que ha llegado a autorizar el discurso político de la derecha argentina a favor de una “reforma laboral”, nombre elegante de la precarización, del debilitamiento del movimiento sindical, de todo lo que constituye el sueño de los poderosos del país: el levantamiento de toda barrera contra la creciente desigualdad y la pérdida progresiva de derechos sociales para la población trabajadora.

Es muy curioso e interesante que la derecha haga su campaña propagandística colocando en el lugar del enemigo central no al peronismo, sino al kirchnerismo. (Alguna vez supo decir Cristina que quienes llamaban “kirchneristas” o “cristinistas” a los partidarios de su gobierno buscaban bajarle el precio a la experiencia política que nace después de la crisis terminal de fines de 2001). Cualquier mirada medianamente perspicaz puede identificar los rasgos comunes entre el antagonismo político de ese período -especialmente a partir de la disputa sobre las retenciones al comercio de la soja- y el que hiciera irrupción aquel lejano 17 de octubre de 1945.

El curso de los acontecimientos en los últimos años (los cuatro años de macrismo y sus ominosas herencias, la pandemia y la guerra en Europa) han habilitado un avance de los discursos de la derecha. Sus voceros parecen estar convencidos de la proximidad de su triunfo electoral y el estado de cosas en el interior del Frente de Todos realimenta sus profecías. No se preparan para una nueva “alternancia en el gobierno”, están convencidos de que ha llegado la hora de la reestructuración profunda de la sociedad argentina, el definitivo enterramiento de la Argentina peronista. En sus discursos parece que se tratara del progreso, del desarrollo, del bienestar de sus habitantes, en la dirección de los “estados exitosos del mundo”. Pero tan pronto como se repase qué pasó cada vez que se aplicaron las recetas neoliberales se comprobará que a lo que nos quieren acercar es a la experiencia de una buena parte de América Latina a partir de los años noventa. El nivel de desigualdad en la región es el más alto del mundo, el movimiento sindical se ha debilitado, las políticas de reparación social y de desarrollo independiente se han dado en pocos países, todos ellos sistemáticamente asediados por la extorsión de Estados Unidos y sus socios regionales. No es el “estado de bienestar” europeo el rumbo de las derechas oligárquicas, sino una política de multiplicación de las desigualdades, aumento exponencial de las fortunas concentradas, pérdida de derechos sociales y debilitamiento de las organizaciones populares. Ese programa requiere, como siempre, una pérdida de autoestima colectiva en el pueblo, una lectura que le atribuya al Estado y sus políticas sociales progresivas todos los males que sufrimos.

La elección de 2023 luce como un momento decisorio para el futuro del país. Y está enmarcada en momentos muy difíciles para naciones como la nuestra. El clima de ideas en todo el mundo ha dado lugar al surgimiento de una derecha con capacidad de atracción de masas y nuestro país no es la excepción. Hace unos pocos años, un discurso como el que desarrolla en estas horas Javier Milei no hubiera pasado la condición de algo pintoresco. O en el mejor de los casos hubiera exaltado la imaginación y el deseo eterno de los sectores más favorecidos de nuestra sociedad; hoy tienen un atractivo importante que atraviesa a todas las clases sociales y a todos los grupos etarios. Es una derecha que ha captado en profundidad la insatisfacción democrática, que ha colocado los dramas sociales contemporáneos como el resultado de la “pérdida de libertad”. Tiene un rasgo atrayente la ofensiva: la libertad es una bandera honrosa de la modernidad, uno de los símbolos de la revolución francesa que comenzó una nueva era mundial.

Prolijamente se borran de esos discursos otras dos palabras fundantes de aquella revolución: la igualdad y la fraternidad. Los nuevos libertarios reniegan explícitamente de esos valores. La igualdad, en su discurso, es un problema para la libertad. Porque demanda un Estado, una legalidad (que para los “libertarios” es siempre un obstáculo para el despliegue de las posibilidades humanas) un límite para las acciones individuales y, no en último término de importancia, un límite para la explotación del trabajo ajeno. ¿Qué decir del otro principio central de los revolucionarios franceses, la fraternidad? Acaso esta sea la resistencia filosófica principal de los “libertarios”. ¿Por qué tenemos que ser hermanos? Es suficiente con que seamos socios, dicen y repiten con aires de importancia “filosófica”. Pero la condición de socios es una circunstancia, las sociedades se construyen y se rompen. La fraternidad, tanto la de las revoluciones como la del mensaje religioso, presupone la existencia de una comunidad humana. Que no se limita a no matarnos entre todos, sino que presupone construir entre todos un mundo digno de ser vivido.

Los “libertarios” son el nombre actual del viejo individualismo burgués. Pero llevado a sus extremos. La “libertaria” Margaret Thatcher supo en su tiempo decirle a los ingleses e inglesas “la sociedad no existe”, es decir los seres humanos no nos debemos ninguna consideración entre nosotros que no sea la que está mediada por el cálculo y la conveniencia mutua. Por eso los “libertarios” se sienten los ejecutores definitivos del designio del final del peronismo. No el fin de una de sus variantes o el de alguna de sus experiencias políticas sino el agotamiento de una filosofía, de un modo de entender la realidad que se niega a someterse en el país, en la región y en el mundo al “fin de la historia” encarnado en el capitalismo neoliberal.

Por Edgardo Mocca para El Destape

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