El Poder Judicial como síntoma de la democracia

Actualidad - Nacional 05 de mayo de 2022
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A partir de lo que se conoce como tercera oleada populista, el poder real ha trazado una táctica para destituir a los gobiernos de América Latina que se identifican con ella. La operatoria perversa ya no consiste en imponer dictaduras a través de golpes militares, sino que el recurso utilizado en esta etapa es la práctica del lawfare, una guerra judicial basada en perseguir y encarcelar sin juzgar a los opositores, condicionando a los gobiernos populares.

A pesar de que la vicepresidenta Cristina Kirchner fue durante los años macristas la principal víctima del lawfare, el actual gobierno del FdT no logró desarticular la guerra judicial. Tampoco fueron modificadas las anomalías jurídicas que “reinan”: una Corte Suprema compuesta por cuatro hombres -dos de ellos nombrados “a dedo” por un decreto de Macri- y la autoelección de Horacio Rosatti  como presidente del Consejo de la Magistratura, posición que le permitirá nombrar jueces, manejar la caja sin control alguno y perpetuar el sistema de privilegios del cual goza el Poder Judicial, del que desconfía el 84 por ciento de los argentinos, según la encuesta hecha en marzo por la Universidad de San Andrés.

Cabe que recordemos el histórico rol del Poder Judicial que ha convalidado silenciosamente todas las dictaduras sufridas en el país, inclusive la más horrorosa, la del terrorismo de Estado del 76. Consideramos que ese poder tal como está planteado constituye un síntoma, una patología de nuestra democracia, que debe leerse como el avance de la derecha totalitaria y se experimenta como insatisfacción democrática, tal como señalara Cristina Kirchner en la última cumbre de la Eurolat, realizada el 13 de abril.

La Argentina ha preservado constitucionalmente un poder monárquico no elegido por el pueblo. Tal como sucedía en la monarquía con los reyes, el juez ocupa una posición vitalicia y un lugar de excepción plagado de prerrogativas: no paga impuesto a las ganancias, se jubila con privilegios, no se somete a exámenes psicológicos antes de asumir el cargo ni periódicamente durante su ejercicio.

Abundan en los anales del derecho jueces que no se encontraban en su “sano juicio” para ocupar el cargo. Un caso famoso que pasó a la historia de la psicopatología mundial, fue el del alemán Daniel Paul Schreber, juez altamente respetado, nombrado en 1893 presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde. En 1900 publicó su autobiografía que tituló Memorias de un neurópata, donde expuso sus delirios. Partiendo del testimonio de dicho texto, Freud realizó un notable estudio psicoanalítico sobre la psicosis de Schreber, encuadrándola como una demencia paranoide.

Desde el psicoanálisis se conoce que el poder sin límite puede conducir a la locura. Cualquier humanx que ocupa un lugar de poder puede identificarse, confundirse, creer que “Es” el poder y satisfacer sus pulsiones sádicas, de apoderamiento, anales y narcisistas. Su Señoría -título nobiliario de Señor- puede creerse “dueño” de la ley, o sea enloquecer poniendo en juego una megalomanía, omnipotencia o delirio mesiánico. Sin el sometimiento a los límites universales -que se afirman en el “para todxs”- el sujeto puede perderse.

En resumen, todo juez debe incluirse en el principio democrático de igualdad, lo que impide que se constituya en una excepción. Un cargo tan relevante como el de impartir justicia es inconveniente que sea vitalicio, resultando de fundamental importancia que se implementen evaluaciones psicológicas periódicas.

Freud construye un mito en el que describe genialmente lo problemático que resulta para lo social que el poder sea ejercido por una excepción: el “padre de la horda primitiva” era el poseedor de todas las mujeres y el que sometía a todos a su dominio y voluntad, por lo que el grupo de los hermanos decide matarlo para terminar con los privilegios absolutistas. Lo recomendable para disminuir la hostilidad social es que todos sin excepción se sometan al principio de igualdad.

La democracia y "el lugar vacío" del poder
Con la revolución democrática cae el rey como ocupante de un poder vitalicio, ligado a una dinastía naturalizada por la sangre cuya legitimidad provenía de Dios mismo; los hombres quedaban en condiciones plenas de igualdad y de libertad.

En esta línea Claude Lefort, en su libro La incertidumbre democrática, afirmó que el poder debe permanecer como un lugar vacío: aquellos que lo ejercen son simples mortales que lo ocupan temporalmente, nadie que gobierna podrá esgrimir que el poder le pertenece de una vez y para siempre. La noción del poder como un lugar vacío, como un espacio potencialmente de todos, es el rasgo principal de la democracia moderna.

Teniendo a la libertad y a la igualdad como principios generadores y articuladores de la convivencia y de las relaciones sociales, económicas y culturales, la democracia se presenta como una sociedad donde el poder, la ley y el conocimiento se hallan sometidos a la prueba de una indeterminación radical, prescindiendo de cualquier referencialidad a valores y verdades absolutos preestablecidos.

Los representantes del pueblo demostraron impotencia para resolver el poder omnímodo de los cortesanos, uno de los peores síntomas de nuestra democracia que produce insatisfacción social.

Sólo un contrapoder democrático, como el pueblo, será capaz de conseguir que cambien las actuales reglas del juego institucional. La figura del pueblo puede movilizar una reforma judicial y una nueva Constitución que genere los instrumentos necesarios para democratizar el poder y humanizar la política.

Por Nora Merlin para El Destape

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