Fraude electoral

Actualidad - Internacional 25 de abril de 2022
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Que se comprenda: no se trata de decir que hubo fraude en las elecciones. Se trata de decir que las elecciones son un fraude.

Esta cuestión es muy complicada porque, en política, difícilmente se pueda hacer un impasse de las instituciones y, por lo tanto, de alguna forma de representación. Y, por lo tanto, de alguna forma de designación —de elección—. Ahora bien, ¿qué es la política? —cuando no es simplemente la política gubernamental—. La política es lo colectivo en situación. ¿Y qué son las elecciones (en todo caso, las nuestras)? Las elecciones son el desmenuzamiento de los sujetos políticos transformados en átomos al pasar por el bien llamado cuarto oscuro. En esas condiciones, si bien las elecciones pretenden ser la expresión más acabada de la política, no son más que su desfiguración. En relación con su objeto, que es el de “dar vida a la política”, las elecciones son un fraude. Por definición, donde hay elecciones, no hay más política que la mutilada. En todo caso, a mayor política que no sea institucional, mayor política viviente. Un experimento mental: se da un acontecimiento, algo sucede en la calle, una manifestación, grande, potente, que produce una crisis profunda. Se organizan elecciones para sacar de ella la “oportunidad política”: la cuestión muere. Es infalible. Así como hay cosas que matan el amor, otras matan la política: los escrutinios.

¿Dónde encontrar la política viviente? Donde sea, salvo en un recinto electoral: en una organización que toma la calle, en una empresa en asamblea general por huelga, en un auditorio de una universidad tomada, en una rotonda de los “chalecos amarillos”. Pero, sobre todo, no en un cuarto oscuro, donde, para aquellos que no comprenden bien, uno se encuentra aislado —individualmente, cortado de todo lo colectivo—.

Lo colectivo reprimido y su regreso

Si la política es, antes que nada, lo colectivo en acción, las elecciones son su represión. Pero, como es sabido, lo reprimido a menudo “regresa”. La mayor parte de las veces, bajo formas irreconocibles. Cuando los electores dicen ajustar su comportamiento según las encuestas, cuando optan por el “voto útil” o cuando reprochan a quienes no quieren hacer el bloqueo por “dejar la sucia tarea en sus manos”, es el colectivo reprimido el que regresa cada vez por invocación de figuras de interacción o de coordinación que se ignoran. Todos estos argumentos son errores sintácticos respecto de lo que realmente es la gramática electoral. Porque la interacción solo tiene sentido en lo colectivo. Ahora bien, por su estructura, la gramática del ejercicio electoral solo conoce individuos separados, y los mutila de todo contacto en el momento más crucial: el de la decisión. Entonces, es absurdo referirse a coordinaciones colectivas en un ejercicio que las prohíbe por su propia estructura.

Es absurdo pero inevitable. Porque, a pesar de ser gramaticalmente falsos, estos argumentos también expresan algo verdadero en cuanto a la política en su esencia. Expresan la aspiración a lo colectivo, que continúa buscando su camino desde el fondo de la separación electoral instituida —y entonces, lógicamente, andando en círculos y chocándose la cabeza por todos lados—. Basta con ver en qué estado nos dejó la primera vuelta para no decir nada de la segunda.

¿Debemos por lo tanto considerar como principio que todas las elecciones son vanas, en todo caso desde el punto de vista de la izquierda? Pero, por empezar, ¿qué es la izquierda? Si definimos a la izquierda como el conjunto de las fuerzas que cuestionan el orden social burgués, salvo un milagro, la respuesta es que sí: son vanas las elecciones. En efecto, se comprende con bastante lógica que en la “democracia” organizada por el orden burgués, la llegada al poder de fuerzas que cuestionan el orden burgués sea una fantasía. Es por ello que los anales de la historia, en todo caso la europea, relatan tan pocas experiencias en las que la izquierda haya triunfado solamente por las vías electorales. Porque se comprende bien que esta definición de la izquierda no permite incluir en ella a Mitterrand, ni a Jospin, ni a Blair, ni a Schröder, ni aun a Tsipras (Hollande: risas grabadas). Para la izquierda, las elecciones en una democracia burguesa son como una feria de atracciones, pero negativa: “siempre se pierde”. Entonces volvamos a analizar la historia: Blum… —un milagro—.

