CABA, desobediente y rica

Actualidad - Nacional 12 de mayo de 2022
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La coparticipación es una de las vigas maestras de la política y la estatalidad argentina. Uno de los elementos que le da este estatus tiene que ver con el siguiente cuadro.

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¿Qué indican estos números? Que, previo a cualquier debate político, hay que reconducir un 30% de los recursos para superar el desequilibrio estructural entre la jurisdicción que cobra impuestos (Nación) y las que lo gastan (Provincias). Una enormidad.

Esto no siempre fue así. Hasta mediados del siglo pasado, la Nación explicaba el 80% del gasto y el 80% de los ingresos. Desde ahí en adelante, los procesos de transferencias de funciones hacia las provincias (salud, educación, etc.) fueron incrementando sus niveles de gasto, pero no hubo un camino paralelo en la adecuación de los recursos. Esto rompió la triangulación territorial que desde fines del siglo XIX ejercía la Nación: tomaba recursos del “centro” pampeano para financiar las economías regionales (la periferia histórica) y colonizar la Patagonia (las provincias “despobladas”).

El ajuste neoliberal desarmó las políticas de poblamiento y de desarrollo regional que se habían implementado hasta el momento mediante la inversión y el gasto nacional en estas zonas, y reinventó el patrón de redistribución territorial alrededor de una serie de instrumentos: el principal es la Coparticipación Federal de Impuestos (CFI), que reasigna lo recaudado por los principales impuestos (IVA, Ganancias, etc.) en base a potestades tributarias compartidas, pero cuya gestión la realiza exclusivamente el gobierno central. Alrededor del 75 por ciento de las transferencias de Nación a las provincias responden a la CFI y otras vinculadas a ella. El 25 por ciento restante se realiza a partir de transferencias presupuestarias: fondos para el despliegue de políticas públicas específicas. Las primeras son automáticas; las segundas, no.

Este nuevo sistema de reparto de recursos se fue estructurando a partir de una serie de hitos institucionales: la Ley de Coparticipación sancionada en 1988, los pactos fiscales 1 y 2, firmados en 1992 y 1993, y la reforma constitucional de 1994. El efecto fue paradójico: si bien convalidaron el ajuste estructural, significaron también un límite al proyecto neoliberal, que se proponía profundizar las descentralizaciones –inclusive llevándolas hasta el nivel municipal– y hacer que cada jurisdicción se autofinanciara.

El sistema, tal como está construido, tiene varias ventajas: la principal es que es un creador de gobernabilidad para la Presidencia de la Nación, que concentra una gran cantidad de recursos y puede, por lo tanto, afirmar sus decisiones frente a los poderes provinciales. Pero genera varios problemas. Uno de ellos –que no siempre se reconoce– es que las jurisdicciones “ricas” (CABA, Córdoba, Santa Fe) gozan de una base financiera suficiente como para desplegar eventuales posiciones hostiles hacia el gobierno nacional.

La coparticipación porteña

Los recursos de coparticipación que recibe cada provincia dependen de un coeficiente fijo establecido en la ley. Como la CABA no existía como tal al momento de sancionarse la norma y recién accedió a su actual status con la reforma constitucional de 1994, se le asignó un monto fijo de alrededor de 157 millones de pesos (equivalentes a la misma cantidad de dólares), lo que fue convalidado por la Legislatura porteña.

Los desajustes y cambios nominales y reales pos crisis del 2001 depreciaron rápidamente la suma fija que recibía CABA, situación que se corrigió mediante la asignación de un coeficiente fijo de 1,4 ciento que, a diferencia de las provincias, se detrae de la porción que le corresponde a la Nación. De ese modo, la Ciudad dejaba atrás el esquema de suma fija sin afectar directamente los recursos de ninguna provincia (aunque, al provenir de recursos nacionales, incidiendo sobre el total de los fondos del conjunto de las jurisdicciones).

Es interesante recordar que esa novedad –que fue acompañada del traspaso del Impuesto de Sellos desde Nación a la Ciudad– fue vivida como un logro. Y sin dudas lo fue. Basta repasar el debate del 2002, durante el cual se trató la cuestión en la Legislatura porteña, para comprobar que oficialismo y oposición (con muchos diputados que luego confluirían en el macrismo), celebraron el hecho y avalaron el porcentaje conseguido.

Aceptado ese porcentaje, era impensable que la situación creada pudiera alterarse por decisión unilateral de la Nación o por acuerdo bilateral. Estaba claro para todos –y lo ilustran muy bien las intervenciones de aquel día– que la porción asignada a la Ciudad solo podría ser revisada en el marco de la discusión de una nueva ley de coparticipación, que manda sancionar la Constitución Nacional reformada en 1994 y que aún se encuentra pendiente. Es decir, se entendía que el porcentaje de 1,4 solo podía ser alterado en el marco de una revisión con el conjunto de las jurisdicciones, dado que la modificación de cualquiera de las asignaciones establecidas afecta, directa o indirectamente, a todas, y que tal revisión requiere de parámetros comunes de medición de la situación de cada una ellas: los “criterios objetivos” (población, necesidades básicas insatisfechas, etc.) de la manda constitucional incumplida, con los que aún hoy no se cuenta.

Sin embargo, al mes de asumir Macri firmó un decreto que dejó de lado todas estas consideraciones, alteró la situación de la Ciudad e indirectamente la de las provincias. Con este decretó, la porción de recursos para la CABA se incrementó 168% –pasó del 1,4% al 3,75%–. Con la firma del Consenso Fiscal en 2017, esta participación se redujo a 3,5%.

