La invasión metafísica de los 90

Actualidad - Nacional 05 de mayo de 2022
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En estos tiempos vacíos se aleja y vuelve la “no realidad”, como una cinta elástica que anuncia el cierre de los 70 para renovar la fantasía que se mete por las fisuras del conurbano caliente.

Una especie de mugre e inspiración dejó huella en los jóvenes de los 90 y plantó la pose del divismo en la política. Como en todos los últimos tramos, ya no hubo fuerzas para sembrar ideologías y la zona de confort la ganó por goleada el neoliberalismo.

El tren dejó de andar y la mayoría de las estaciones, con diseños exclusivos, pasaron a ser un mapa del patrimonio cultural abandonado. Después de treinta años las vías marcan la traza del descarte en la proliferación de barrios en emergencia. 

Allí, como los Avengers, llegan los revendedores de los 90 y la antipolítica para salvar de los males a los centennials.

En las redes violentas el efecto propagandístico arranca en formato sábana y enamora, en estado de idiotez transitoria, del cual habla el gran Sigmund Freud, para subir y despegar en Ala delta, después de la General Paz.

Dicen que los milagros solo ocurren una vez y en los últimos diez años de cada siglo parece ser que todos quieren tirar la casa por la ventana. Es por eso que la reválida de las zonas de confort vencidas, se pueden adaptar a estos tiempos. Recién estamos entrando en la tercera década del siglo XXI y en el mundo, la era espacial tomó la agenda para que todo reviente, de una vez por todas, en la tierra.

Pero la necesidad de romper todo, volviendo a la Argentina, logra el deseo de la sopa recalentada del 1 a 1, una especie de “no realidad” tóxica que se metió en el corazón de la clase media cuando logró ir a comer panchos a Disney.

Es una experiencia que se dio solo dos veces. La primera, con el plan de convertibilidad en la década final de 1800, con el peso y el oro. La segunda, con la moda estadounidense a finales de 1900, con el peso y el dólar. Siempre los 90 fueron el último suspiro de siglos cargados.

Es ya sabido que la ideología marcó generaciones, pero en 1989 una nueva postal del pensamiento político unificado renovó utopías individuales y el sueño americano en el rubio platinado de la clase media ascendente.

También, en la catarata de entusiasmo por pertenecer a lo que “no podremos ser”, se estableció una clara diferencia entre dos posicionamientos. Por un lado, la posición oficial donde se determinan los lineamientos en lo institucional. Por otro lado, la posición empresaria de ser oficialista, cima de la expresión del oportunismo.

Esa especie de dicotomía que ofrece la sana oportunidad de crecimiento sostenido, donde el progreso es aliado de la modernidad, tiene un gallinero oculto como cultura amarga y vacía, que va juntando mugre abajo del felpudo.

La exclusión marcó a fuego la época de los años donde el dolor social tuvo el analgésico del exitismo por la no discusión. El debate se puso en corto para "hacer lo que más me conviene". El contexto de la agenda se impuso desde México a la Argentina y los únicos privilegiados son los peluqueros.

El potencial quedó picando en el mito de la clase media y una revolución ficticia llenó de colágeno el conurbano norte. Todo el campo de acción sembró la cultura de ostentar para ser el capanga de la mesa familiar o de la reunión con amigos con el ingrediente del bronceado marrón fecal que hizo florecer el negocio de la cama solar en las avenidas bonaerenses.

Después del Efecto Tequila y el Consenso de Washington, en el último descorche de la fiesta, donde el champagne marcaba la devoción por el shopping, alguien golpeaba la puerta pidiendo comida y nos marcaba el registro oculto de los galpones vacíos. La canción sureña de Larralde anunciaba: “Algunos se van pal Miami y otros se van pal carajo”.

Los talleres vivían el cáncer de la producción, el vaciamiento ideológico del oficio y la supremacía del pasamano. “El que labura es un gil” quedó establecido como el slogan de la timba financiera. En síntesis; el mediopelo que niega sus orígenes humildes y se identifica en los gestos con los sectores reaccionarios para que no se le vean los hilos de la careta, donde oculta el fiambre y moja el pan con la ensalada.

La tilinguería que llevamos intrínseca en nuestras inseguridades y que no asume que somos Latinoamérica, se enamoró de los 90. El carnaval carioca fue un éxito los primeros años porque necesitábamos la fiesta y un master en frivolidad para esconder la angustia que dejó el reviente de los 80.

Al mismo tiempo todo hace pensar que las revoluciones no duran más de quince años como lo describe el libro “La rebelión de las masas” de Ortega y Gasset, que lee de forma muy interesante los cambios sociales en gran parte del siglo XX.

En estos días todo hace pensar que el turno de la generación de los 90 toma un camino irreversible en la historia argentina. La vuelta de las juventudes, que a partir de los 50 años pretende conducir los destinos de un país.

La revancha de los 90 puede ser una tragedia o la actualización de una década que aún no aparece en la historia con análisis profundo, sino que está oculta como la idiosincrasia del oportunismo.

En algunos bares de la periferia de Italia se percibe el fascismo tácito que flota vigente, pero nadie lo dice porque es como vestirse de sinceridad y luego la condena social puede ser feroz.

En el caso de los 90 de la Argentina, hay algo muy oculto que sale cada tanto en los domingos familiares o en la parrilla financiera.

Los finales del siglo XIX y XX dejaron sembrada la tempestad para los pilotos de tormentas. Mientras la desigualdad del Camino del Buen Ayre se sigue estirando de panamericana a acceso oeste.

Por Alejandro Mármol para Página 12

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