El trabajador pobre

Actualidad - Nacional 01 de mayo de 2022
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Desde los años 70, con la crisis del petróleo y el viraje neoliberal, se han producido procesos de reestructuración de las fuerzas productivas que acentuaron la preeminencia de las finanzas por sobre el rol productivo de la economía. Estas transformaciones impactaron en el mundo del trabajo, en su organización, gestión y modalidad. Se produjeron también cambios en su composición, emergieron formas precarias de contratación. Sobre todo, el desempleo se constituyó en un fuerte disciplinador social. Una de las consecuencias de esta fenomenal transformación de la sociedad fue la fragmentación de la clase obrera, hasta entonces compacta en términos de empleo, salario, identidad política e imaginarios de movilidad social ascendente.

Desde siempre, en América Latina la informalidad laboral ha sido constitutiva del mercado de trabajo. Argentina era al mismo tiempo la regla y su excepción. En comparación con otros países de la región, el empleo asalariado formal en Argentina era predominante y gozaba de una amplia cobertura de servicios, niveles altísimos de afiliación sindical y un amplio sistema de protección de la seguridad que garantizaba no sólo los derechos laborales sino también sociales, como vivienda, salud y educación, entre otros.

La transformación que experimentó la clase trabajadora desde los 70 se graficó en el esquema de los tres tercios: asalariados formales, informales y desocupados. Si bien inicialmente esta imagen permitió pensar la nueva heterogeneidad en comparación con el panorama monocolor anterior, lo cierto es que fue cristalizando tres espacios monolíticos que no permiten aprehender la complejidad que reviste actualmente el mundo del trabajo.

Como esquema, la idea de tercios tiende a homogeneizar la realidad al interior de cada segmento, como si los trabajadores formales, los informales y los trabajadores por cuenta propia, y los desocupados, vivieran la misma realidad. Pero, ¿todos los asalariados formales llegan con su salario a fin de mes? ¿Siguen accediendo a derechos sociales como vivienda o salud? En cuanto a los trabajadores informales tercerizados, ¿cuántas horas diarias tienen que trabajar para completar un sueldo que les permita superar la línea de la pobreza? Y el tercio desocupado que se inventó su propio trabajo en el campo de la economía popular, ¿cuántas horas trabaja, bajo qué condiciones y con acceso a qué derechos? Cuando empezamos a escarbar encontramos que la consolidación y persistencia de esa heterogeneidad estructural se tradujo en una segmentación al interior de cada uno de estos espacios, en el sentido no sólo de sus diferencias sino también en la imposibilidad de romper cada techo. La clase obrera compacta que conocimos hasta mediados de los 70 sigue quebrándose.

Un fenómeno relativamente nuevo, del que nos ocupamos a continuación, es el que sintetiza un chiste que circula por las redes sociales: “A mi sueldo le sobra mes”. En otras palabras: incluso los trabajadores formales, con salario y derechos, tienen dificultades para cubrir sus necesidades.

Modos de empobrecimiento

En el período que se extiende entre la última dictadura cívico-militar y los años 90, la fuerte transferencia de ingresos hacia los sectores concentrados estuvo acompañada por un significativo aumento de la tasa de desocupación. En 1975, los asalariados percibían el 43% del total de los ingresos generados; para fines de los 90, dicha participación no superaba el 20% (1). En esta misma dirección, entre 1990 y 1999 la brecha entre el 10% de mayores ingresos y el 10% de menores ingresos aumentó 57%, a la par del incremento de la tasa de desempleo, que en 1991 era de 6% y que en el año 2000 llegaba al 14,7%.

Hoy la tasa de desempleo se ubica en 7%, la más baja desde el tercer trimestre de 2015, cuando se situó en 5,9%, aun con la abrupta recesión de 2020 y la caída de 10 puntos porcentuales del PIB consecuencia de la pandemia. Esto implica que, a diferencia de los 90, el problema actual no es la falta de trabajo, incluyendo por supuesto todo tipo de trabajo, desde asalariado, informal o combinado entre la percepción de algún programa social y las changas. La situación es paradójica: Argentina combina baja tasa de desocupación, alto crecimiento económico y de la tasa de actividad en el último año y, al mismo tiempo, trabajadores que no llegan a fin de mes, con salarios que se mantienen cercanos al piso que dejó el macrismo.

El gráfico incluido en esta nota muestra la relación entre el salario de los trabajadores registrados y la tasa de desocupación. Como puede observarse, la desocupación se mantiene desde 2015 por debajo de los dos dígitos, salvo en el momento más difícil de la pandemia. Desde entonces, volvió a reducirse de manera progresiva hasta llegar al 7% actual. La conclusión es que la desocupación no es hoy el peor indicador del mercado de trabajo.

Heterogeneidades

La idea de “pobres trabajadores” no es nueva. Ya en 2014 la socióloga Paula Varela había advertido sobre un fenómeno subyacente al proceso de recomposición social durante el ciclo kirchnerista. Sin coincidir enteramente con su planteo, lo interesante era el señalamiento de un proceso de tipo estructural que atravesaba al mundo del trabajo (2). Varela señalaba que los trabajadores asalariados formales habían logrado una amplia recuperación económica y laboral mediante la reapertura de la discusión de los convenios colectivos y la revitalización sindical.