Pero los milagros también expresan una verdad general. Las elecciones se tornan nuevamente interesantes si crean una situación. Es decir, una ocasión que las fuerzas concretas, colectivas, deben aprovechar para hacer algo de ella —más allá de las elecciones mismas—. En la situación “Blum”, se precipitó la huelga general, y pasó 1936. En la (no) situación “Mitterrand”, nada. Y vemos, por contraste, lo que hace el “milagro electoral”: el reemplazo por fuerzas no electorales, precisamente. Mélenchon, se tenía que intentar —pero alertado de que la confrontación con las fuerzas del capital estaba condenada a voltearse en su (nuestra) desventaja sin el apoyo de un movimiento de “empuje”—. En todo caso, lo más nocivo en lo que hay que denominar creencia electoral no solamente se debe al hecho de no percibir la mutilación política que son las elecciones, sino al de hacernos incorporar su habitus del desposeimiento y de la pasividad, al punto de considerar que la acción cesa tras la segunda vuelta —cuando debería comenzar allí—.

Al respecto, se reconocen inevitablemente los “intelectuales” más incapaces de pensar la política en su adhesión apasionada a la creencia electoral. En una segunda vuelta frente a Le Pen, piden a Macron “hablar” para “hacer un gesto social fuerte” (Piketty) , o incluso dar “pruebas de respeto” (Méda). Y será suficiente para ellos. De todos modos, hablamos del personaje que ya tiene en su haber el “gran debate” y la “Convención Ciudadana por el Clima”. Que el psicótico esté perfectamente a sus anchas cuando se trata de decir palabras sin ningún contenido de realidad ni ningún valor de compromiso; que no haya hecho más que eso durante los cinco años pasados; que dará tanto como uno quiera durante los cinco años venideros es lo que los creyentes de la “democracia electoral”, literalmente revolcados a sus pies para que les cuente historias, se empecinarán en no ver —lo propio de la creencia es que neutraliza todo efecto del aprendizaje—. Para gran alegría del cinismo político: puede dárseles nuevamente un golpe cada cinco años, no habrán avanzado ni un ápice. Pareciera que los proles abstencionistas han comprendido mejor que esos universitarios lo que vale el adorno de las palabras en la pantomima electoral.

Los constructores del impasse

La situación de esta segunda vuelta, que se tornó repetitiva en fase de crisis orgánica, concentra al máximo posible las aporías políticas del procedimiento electoral y lanza a la gente a lo más profundo del impasse, del desconcierto y de la ansiedad —tener que evitar un mal no habiendo otra alternativa más que elegir otro mal es una situación que enloquece—. Difícilmente se les reprochará el salir adelante como puedan. Aun la línea estratégica, normalmente segura, que buscaría una opción dejando las menos malas posibilidades a las resistencias y a las luchas, brinda indicaciones cada vez menos claras —en una lectura a ciegas, ¿a quién atribuir el elemento del programa que anuncia “la privación de los derechos civiles para aquellos que atacan a las fuerzas del orden”? (respuesta: a Macron)—.

En un artículo que exuda complacencia, aporreos y miedo, Le Monde, no contento con pintar el laboratorio islamofóbico de la Primavera Republicana como republicano (en el momento en que La Voix du Nord nos informa que algunos de sus miembros preparan a Le Pen para su debate), Le Monde (4), entonces, sondea la “colaboración” de los prefectos en caso de victoria de la extrema derecha y mide los riesgos de “replantear de a pedazos el Estado de derecho”. Como si luego de los blanqueos sistemáticos de la Inspección General de la Policía Nacional, la nueva “norma” por la que los ciudadanos se encuentran con el deber de exponer su integridad física cuando van a manifestar, el tratamiento de los migrantes en Calais y la ley de “seguridad global”, el “Estado de derecho” no estuviera ya seriamente partido en “pedazos”. Le Monde relata, a comienzos de marzo, la recepción de François Sureau en la Academia Francesa, pero a mediados de abril olvidó todo lo que el agasajado dijo entonces sobre el estado de las libertades públicas. Le Monde, que tiene como modelo y como brújula a The Economist, tampoco recuerda que The Economist clasificó a la Francia de Macron en la categoría de las “democracias deficientes”. Uno se pregunta: ¿exactamente desde cuándo y desde quién hay “pedazos”?

