Planes Sociales - Clave para la consolidación de la democracia

Actualidad - Nacional 13 de mayo de 2022
britain-banksy_28584091-1080x744

El debate reciente sobre los denominados “planes sociales” actualiza viejos dilemas de la democracia argentina. Por diversas razones, el crecimiento de los planes sociales y las transferencias de ingresos destinadas a los sectores populares suscita malestar social. Pareciera que en este punto existe cierto consenso, incluso en las capas más bajas de la sociedad. Los argumentos suelen enfatizar los costos fiscales y los magros retornos sociales; porque, es cierto, ninguna de estas transferencias alcanza finalmente para vivir bien o salir de la pobreza, menos aun en un contexto inflacionario como el actual.

Pero, más allá de estos puntos, quisiera poner el foco en los aspectos políticos y morales del debate, y en sus efectos institucionales y subjetivos. En particular, en la circulación de dos viejos argumentos que vuelven a escucharse. El primero, que estas políticas no son un reemplazo adecuado de lo que algunos dirigentes llaman el “trabajo genuino”, es decir el empleo formal. El segundo, que suelen requerir intermediarios que las explotan políticamente y que su crecimiento está entrelazado al calendario electoral. Ambos argumentos anidan en la realidad y a la vez simplifican (o ignoran) varios problemas.

La asistencia social y los trabajismos

El primer argumento tiene un anclaje en la matriz trabajista de integración social, que persiste como expectativa a pesar de que la sociedad salarial se resquebrajó hace décadas en Argentina. La objeción trabajista a la asistencia social tiene dos aristas. Por un lado, señala que es insuficiente para integrar a las personas a la sociedad y que debería por lo tanto ser un derecho temporario, frente a la necesidad o la emergencia, en un tránsito hacia el trabajo formal.

Esta idea no es nueva. De hecho, ha sido sostenida por distintos sectores desde los tiempos de la Fundación Eva Perón y reaparece desde entonces bajo diferentes consignas. “Ni planes ni palos”, señalaba Néstor Kirchner cuando asumió en 2003. Kirchner esperaba abordar los problemas de la Argentina movilizada y resquebrajada de los años posteriores a la crisis del 2001 sin represión y recuperando el trabajo y la promoción productiva. En 2007, tras algunos años de recuperación económica, la ministra de Desarrollo Social, Alicia Kirchner, insistía también con la necesidad de considerar las transferencias de ingresos condicionadas como algo provisorio. “De mantenerse en el tiempo, tienden a consolidar el desempleo y la pobreza […] como natural e irremediable”, afirmaba.

Estos mismos argumentos se esgrimían contra las propuestas de un “ingreso básico universal”, es decir la política que se discute en los países europeos frente a la escasez estructural de empleo. Lo cierto es que, desde 2002, cuando Eduardo Duhalde lanzó el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, llegando a casi 2 millones de personas, se sucedieron diversas estrategias, pero los planes y las transferencias de ingresos condicionadas nunca desaparecieron. La inflexión más relevante fue la Asignación Universal por Hijo, inaugurada en 2009. La ambivalencia de esta política la hace simbólicamente compatible con la matriz trabajista. Su institucionalidad es mixta: no es un plan sino una asignación familiar no contributiva; es parte estable de la seguridad social, expande un derecho adquirido por las y los trabajadores formales a personas desocupadas o trabajadores informales. Sólo que, como los “planes”, exige una condicionalidad adicional: la escolaridad y el control sanitario de los hijos.

La segunda arista de la objeción trabajista a los planes se dirige menos a su eficacia socioeconómica que a sus efectos culturales y morales. Que destruyen la cultura del trabajo, que promueven la vagancia, que incentivan la reproducción, que desincentivan la búsqueda de empleo formal, que generan dependencia del Estado. Aun cuando se ha demostrado que no son ciertas, se trata de ideas con una gran pregnancia en la sociedad y, sobre todo, en las capas más bajas de los trabajadores formales e informales que no son alcanzados por estos beneficios. Por eso, más allá de los datos duros y la evidencia, la estratificación moral que provoca la asistencia social es real… en sus efectos. Todavía se escucha hablar de los “planes descansar”, ironía que nació con los primeros “planes trabajar” en los años 90. Para mucha gente, recibir un plan –o incluso una asignación universal– estigmatiza.

