Cuando la democracia cruje

Actualidad - Nacional 02 de mayo de 2022
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¿Por qué cruje la democracia? En La legitimidad democrática, el sociólogo francés Pierre Rosanvallon se remonta al origen de las democracias modernas para entender las causas profundas que explican sus múltiples crisis. Rosanvallon identifica el primer principio de legitimidad de la democracia, la soberanía popular, y analiza los mecanismos históricos que permitieron crear un sistema en el que una mayoría electoral circunstancial, resultado de una elección puntual en un momento determinado, pasa a considerarse, casi mágicamente, la emanación misma de la “voluntad popular”. Rosanvallon explica que este principio, que sigue siendo el fundamental, comenzó a chirriar a comienzos del siglo XX, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, cuando se produjo la primera gran crisis de la democracia y emergió un segundo pilar de apoyo: la administración pública. En efecto, conforme la sociedad y la economía se complejizaban, el Estado desplegaba un conjunto creciente de funciones en materia de salud, educación y vivienda que le permitieron transformar su rol: de una simple autoridad política encargada de proteger la propiedad privada y las libertades individuales a una agencia burocrática capaz de prestar una amplia gama de servicios públicos universales. La democracia lograba recargarse de consenso en base a esta novedosa doble legitimidad: legitimidad de origen (electoral) y legitimidad funcional (resultados). O, dicho de otra manera, por su capacidad para representar y por su capacidad para producir progresos.

La tesis de esta nota es que hace ya bastantes años que la democracia argentina dejó de hacer lo segundo y que cada vez le cuesta más hacer lo primero.

La dificultad de nuestra democracia para lograr avances socioeconómicos es conocida: Argentina registra el índice más bajo de crecimiento de los últimos 40 años de América Latina a excepción de Venezuela, sufre la inflación más alta de la región y desde hace cuatro décadas experimenta una involución social que no es lineal –hubo mejoras transitorias en los primeros años del Plan Austral, la convertibilidad y el kirchnerismo– pero que marca un contraste con otros países latinoamericanos. No hace falta ser Marcos Aguinis para aceptar esta realidad, dura como una roca.

La situación actual es ilustrativa: la inflación podría trepar este año al 60%, 53% más que el promedio global y 48% más que el promedio latinoamericano. Pero el declive no se verifica solo en el aumento de precios y la consiguiente pérdida de poder adquisitivo, sino también en la dificultad de las instituciones públicas para abordar asuntos pendientes que afectan de manera directa la vida cotidiana de las personas y la economía y que, sin ser nunca sencillos de abordar, porque nada es simple en sociedades heterogéneas y complejas, tampoco son imposibles. Puede que sea muy difícil, por la inercia de tantos años y por el contexto global, bajar la inflación, pero ¿cómo es posible que, quince años después de que comenzara a hablarse del tema, el Estado no logre implementar una segmentación de tarifas que permita reducir razonablemente los subsidios sin afectar a los sectores de menores ingresos? ¿Cómo puede ser que no pueda regular mejor los alquileres, un drama para el 17% de los argentinos que no cuenta con vivienda propia y para casi el 40% de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires?

Entre muchos ejemplos posibles, uno especialmente desesperante –y desesperanzador– es el Gasoducto Néstor Kirchner, que uniría Neuquén con Bahía Blanca para aprovisionar de gas a la Capital y el Conurbano. Aunque desde hace una década los especialistas coinciden en que se trata de un proyecto imprescindible, la obra se sigue demorando. Cuando llegó al gobierno, el macrismo convocó al sector privado a construirlo y gestionarlo a través de dos licitaciones, la primera de las cuales fue anulada y la segunda suspendida ante el caos macroeconómico del segundo tramo de su mandato. El triunfo del Frente de Todos implicó un saludable cambio de enfoque: construcción privada y gestión estatal. Sin embargo, las dificultades del primer secretario de Energía, las internas entre su sucesor, Darío Martínez, alineado con el kirchnerismo, y el ministro albertista Matías Kulfas, y las diferencias de criterio (¿ampliar primero el sistema centro-oeste o iniciar de una vez el nuevo gasoducto?) postergaron nuevamente el inicio de las obras. El resultado es que, con los precios del gas batiendo récords por la guerra en Ucrania, Argentina, que cuenta con las segundas reservas del mundo, deberá importar gas licuado para evitar los cortes residenciales durante el invierno.

Y no es un tema de recursos. El gasoducto costaría, en una primera etapa, 1.000 millones de dólares (3.000 si se suma la conexión del sistema sur con el norte y la ampliación del sistema centro-oeste), en tanto que el costo de las importaciones llegará este año a los 4.000 millones. Se mire por donde se mire, el cálculo es absurdo: la economía argentina sufre una escasez crónica de divisas, que dosifica para destinarlas a la importación de bienes esenciales y el fortalecimiento de las reservas, y este año deberá volcar una cantidad enorme de dólares a importar el mismo gas que duerme bajo el subsuelo, y eso sin considerar el impacto económico de los cortes programados. El hecho de que el último gasoducto realizado en el país –el Neuba, terminado en 1987, que también une Neuquén con Bahía Blanca– haya sido construido en un plazo de 14 meses confirma que, si el proyecto hubiera comenzado a tiempo, hoy no estaríamos enfrentando este problema. Y estamos hablando, insisto, de un gasoducto, es decir de una obra relativamente barata (diez veces menos, por decir algo, que las represas de Santa Cruz), de bajo riesgo, realizable con tecnología disponible en el país y sin mayores implicancias geopolíticas (a diferencia, por ejemplo, de una central nuclear).