Intentando convencernos (no es muy difícil) de que el programa de Le Pen es “fundamentalmente de extrema derecha”, Le Monde no ve cuán a menudo podríamos oponer a cada línea examinada una porquería ya cometida por el gobierno de Macron. Ni, asimismo, cuán a menudo las asociaciones y las ligas han advertido lo que resultaría de estas medidas si “cayeran en malas manos”. Y aquí están las malas manos.

Si el periodismo de majestad tuviera dos gramos de dignidad, sobre todo si tuviera alguna ética de voto informado, no escatimaría en nada y recordaría todo. Entonces, aquel que goza tanto de su función magistral podría darse el placer de interpelar magistralmente y, por una vez, con las cuentas claras. Hay que decirlo: todo lo que el país tiene de preceptores bloqueadores, escamoteadores por miedo o por “pedagogía” da furiosamente ganas de desobedecerlos, y desde hace ya bastante tiempo. Ellos también tendrán que responder en caso de desastre. He ahí entonces —como si no fuera ya lo suficientemente odioso— en medio de qué hay que abrir el camino a las decisiones imposibles.

Porque también sabemos lo que hay enfrente: la destrucción (anti)constitucional del principio fundamental de la igualdad, un Estado policía y racista acabado, la Brigada Anticriminal en libertad en los barrios y milicias fascistas que gozan de una bendición aún más extendida que la del prefecto Lallement. Es decir, un aparato de fuerza ya fascisizado completamente en manos de un poder esta vez auténticamente fascista —en medio de la desorientación, al menos quedan algunos puntos de referencia confiables—. Hay grupos a quienes no daremos la lección abstencionista: están en primera línea y lo saben —pero, simétricamente, ¿quién osaría dar la lección bloqueadora a Jérôme Rodrigues [una de las principales figuras de los “chalecos amarillos”]?—. El macronismo dejó un ojo; otros, una mano. Es mejor abandonar las “lecciones”. Es concebible que haya grandes miedos. Están terriblemente fundamentados. También es concebible que obstaculizar los efectos reconduciendo eternamente las causas parezca un absurdo insostenible a fuerza de repetición. Al fin y al cabo, en todo caso, solo se contarían como responsables de una victoria de Le Pen a los electores de Le Pen. Y de Macron, evidentemente. Sobre todo de Macron. En fin, todos aquellos que han construido tan bien el impasse.

¿Y ahora?

De una manera u otra, el 25 de abril llegará. Las elecciones de 2022 no habrán sido totalmente en vano si nos permiten al menos liberarnos de la creencia electoral. Se está menos sujeto a la decepción o al sufrimiento cuando se han generado menos ilusiones —y más en estado de redirigir sus esfuerzos hacia otro lado—.

Sin duda, las instituciones de la democracia burguesa están aquí y debemos conformarnos; llegado el caso, formando parte de su juego. Para algunos, nada es más urgente que precipitarse a las legislativas tras las presidenciales. Cuando uno pertenece a formaciones políticas que, no viviendo más que para las oportunidades institucionales, están en connivencia con las instituciones, aquello se entiende. Difícilmente puede pedirse a las fuerzas que critiquen el juego por el cual ellas se han constituido. Pero lo propio de las instituciones es tornarnos cautivos aun cuando uno no aspira a ello. Por lo demás, también sabemos que cada tanto puede surgir de ello algo pequeño: un informe senatorial McKinsey, un patrón un poco maltratado en la comisión (menos común), la aparición súbita de los asistentes sociales por la obstinación de un diputado por suerte excéntrico. Se dirá que es mejor tener ganancias residuales que ninguna ganancia; mejor una gran oposición parlamentaria que una pequeña —sí, de acuerdo—.

