El salario social como respuesta

Economía 11 de mayo de 2022
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El gobierno de Alberto Fernández implementó desde el comienzo de la pandemia un aislamiento estricto y consensuado con el conjunto de los gobernadores, cualquiera fuera su signo político. En un contexto difícil, Argentina adoptó la decisión humanista: durante la primera etapa el contagio se enlenteció, los estados en sus distintos niveles de gobierno pudieron reconstruir sus sistemas de salud y se evitaron miles de muertes. Hoy estamos en medio de este río, aún sometidos a la incertidumbre de la pandemia, pero el trayecto recorrido habilita una conclusión: fuimos capaces de reducir el dolor social más irremediable que trajo el COVID-19. La gran tragedia brasileña, entre muchas otras, lo vuelve evidente.

Pero la pandemia no sólo produce enfermedad y muerte, también provoca una crisis económica y social a escala mundial de enormes dimensiones. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha publicado informes sucesivos contabilizando las pérdidas: el cierre definitivo de empresas, la destrucción de puestos de trabajo y, el dato más estremecedor, la drástica reducción de ingresos de los trabajadores informales. Otro señalamiento preocupante es la exacerbación de las diferencias de género.

Estas tendencias, de orden mundial, se confirman en Argentina, con el agravante de que actúan sobre problemas preexistentes, como la fuerte incidencia de la precariedad, la alta informalidad laboral y los elevados niveles de pobreza e indigencia sostenidos durante décadas.

Tanto en informes gubernamentales  como en intervenciones de distintos referentes de los movimientos sociales se está construyendo una caracterización: las crisis intensifican las desigualdades. No es un destino irremediable, aunque sí el más probable si no median fuerzas colectivas y políticas que impulsen otros caminos. Que se deteriore aun más la situación que dejó el macrismo sería socialmente intolerable. Si las proyecciones que se formulan son correctas, el futuro inminente reviste la gravedad de los momentos de estallidos, cuando las personas buscan sobrevivir a cualquier precio porque no vislumbran ninguna alternativa.

Primeras respuestas

Para atenuar el impacto, el gobierno ha desplegado un conjunto de políticas de protección: el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo y la Producción (ATP), un refuerzo extraordinario de la Tarjeta Alimentar y de asignaciones previsionales como las jubilaciones mínimas y la Asignación Universal por Hijo (AUH), el nuevo Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y la prohibición de los despidos sin causa justa y por las causales de falta o disminución de trabajo y fuerza mayor. Medidas transitorias y paliativas en plena emergencia que han mostrado cierta efectividad, aunque la realidad las desborde.

Una de estas políticas, el IFE, nos permite retomar la cuestión de la desigualdad social y la precariedad laboral. La medida, anunciada por el gobierno el 23 de marzo, consiste en una transferencia de dinero a los hogares “cuya subsistencia inmediata depende de lo que día a día obtienen con el fruto de su trabajo”. Reconociendo la “insuficiencia del Sistema de Seguridad Social argentino”, el IFE fue definido como una prestación monetaria excepcional de 10.000 pesos, no contributiva, para argentinos y residentes de entre 18 y 65 años de edad, que estén desocupados, se desempeñen en la economía informal, estén registrados en el régimen de monotributo (categorías inferiores) o sean trabajadoras domésticas que no hayan percibido ingresos por trabajos en relación de dependencia, en concepto de jubilaciones y pensiones, o planes sociales (salvo AUH).

Al evaluar el costo fiscal de la medida, el gobierno estimaba que se anotarían unos 3,6 millones de personas. Pero las previsiones fueron ampliamente desbordadas: se inscribieron, a la velocidad de la luz, 12 millones de personas, y se pagaron finalmente casi 9 millones. Una conclusión insoslayable: este gobierno, que ha dado señales de compromiso con la cuestión social, no tiene conocimiento suficiente sobre esa realidad. Por eso la inscripción masiva al IFE se sintió como un aluvión. ¿Cómo se construye una relación de saber en el Estado? ¿Cómo se informa la política? ¿De qué manera se hacen presentes las realidades vividas por las clases populares? Dejando apuntadas estas preguntas que interpelan a la política formal, me interesa sistematizar algunas posiciones sobre la posible derivación del IFE hacia un nuevo derecho social: un ingreso mínimo garantizado, una renta ciudadana universal o un salario social, tres definiciones que parecen iguales pero son muy diferentes. ¿Cuál es la relación entre estas palabras y las cosas?