De allí que las reivindicaciones de los movimientos sociales de los trabajadores y trabajadoras informales, sin patrón, agrupados en la UTEP (Unión de Trabajadores de la Economía Popular), se mantengan dentro de los parámetros de esta matriz trabajista de integración social. Y que también opongan, desde esos espacios, objeciones a la multiplicación de dispositivos individualizantes de transferencia de ingresos. Se trata, en todo caso, de revisar lo que entendemos por trabajo: de visibilizar y reconocer el trabajo (productivo y reproductivo) que realizan las personas que reciben estas transferencias, que son en su mayoría mujeres. Como subrayan los estudios feministas, no es solo reconocer que trabajan –y descansan muy poco–, sino que ese trabajo produce valor, que cumple una función social y económica fundamental.

Por eso la idea de reemplazar planes por “trabajo genuino” es hiriente y produce un “error de reconocimiento”, como diría Nancy Fraser. Por eso, también, las demandas de los movimientos sociales no se restringen a los “ingresos”; reclaman institucionalidad y registro estatal. Es decir, “blanquear” a los trabajadores y las trabajadoras sin patrón mediante mecanismos que equiparen derechos de seguridad social e invertir en la economía que es capaz de generar trabajo y en la que el trabajo es socialmente necesario. Son demandas complejas de atender, pero miradas en perspectiva han ido ganando terreno.

Intermediaciones

El segundo argumento contra los planes es que su evolución está atada a necesidades políticas y que sirven como recurso para obtener votos o adhesión. Cuanto menos directo y automatizado es el vínculo entre el Estado y los destinatarios de los planes –se dice– mayor es la intervención de actores sociales y políticos en su distribución, y mayor, por tanto, la “politización” de ese vínculo. De ahí la idea de que la asistencia social alimenta “la política”, produce “clientelismo” y, a fin de cuentas, pertenencias instrumentales y compromisos políticos débiles.

Más allá del juicio de valor, es cierto que los planes que requieren contraprestaciones laborales en actividades comunitarias o tareas de formación, y que promueven la participación de organizaciones sociales en su distribución y gestión, han sido claves en la expansión y el fortalecimiento de esas organizaciones. Lo han mostrado numerosas investigaciones, en Argentina y otros países. La asistencia social nutre, en ese sentido, la organización política y comunitaria de los sectores a los que va dirigida.

Sin embargo, lo que este argumento no tiene en cuenta es que es justamente esa organización la que, muchas veces, “hace rendir” los planes a nivel celular, la que los traduce en algo más que ingresos, la que ayuda a formar cooperativas de trabajo, sostener centros comunitarios, etc. Los planes aceitan (apenas) la producción de lo colectivo en el mundo popular. Y esto es válido también para las transferencias que no requieren mediaciones, las que van desde el Estado directo a las cuentas de los beneficiarios. En un libro reciente, Nadia Rizzo muestra en detalle cómo la AUH es colectivamente apropiada y activada en la vida cotidiana. Por ejemplo, en el modo que entrelaza a las personas con la vida de las escuelas y las salas de salud, y con su personal; o en la construcción de redes sociales (como grupos de Facebook) para socializar información y resolver “trámites”. La interacción en la ventanilla es siempre rebalsada por el plus de vida que tienen las transferencias una vez que llegan a los hogares. Desde arriba se ven individuos, formularios e ingresos (insuficientes). Abajo se trabaja para que haya sociedad. Este es un efecto de la intermediación que los argumentos contra “su rendimiento político” suelen soslayar.

Por todo esto, las organizaciones sociales de base son tanto más cruciales en tiempos de crisis. Una investigación en la que participo sobre la implementación del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) en 2020 revela que aun en un contexto de máxima centralización, automatización y virtualización de las transferencias de ingresos, las mediaciones locales de las organizaciones sociales y políticas mejoraron la accesibilidad de estos beneficios durante la cuarentena en múltiples lugares del país.