De todos modos, será un precio alto si es para reconducir idénticamente la creencia electoral, con sus ángulos muertos y sus falsas esperanzas, además, en unas elecciones cuya capacidad para crear una “situación” es evidentemente de las más débiles. Si las instituciones están aquí, si en parte se nos imponen, al menos que ya no impidan percibir que lo esencial de la política se mantiene por fuera de ellas. Y luego que nos preparen para lo que se aprestan a dejar en nuestras manos.

Por ejemplo Macron. Con Macron reelecto, el episodio de insurrección está destinado a producirse. Tendrá lugar. Pero tendrá lugar bajo la forma de una insurrección embarrada: con lo fascista en las calles. La cuestión más urgente para el “después” es saber cómo hacer para limpiar una insurrección embarrada. ¿Cómo se hace para reconducirla a la izquierda? —dando por supuesto que sin duda habrá que tomar el riesgo de involucrarse para no abandonar el terreno—.

No hay 36 maneras de reconducir a una insurrección mixta hacia la izquierda. En primer lugar, hay que anclarla en las luchas sociales, en las luchas salariales. Una insurrección cae sin lugar a dudas en la izquierda cuando sus metas se reformulan con las coordenadas del conflicto mayor, que nunca fue más intenso y, paradójicamente, nunca fue recubierto —al punto de que los “chalecos amarillos”, por más admirable que haya sido su movimiento, no han encontrado por completo su camino—. Este conflicto mayor es el conflicto capital/trabajo, el conflicto de clases, con una potencialidad revolucionaria… y por ello es abandonado por las organizaciones institucionales.

El regreso de la inflación por lo menos tiene como efecto colateral poner nuevamente en el centro del debate la cuestión del poder adquisitivo, y por lo tanto del salario –y por lo tanto de la manera en que se reparte el valor agregado– de que algunos patrones lo guardan y de que se trataría de restablecer algunas referencias de la obscenidad (9). La miseria material y el sufrimiento moral tienen dos causas: la situación salarial y el apoyo de las políticas neoliberales a la situación salarial. Que una insurrección estalle, y habrá que convencerla de orientarse según estás dos causas.

No con la guía de una idea abstracta, sino con la agrupación de las luchas concretas que, entre conflictos salariales y cierres, no faltarán. Y cuyo ensamblaje tendría como virtud acceder, en las actas, a una generalidad, aquella que las direcciones sindicales rechazan con todas sus fuerzas por miedo a verse arrastradas “al terreno político”, a saber: que en la sociedad capitalista, en efecto, la política no tiene un lugar central mayor que el conflicto de clases y asimismo —digamos— que el conflicto contra el capital. Y que las luchas sociales “de sitios”, así como las iniciativas de los militantes del clima, no son más que sus múltiples expresiones. En este punto, la extrema derecha, en la cual solo los perfectos imbéciles podrían ver una aliada “social” de las clases populares, ya se desconectó.

Pero ahora hay que contar un nuevo dato, y de importancia. Si —como lo había hecho el comité Verdad y Justicia para Adama con los “chalecos amarillos”; como lo han hecho los suburbios al movilizarse masivamente a favor de Mélenchon— los barrios retoman fuerza en la política general, irrumpen en un eventual movimiento, abrazan las reivindicaciones materiales —en primer lugar, las comparten—, aportan su agenda política propia —a su vez, una intención de emancipación no puede más que adoptarla—, ¿qué quedaría esta vez para la extrema derecha luego de un levantamiento que tomara estos caracteres?

Como la respuesta es “ya nada, sin lugar a dudas”, sabemos con qué orientación —si no es la de limpiar una insurrección embarrada—, al menos, si se da el caso, mantener una línea que no lo está. Intentando, además, hacer de esta la propuesta más atractiva.

¿Y cómo lo hacemos? Ciertamente, no desde las formaciones políticas institucionales. Y aun menos, lamentablemente, con las direcciones sindicales. Sin duda, más bien reconstruyendo sobre el único soporte que vale —el de las bases, las redes barriales y los conflictos concretos— un frente social; más exactamente, un frente indistintamente social y político, decidido así a mantener unido lo que jamás debería haber sido separado. Es decir, haciendo política con las luchas sociales.

Por Frédéric Lordon para Le Monde Diplomatique

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