La arbitrariedad en este cambio de reglas hizo que, a pesar de haberse implementado en la primera etapa del gobierno de Macri, cuando aún gozaba de altos índices de popularidad, las quejas de los gobernadores no se hicieran esperar. Todos pidieron, sin éxito, un trato equivalente, o al menos que los cambios se hicieran alrededor de algún tipo de acuerdo más amplio.

Para entender la magnitud del beneficio, señalemos que hasta 2016 los recursos de origen nacional de la CABA representaban un 10% del total. Tras el incremento del coeficiente, pasaron al 26%. Curiosamente, en los últimos tres años la Ciudad redujo impuestos a sus contribuyentes, tal como nos informa la página oficial (1). Es decir que el conjunto de la Nación financió la rebaja de impuestos locales. Un criterio de equidad y justicia social por demás llamativo tratándose de uno de los distritos más ricos en un país con enormes asimetrías territoriales en cuanto a ingresos.

El gobierno argumentó en los medios, pero no lo fundamentó así en el decreto, que el incremento de la coparticipación se realizaba para cubrir la transferencia de los servicios de seguridad. Sin embargo, nunca se presentó un cálculo del costo de las prestaciones que se transferían. Ese vacío dio lugar a muchas dudas. De hecho, la desproporción entre lo que sucedió en CABA y las otras 23 jurisdicciones fue notorio, tal como se muestra en el gráfico principal que ilustra esta nota.

El debate actual

El 10 de diciembre el Senado aprobó por 40 votos positivos y 25 negativos un proyecto de ley que ya tenía media sanción de Diputados y que propone que la Nación y la Ciudad abran una instancia de negociación para que, con la asistencia de la Comisión Federal de Impuestos, definan en 60 días el monto de la transferencia anual para solventar el traspaso de la policía a la Capital. Hasta la entrada en vigor del convenio que eventualmente se alcance, la coparticipación para la CABA volverá al histórico 1,4 por ciento, y el Tesoro Nacional transferirá mensualmente la doceava parte de 24.500 millones de pesos a cuenta del monto que se termine acordando (la cifra surge del cálculo realizado por el Poder Ejecutivo sobre el costo de la transferencia de las funciones de seguridad y forma parte de la futura ley. Se prevé actualizarla trimestralmente mediante una combinación de índices).

En términos institucionales, la principal virtud de la ley es que contempla los dos pasos que establece la Constitución, que establece que la transferencia de servicios debe estar acompañada por la correspondiente transferencia de recursos, pero no dice que tiene que ser vía coparticipación, ni que tienen que ser de giro automático. El proyecto, en efecto, transparenta el costo que tiene la prestación de seguridad, cuestión que hasta ahora no se había hecho, y sería aprobado por una ley del Congreso Nacional, que luego deberá ser ratificada por la Legislatura porteña.

Conclusión

Cabe señalar algunos elementos para entender el curso que ha ido tomando el debate sobre el tema. En primer lugar, es lógico que ninguna jurisdicción acepte pasivamente que se le reduzcan los fondos con que cuenta. También que, en estos temas, suele haber un clivaje partidario más que doctrinario, y que la pirotecnia verbal, propia de la época, hace más difícil separar la paja del trigo. En este sentido, la vocación provocadora de los sectores conservadores –que sí se animan a sostener posiciones polémicas frente a temas tan espinosos como el impuesto a la riqueza, la cuarentena y el lawfare sin que se les mueva un pelo– hace comprensible que se involucren en un tema tan confuso como el de la coparticipación.

Alimenta esta tensión una visión puramente pragmática: Juntos por el Cambio busca fortalecer territorios en donde prevé mantenerse durante largo tiempo, organizando una retaguardia en la que preservar espacios de poder institucional y disponibilidad de recursos para conservar margen de maniobra. La CABA es sin dudas el más importante. Esta estrategia resulta más atractiva si paralelamente debilita la periferia, es decir las provincias en las que prevalece el peronismo.

Otra arista de lo sucedido, menos conocida y de implicancias hoy por hoy imprevisibles, es la ruptura de la entente Larreta/Schiaretti ocurrida alrededor de la elección de intendente de Río Cuarto, que posibilitó al oficialismo contar con los votos necesarios en Diputados para aprobar la ley.

Pero también es posible señalar algunas perspectivas más estratégicas. El programa de Juntos por el Cambio para las provincias sigue siendo el mismo que sostiene el neoliberalismo desde los 90: descentralización de responsabilidades recaudatorias hacia las provincias y los municipios de modo tal que cada jurisdicción se financie con sus impuestos propios y rinda cuentas a la sociedad por los servicios que otorgue a cambio de dichos impuestos. Esto reducirá ostensiblemente la capacidad de la presidencia para coordinar un proyecto nacional, incrementará las tensiones entre las provincias ricas y pobres, debilitando al federalismo como elemento generador de gobernabilidad, además de cristalizar las asimetrías existentes y complicar las posibilidades de construir un país más igualitario.

Como vimos, desde el fondo de su historia el modelo federal argentino estableció políticas para el balanceo del peso relativo de las regiones. La potencia de esta idea le evitó a la Argentina tensiones regionales separatistas similares a las que ocurren en otros países del mundo. Es algo que puede empezar a cambiar.

Por Horacio Cao y Alejandro Otero para Le Monde Diplomatique

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