Ingreso mínimo, renta ciudadana

La idea del “ingreso mínimo” descansa en una posición pragmática que razonaría en estos términos: ¿qué hacemos con aquella parte de la sociedad que no trabaja porque es inempleable? Podemos construir más cárceles, o podemos decidirnos a otorgar un ingreso mínimo de subsistencia para los millones de pobres que no tienen ni tendrán otro destino.

Desde esta perspectiva, el ingreso mínimo sería un modo pacífico de administrar una realidad que es definida como irremediable, basada en la idea de que una parte de la población no produce ni crea valor económico; es, desde este punto de vista, inservible. Esta fue por ejemplo la posición del sociólogo estadounidense Jeremy Rifkin, principal asesor de Bill Clinton, que ganó protagonismo en la década del 90 con su libro El fin del trabajo. Éxito de público que llegó a venderse hasta en los supermercados, el libro de Rifkin tuvo y tiene muchos ecos en nuestro país. La utilización del adjetivo “mínimo” proyecta la constricción a la pobreza como forma de existencia, funciona como un modo de institucionalizarla. La propuesta suele acompañarse con teorizaciones sobre las bondades del voluntariado y el tercer sector.

La segunda posición se explicita a través de la propuesta de “renta universal” o “ingreso ciudadano”: para todas y todos, sin condicionamientos ni contraprestación de ningún tipo. Una renta que permita independizar los ingresos del trabajo. La idea es que, si la forma que asume el trabajo es la precariedad, entonces hay que fundar una nueva condición de ciudadanía: el derecho a vivir bien y no quedar sometido a la incertidumbre. Implica además el reconocimiento de las formas múltiples de trabajos no valorizados económicamente, como el trabajo del cuidado, que recae esencialmente sobre los hombros de las mujeres.

Ciertas vertientes de izquierda coinciden con esta posición, que busca generar espacios de liberación de la forma capitalista de organización del trabajo en sus distintas etapas históricas. Y que aborda también el problema de cuál fue la condición de posibilidad de la producción industrial. Dice Nancy Fraser: cuál fue su secreto, la “morada oculta” de la producción. La reproducción social es una condición indispensable para la producción que el capital no remunera pese a que no podría existir “en ausencia del trabajo doméstico, la crianza de los hijos, la enseñanza, la educación afectiva y toda una serie de actividades que ayudan a producir nuevas generaciones de trabajadores y reponer las existentes, además de mantener los vínculos sociales y las interpretaciones compartidas”. En Argentina en los últimos años diversos colectivos feministas han visibilizado e impulsado este planteamiento.

Sin embargo, la propuesta de universalizar la renta en un contexto de desigualdades siderales produce algunos problemas. Este “riego uniforme” de dinero habilitaría una mejoría general, pero resulta difícil entender su eficacia para revertir las condiciones estructurales de la desigualdad social. ¿Cobrarían este ingreso quienes no lo necesiten?

Pero además la perspectiva de “renta universal” incluye un segundo punto problemático: el tipo de vínculo que se establece entre el ciudadano y el Estado (o entre el ciudadano y la cuenta bancaria para la transferencia). Tal como está planteada la idea, se configura una relación de radialidad. De hecho, se podría cuestionar el coqueteo de estas posiciones con cierto liberalismo político: aunque el objetivo es otorgar autonomía, es posible que este camino lleve a la debilidad de individuos “desobligados” de construir pertenencias a colectivos reales.