Sin embargo, la persistencia de la tercerización laboral a través de diversas formas impidió que la mejora experimentada por esta fracción pudiera generalizarse a todos aquellos que contaran con empleo, y menos aun a los trabajadores de la economía popular. Durante el kirchnerismo la recomposición general de los salarios se situó en alrededor de 25,8% (3), pero de manera muy dispar de acuerdo tanto al sector de la economía como al nivel de organización sindical y modalidad de contratación del trabajador. Esto hizo por ejemplo que un trabajador subcontratado pudiera compartir el espacio laboral junto con otro trabajador bajo convenio colectivo y cobrar mucho menos.

En estos años, la intervención activa del Ministerio de Trabajo permitió elevar el piso de los salarios. No obstante, la dificultad para revertir las reformas neoliberales hizo que las diferentes fracciones dentro de los tercios (formales, informales y desocupados) tocaran rápidamente su techo. Entre 2015 y 2019, es decir durante el gobierno de Mauricio Macri, la caída del salario promedio real en el sector privado fue del 22,5%, mientras en el sector público fue del 27% (4). La pandemia, la cuarentena y los problemas para lograr una intervención estatal virtuosa complejizaron el escenario.

El resultado es que, aunque entre fines de 2021 y principios de 2022 el mercado laboral comenzó a dar muestras de reactivación, los salarios sólo recuperaron 20 puntos (5) y pierden sistemáticamente la carrera contra una inflación de más del 50% desde hace por lo menos dos años, sobre todo en el rubro alimentos y alquileres.

Para subrayar la heterogeneidad, señalemos que esta pérdida no afectó a todos los sectores por igual, sino que depende, entre otras cosas, del tamaño de la empresa y de la capacidad de negociación de cada sindicato. Según datos del Ministerio de Trabajo, en 2020 el promedio salarial de los trabajadores registrados en las grandes empresas fue de 85.859 pesos, mientras que en las medianas fue de 55.715 y en las pequeñas de 46.915. También se registraron diferencias por rama de actividad: en el sector de intermediación financiera el salario promedio fue de 132.255, en el sector de electricidad, agua y gas fue de 141.689, en el sector de comercio de 59.491 y en hoteles y restaurantes de 31.509.

Según datos del INDEC, en enero de este año el salario de los trabajadores privados registrados aumentó 56,2% interanual, mientras que el de los trabajadores privados no registrados creció tan solo un 40,7%. Los datos del último informe del programa Capacitación y Estudios sobre Trabajo y Desarrollo van en ese mismo sentido: el “trabajador pobre” representa el 15% de los asalariados registrados, el 41% de los cuentapropistas y el 45% de los asalariados informales.

Esta diferencia, como señalamos, se explica por motivos estructurales y por el tipo de intervención del Estado en materia laboral, pero sobre todo por la inflación, que arrasa con cualquier posibilidad de mejora. Además, la crisis del salario se suma al achicamiento del espacio de lo público y la degradación de las condiciones laborales que ha dificultado el acceso a los derechos sociales asociados históricamente a la condición salarial, como vivienda propia, salud y educación de calidad. Muchos trabajadores hoy destinan buena parte de sus salarios al alquiler, a sostener la prepaga o una escuela privada de jornada completa que permita desempeñar trabajos de ocho horas.

Impactos políticos

Esta transformación de la clase trabajadora produce, además de la pauperización de las condiciones laborales, serias consecuencias en la representación sindical. A pesar de los intentos de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA) durante los 90, el sindicalismo fue perdiendo el monopolio de la representación de los trabajadores. La tasa de afiliación sindical era del 67,5% en 1985, bajó al 38,7% en 1995, es decir una vez implementada la reforma neoliberal del menemismo y, aunque mejoró levemente durante el kirchnerismo, se mantiene desde entonces alrededor de ese porcentaje, unos 30 puntos menos que en la etapa anterior.

La emergencia de las organizaciones piqueteras en los 90 no sólo es un efecto de estos cambios sino también de las nuevas formas de representación de los nuevos trabajadores. La potencia piquetera fue tal que en 15 años logró revertir –en parte– la estigmatización derivada de la idea de “desocupado” y reemplazarla por la de “trabajador de la economía popular”, además de adoptar una posición propositiva en materia de regulación laboral para el sector.

En este marco, el sector que enfrenta más dificultades a la hora de construir una nueva representación no es el asalariado formal ni el de los trabajadores de la economía popular, sino el de los tercerizados, con trabajo y salario fijo, pero informales, es decir sin los beneficios de los convenios colectivos en materia de acceso a los sistemas de seguridad social y de encuadre sindical. Los problemas de este sector requieren revisar los marcos legales que habilitan la tercerización y emprender una acción decidida de control por parte del Ministerio de Trabajo, en colaboración con los sindicatos de cada rama, para evitar el fraude laboral.

La segunda consecuencia, menos evidente pero crucial, apunta a la democracia. Sin profundizar en la crisis de la democracia representativa, un tema complejo y con muchas aristas, es posible observar en el debilitamiento de la intervención estatal en la constitutiva, conflictiva y siempre desigual relación capital-trabajo no sólo una reorientación de la vocación de las elites, sino también el desgaste de ciertos mecanismos de procesamiento y canalización de demandas sociales y laborales. En otras palabras, el “trabajador pobre” no sufre sólo el deterioro de sus condiciones de existencia, sino también un achatamiento de los horizontes vitales y de ascenso social que durante décadas organizaron su vida social, y frente al cual hay una carencia de imaginación política capaz de ofrecer soluciones de fondo a problemas estructurales.

Por Ernesto Mate y Ana Natalucci para el Le Monde Diplomatique

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