Cambio de régimen

Actualidad - Internacional 09 de abril de 2022
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El senador republicano Lyndsey Graham, líder de los neoconservadores norteamericanos (neocons), ha apelado en distintas ocasiones a la eliminación del Presidente ruso, Vladimir Putin, por constituir un peligro para el mundo libre. Esta opinión ha sido compartida por voceros de dos think tanks centrales a la política exterior de Estados Unidos, que recientemente han apoyado un cambio de régimen  en Rusia como solución al problema de Ucrania. El sábado 26 de marzo, estos mensajes fueron recogidos por el Presidente Joe Biden. En su discurso en Polonia, advirtió sobre la amenaza que representa para el mundo libre y para Ucrania el avance de un “autócrata” diabólico como Putin y convocó a poner un fin a esta situación: “¡Por el amor de Dios! Este hombre no puede permanecer en el poder!”, exclamó.

Estos discursos arrojan luz sobre la esencia de la política exterior norteamericana. Desde fines de la Guerra Fría, ha tenido por principal objetivo garantizar la hegemonía mundial de Estados Unidos, impidiendo por cualquier medio la re-emergencia de un nuevo rival, sea Rusia o cualquier otra parte del mundo. Esta doctrina, atribuida a Paul Wolfowitz, subsecretario de defensa de George W. Bush y luego presidente del Banco Mundial, ha impulsado el estado de guerras permanentes y localizadas que asuela al mundo desde hace décadas. A principio de los ’80, la reorganización de la CIA abrió nuevos caminos para su implementación: el cambio de régimen ha alimentado estallidos sociales en los países problemáticos o que cuestionaban el liderazgo de Estados Unidos. Cundieron así las “revoluciones de colores” en las ex repúblicas soviéticas e hicieron posible su absorción dentro de la OTAN. Rusia no quedó exenta de este experimento y es hoy la prueba viviente de su fracaso.

En noviembre de 1991, el Parlamento del Soviet Supremo de Rusia otorgó a su Presidente, Boris Yeltsin, poderes extraordinarios y el mandato de lanzar, en el lapso de 13 meses, una reforma del sistema institucional. En diciembre de ese mismo año, la Unión Soviética fue oficialmente disuelta y Ucrania, Rusia y Bielorrusia declararon su independencia. Un pequeño grupo de funcionarios del FMI, del Banco Mundial y del gobierno norteamericano asesoraron a Yeltsin, dando lugar a una terapia de shock basada en la apertura de fronteras, libre comercio, rápida privatización de empresas del Estado, liberalización de precios y todos los ingredientes clásicos que impulsan las políticas del FMI y del Banco Mundial. Esta vez, sin embargo, estas instituciones pusieron al descubierto su simbiosis con los objetivos y la implementación de la política exterior norteamericana. El resultado es conocido: meteórico enriquecimiento de un pequeño número de funcionarios del gobierno y amigos íntimos de Yeltsin que, apropiándose de las empresas del Estado, se transformaron en una poderosa oligarquía. Al mismo tiempo, la sociedad se precipitó en la más abyecta miseria, mientras la corrupción dominaba la vida política del país. En 1999, Yeltsin renunció a la Presidencia y nombró a Putin como su sucesor. Su aparición fue vista con buenos ojos por el “mundo libre”: su gestión parecía ordenar el caos político sin cambiar la dirección impresa al país: “En él (Putin), Rusia ha encontrado finalmente la versión de Pedro el Grande, un gobernante que abrirá el país a la influencia del mundo, el líder más dinámico y amable que Rusia haya tenido», afirmó el New York Times.

Pronto, sin embargo, la situación cambiaría. El impulso al desarrollo de un capitalismo nacional, el fuerte control de Putin sobre el Estado, sus críticas a la absorción de las ex repúblicas por parte de la OTAN y a la expansión de esta última hacia las fronteras rusas y su abierto cuestionamiento al mundo unipolar lo convirtieron en un enemigo al que había que desplazar por cualquier medio a fin de asegurar el control norteamericano sobre el país, sus enormes recursos económicos y su posición geográfica de importancia estratégica. Tiempo después, la RAND Corporation sintetizaría el objetivo de esta política exterior: usar cualquier medio para doblegar a Rusia, provocando constantemente sus vulnerabilidades a una posible invasión extranjera. En esta estrategia de desestabilización, Ucrania cumplió un rol central.