¿Y si los planes no existieran?

Sería absurdo negarse a la posibilidad de una sociedad con empleo protegido y con los mismos derechos para todos y todas. Pero eso nunca existió. El mundo del trabajo siempre estuvo estratificado en Argentina. Por eso, como señalan Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza, históricamente ganar derechos laborales fue, para ciertos grupos, reclamar o imitar privilegios de otros grupos. Esta realidad no se compara a las desigualdades de un mundo laboral con un tercio de informalidad sostenida, aun en los mejores momentos de la economía. Y con la pobreza asociada a esa informalidad. Crear más empleo formal y de calidad plantea un horizonte de grandes desafíos en materia de políticas de desarrollo económico de largo plazo, más allá de las iniciativas de incentivos y subsidios para la formalización, reducción de costos laborales, incrementos de las fiscalizaciones, entre otras. Aun si quisiéramos pensar que esto es factible, no va a suceder de inmediato.

Quizás convenga pensar entonces no tanto en los déficits de los planes y las transferencias de ingresos, y de la asistencia social en general, sino en los problemas que vienen “solucionando”, aunque de modo imperfecto. Como advierte el sociólogo Howard Becker, cuando objetamos arreglos sociales vigentes hay que hacerse la siguiente pregunta: ¿y si no, qué? En una sociedad fragmentada, movilizada y con crisis económicas recurrentes como la argentina, la progresiva masificación y diversificación de las políticas socio-asistenciales fue una respuesta a diversos problemas. El más evidente es el de la supervivencia en las crisis. Las transferencias de ingresos –y la posibilidad de ajustar los montos de modo relativamente sencillo– constituyen un recurso seguro para las familias más pobres en un mar de incertidumbre. Esos ingresos, combinados con planes de empleo u otras asistencias en la vida comunitaria, morigeran una pobreza que de otro modo sería muchísimo peor.

Además, hay otra cuestión. Aunque, en efecto, sus logros en materia de integración social son débiles, estas políticas generan nuevos recursos institucionales de gobernabilidad. Sobre todo a la salida de la crisis del 2001, la apuesta por multiplicar vínculos estatales de proximidad, orientados por una racionalidad sensible, atentos a los detalles del trato y poco afectos a las jerarquías de estatus –una nueva “burocracia plebeya”– generó una modalidad de reconocimiento político desde el Estado nacional que remedó simbólicamente una legitimidad estatal muy dañada.

En paralelo, una vez pasados los peores años de la crisis de 2001, se fue desarrollando una modalidad opuesta (y complementaria) de vínculo estatal. La expansión de una burocracia como la ANSES –a cargo, entre otras políticas masivas, de implementar la AUH–, una burocracia sistematizada y estandarizada, con capacidades tecnológicas e infraestructurales para intervenir rápidamente y a distancia en las cuentas de las personas, completa los recursos de gobernabilidad generados al calor de la expansión de planes y transferencias. Como revela una investigación que estamos llevando adelante con Pilar Arcidiácono, la existencia de recursos de infraestructura estatal para operar de modo flexible e intervenir celularmente en la sociedad en momentos críticos es un factor importante de la relativa estabilidad, a pesar de la recesión económica, de los últimos años.

Esto no significa que el mapa actual de la política social no deba revisarse. Pero seguramente lo haremos mejor considerando los problemas que fue “resolviendo” y poniendo en perspectiva los efectos reales que ha generado en la vida de las personas, en sus vínculos con la sociedad y con el Estado. Que los planes y transferencias no garantizan adhesión política o legitimidad estatal es algo razonable. Que su capacidad protectora es cada vez más limitada es incontestable. Pero esto no quiere decir que se pueda prescindir de ellos. Lo que les pasa a los individuos -que son los que votan- no coincide necesariamente con lo que le pasa a la sociedad. Desde el 2001, los gobiernos pueden perder elecciones y el Estado garantizar gobernabilidad. Lo cual no es menor para nuestra democracia.

Por Luisina Perelmiter para ElDiplo

Te puede interesar