Carlos Pagni, columnista del diario La Nación, exigió ya desde comienzos del gobierno macrista la eliminación de la “tercerización” de la política social, recurriendo justamente a esta palabra que es cuestionada desde el campo gremial y popular. Su cuestionamiento apuntaba a la necesidad de suprimir las mediaciones de los movimientos sociales. “La política social fue tercerizada en organizaciones que podríamos decir privadas, que son los movimientos sociales. El kirchnerismo decidió trasladar o delegar en los movimientos sociales buena parte de la asistencia a los pobres. Les transfirió a movimientos como el Movimiento Evita o la Tupac Amaru parte de la acción social. El gobierno actual [se refiere al de Mauricio Macri] está frente a una encrucijada que no sabemos cómo va a resolver: ¿va a seguir tercerizando la política social o se va a hacer cargo el Estado de algo que se debería haber hecho cargo siempre?”. Hace pocos días, a raíz del debate sobre el ingreso universal, Pagni insistió: “El ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, está pensando en establecer una prestación universal que sustituya el IFE que reciben aquellos que están en una situación de pobreza grave. Desde el lado de los movimientos sociales lo aprueban, pero piden que el beneficio sea ‘ganado’ de alguna manera. Es un planteo que uno no espera de esos sectores […] Pero esos movimientos quieren una contraprestación de ese dinero para poder controlar las prestaciones. Es decir, para poder intermediar entre el beneficiario y el Estado, porque esa es la forma en que se alimentan maquinarias gigantescas de clientelismo”.

Salario social

Las propuestas no se limitan al ingreso mínimo o la renta universal. Una tercera perspectiva parte de la certeza de que el trabajo es el gran ordenador social, y plantea extender el salario social complementario, una institución conquistada a fines de 2016, durante un año de movilizaciones masivas frente a las medidas regresivas del macrismo, que contempla un salario que “redondea” los ingresos de los trabajadores de la economía popular y que es administrado por diferentes organizaciones sociales.

Impulsan esta propuesta los referentes de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP). El punto de partida es que se redujo el empleo pero no falta trabajo. El problema, en todo caso, es la desvalorización de determinados trabajos, lo que se debe a dos cuestiones fundamentales: la primera es que la sociedad sólo otorga valor a lo que valoriza el mercado, lo que hace que no se remunere la producción de otros valores sociales, ambientales o comunitarios. ¿Cuál es el valor de un comedor, de un centro cultural o de la promoción ambiental y el reciclado que realizan los cartoneros? En este punto es posible encontrar una convergencia con muchas de las posiciones de izquierda reseñadas más arriba. El segundo motivo por el que ciertos trabajos no son valorizados es que el capitalismo actual moviliza formas de desposesión como consecuencia del despliegue de dispositivos que “empobrecen” a vastos sectores del trabajo y reenvían ganancias cada vez mayores hacia empresas centrales y circuitos financieros. ¿Por qué una costurera de una cooperativa recibe una cantidad ínfima por las prendas que produce?

En este marco, la economía popular ha ido construyendo diferentes piezas de una institucionalidad del trabajo de nuevo tipo: el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (RENATEP), proyectos en discusión sobre cómo implementar un nuevo sistema de salud para sus trabajadores, la posibilidad de obtener la personería gremial para la UTEP y la extensión de un salario social complementario, o ingreso social con trabajo garantizado, que tiene un sentido de reconocimiento y a la vez de reparación frente a las nuevas formas de injusticia social.

Para concluir, cabe agregar que toda política pública se inscribe –y a la vez potencia– en una cierta forma de organización social. Al mismo tiempo, no toda forma de organización social es capaz de garantizar de manera efectiva una política, un corpus de derechos. La ciudadanía y las organizaciones libres del pueblo expresan distintas formas de organización social. Pero también existen otras. Una conclusión retrospectiva: la Ley de Contrato de Trabajo hubiera sido “letra muerta” para los asalariados de no mediar el despliegue de negociación y conflictividad de las organizaciones gremiales y sin la Ley de Asociaciones Sindicales, que les otorga a los sindicatos niveles de autonomía y un reconocimiento como representantes de colectivos de trabajadores.

Hoy está en juego, y en acto, una transformación subjetiva que “la política” todavía no ha logrado decodificar completamente. Se escucha, en los movimientos sociales, la economía popular y los conurbanos, algo de esto: “Los barrios somos nosotros, la capilaridad es nuestra, y el Estado, sin nuestras mediaciones, no llegaría nunca a ninguna parte”. La pandemia potencia estas resonancias. Por eso, lejos de los ingresos mínimos y más allá de las rentas ciudadanas, son las mediaciones organizativas las que podrían convertirse en el soporte fundamental para imaginar y hacer efectivas políticas de redistribución de los ingresos y del poder social.

Por Paula Abal Medina para El Diplo

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