El teatro de la democracia

La primera fuente de legitimidad de la democracia, decíamos, es su capacidad de representar, de expresar los intereses y los valores de una mayoría social. Siempre inacabada, la representación no es el arte de generar un reflejo –no es un espejo social– sino de construir un lazo, parecido de algún modo al que une a los protagonistas de una obra con su público, en el sentido de que exige una confianza derivada de una verosimilitud (por eso algunos teóricos hablan de “ficción democrática”). Es ese vínculo, invisible pero poderoso, el que está en crisis. Una investigación llevada adelante por el Laboratorio de Estudios sobre Democracias y Autoritarismos de la Universidad Nacional de San Martín en base a 15 grupos focales mostró un panorama contundente de rechazo a la política, percibida como un espacio ajeno, un ámbito dominado por la corrupción, el engaño y la ineficacia, y una creciente inclinación a considerar otras alternativas.

La crisis de representación no es nueva. Como sostiene Santiago Gerchunoff en un artículo reciente, prácticamente no existe período histórico en el que no se hable de ella. Desde esta perspectiva, no se trata de un estado transitorio que se pueda superar mediante algún tipo de operación institucional sino de un rasgo estructural e insuperable de las democracias modernas. Gerchunoff recuerda que en las democracias antiguas –al igual que en los espacios actuales acotados de democracia directa– este problema no existía, porque su origen es la delegación del poder en los servidores públicos propia de las democracias contemporáneas y la escisión entre la esfera privada y la esfera pública característica de la modernidad. En cierto modo, la construcción de la “política de la proximidad”, la escenificación planificada de dirigentes empáticos que no discursean desde tribunas elevadas sino que escuchan, al estilo de los líderes macristas de campera Uniqlo que charlan con vecinos, puede ser vista como un intento más o menos logrado de acortar esa distancia.

Pero su carácter perenne no quita que en cada momento la crisis adquiera tonalidades propias. La investigación de la UNSAM revela que no es solo decepción lo que hoy separa a representados de representantes sino enojo, derivado de la percepción de que la política es un partido más que lejano simulado: el acting de un conflicto que no es tal. Por eso la metáfora más adecuada no es la imagen de los políticos que le dan la espalda a la gente sino la de un conjunto de actores que “hacen como que hacen”, que protagonizan discusiones y peleas pero que en realidad se ríen de una sociedad que los mira y se da cuenta. Aunque ningún espacio político queda exceptuado de haber cometido algún acto de corrupción, frivolidad o soberbia, la foto de la fiesta en Olivos resultó especialmente shockeante porque era el mismísimo Presidente, junto a su pareja, sus amigos y el perro, quien aparecía riéndose –¡literalmente!– en medio de la cuarentena.

Sin embargo, quizás porque las sociedades aprenden del pasado, el efecto de esta bronca acumulada no es un estallido social al estilo 2001 ni se manifiesta con erupciones de violencia colectiva como las que se registran en otras zonas de América Latina (la bronca no se juega en los cuerpos), sino por la vía de una disminución de los niveles de tolerancia a los errores, mentiras e impericias de la política: un estado de paciencia cero y una demanda urgente de avances.

La otra cosa que revela la historia es que, a diferencia de otros países, que frente a un malestar de la representación apelan a outsiders, la sociedad argentina recurre a los políticos. Las dos grandes crisis que estallaron desde la recuperación de la democracia se resolvieron a través de la elección de gobernadores peronistas semi-desconocidos, que habían mirado desde cierta distancia el espiral descendente de los años anteriores y que, decisivamente, pertenecían a provincias extra-pampeanas, alejadas de los centros de poder porteño. Menem y Kirchner llegaron del norte y del frío para ofrecer soluciones profundamente reformistas, por derecha y por izquierda, a las crisis del 89 y del 2001. Lo hicieron desde la periferia, pero desde adentro del sistema político. Y lo mismo Macri, que tuvo que convertirse en político –perder una elección de jefe de Gobierno, ganar una legislativa, ganar otra de jefe de Gobierno, reelegir– antes de ser ungido Presidente, como si la sociedad le impusiera un Test de Cooper político para permitirle competir por el premio mayor.

La pregunta es si esta vez, ante la tercera gran crisis desde el 83 y con las dos fuentes de legitimidad democrática en cuestión, seguirá siendo así, o si Argentina se aventurará a un experimento extremo que la sitúe en la ola de derecha radical que sacude al mundo. La experiencia internacional demuestra que este tipo de partidos y líderes llegan al poder de manera inesperada, luego de años de teorías en la línea de “esto no puede pasar aquí”: así sucedió en Estados Unidos (¿Un presidente como Donald Trump en la democracia más antigua del mundo?), en Brasil (¿Uno como Jair Bolsonaro en el centrista sistema brasilero?) y en países europeos que se creían a salvo: Gran Bretaña, por la fuerza de su liberalismo, Alemania, por la memoria del nazismo, y España, por la del franquismo. Las recientes elecciones en Francia sugieren que el ascenso de la extrema derecha no es inevitable, pero sí posible. ¿A qué le tememos entonces? A que el galope de los precios fortalezca la hipótesis de una dolarización, a la pulsión autodestructiva del Frente de Todos, al triunfo de los sectores más radicales en la interna de Juntos y, sobre todo, a un giro al centro de Javier Milei seis meses antes de las elecciones.

Por José Natanson para Le Monde Diplomatique

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