Ucrania y la política interna norteamericana

Con el ascenso de Donald Trump al gobierno en 2016, la fobia contra Rusia pasó a jugar un rol crucial en la política interna. Nació así el Rusiagate, el intento de destituir a Trump por su supuesta connivencia con Rusia para ganar las elecciones que lo catapultaron a la Presidencia de Estados Unidos. Este proyecto fracasó, pero la rusofobia se enraizó como política de Estado destinada a neutralizar y destruir a la oposición. Incentivada por los monopolios que controlan a los medios de comunicación y a las redes sociales, esta política buscó impedir el triunfo electoral de Trump en 2020 y luego disciplinar la disidencia al gobierno demócrata. A partir de la guerra en Ucrania, la rusofobia se transformó en un relato global que silencia y censura los hechos y las opiniones que contradicen la versión de lo que ocurre en Ucrania. Multiplicando la desinformación y las fake news, busca detonar miedo y odio hacia un enemigo todopoderoso que amenaza con plomo y muerte. Al mismo tiempo, sanciona la disidencia interna, acusándola de traición a la patria.

Paradójicamente, esto ocurre al mismo tiempo que afloran noticias que vinculan directamente a funcionarios del gobierno actual con el Rusiagate y a Biden y su familia con la comisión de delitos económicos, corrupción y manipulación política en Ucrania. Esta información fluye de dos fuentes diferentes: una vinculada a la investigación especial sobre el origen del Rusiagate, dirigida por el fiscal John Durham, que en mayo hará pública toda la información recogida. La otra reside en el disco rígido de la computadora de Hunter Biden, hijo del Presidente y pieza central de ilícitos supuestamente cometidos en Ucrania en 2014. Asimismo, vincula a Hunter Biden y su familia con ilícitos cometidos con corporaciones chinas cuando Joe Biden era Vicepresidente. Esta información, que amenaza políticamente a los demócratas y en particular a Biden, apareció en vísperas de las elecciones presidenciales de 2020 y fue rápidamente censurada por los medios y las redes sociales. Fue además bloqueada por el FBI y desautorizada como “desinformación rusa” por 50 agentes retirados de los organismos de inteligencia. Esta semana, un diputado republicano logró incluirla en el record del Congreso  y los republicanos iniciaron una investigación. Esto ocurre en vísperas de las elecciones de medio término y en un contexto político marcado por la debilidad del gobierno: el 61% de los encuestados consideran que Biden y los demócratas están alejados de lo que le pasa al pueblo trabajador, sólo el 40% aprueba al gobierno y 7 de cada 10 norteamericanos lo considera incapaz de gestionar un conflicto con Rusia.

Mientras tanto, la guerra informativa sube los decibeles. Marcando la supuesta ineficiencia y salvajismo de los militares rusos derrotados por “el pueblo en armas”, la inteligencia del gobierno de Ucrania anticipa un futuro de guerra de guerrillas permanente. La publicación de un comunicado del Ministerio de Defensa ruso que detalla los éxitos “obtenidos en la primera fase de la operación militar”, las pérdidas y la decisión de reubicar fuerzas en la segunda fase concentrando las maniobras en el sur y el este del país, fue considerada por el gobierno norteamericano como admisión de la derrota rusa. Reafirmando esta evaluación, la Casa Blanca y el Pentágono anticiparon que la inteligencia recogida demuestra que Putin es engañado por los militares. Sin embargo, la evaluación de lo acontecido en el campo de batalla hecha por un conocido ex oficial de Inteligencia norteamericano arriba a conclusiones muy diferentes: desde un inicio, las tropas rusas han tenido una relación de fuerzas desfavorable: 200.000 soldados contra 600.000 de Ucrania. De ahí que han desarrollado una “guerra de maniobras” única por sus características y envergadura, logrando con éxito todos los objetivos propuestos.

Hacia el cambio del orden global

Para el Bank of América, la elevada volatilidad financiera provocada por la guerra en Ucrania ha aumentado la fragilidad de los mercados internacionales de acciones y de bonos y anticipa una seria crisis de liquidez mundial. Asimismo, Bill Dudley, ex presidente de la Reserva Federal de Dallas, advierte sobre la inminencia de una dura recesión, mientras el JP Morgan considera que los Bancos Centrales “necesitan de una recesión para curar a la inflación”. Pareciera pues que el panorama financiero se oscurece rápidamente: la recesión, la inflación y la falta de liquidez colocan a la Reserva Federal norteamericana entre la espada y la pared: si concreta la suba de las tasas de interés y la restricción monetaria (QT) anunciadas, agravará la crisis financiera, amenazando con detonar el enorme endeudamiento global. La falta de liquidez provocada por las sanciones contra Rusia acelera el desenlace.

A principios de la semana pasada, Alemania rechazó el ultimátum ruso de pagar con rublos las importaciones de gas de ese país y anunció una política de racionamiento creciente del consumo de gas y petróleo, contando con la ayuda prometida por Estados Unidos para superar en lo inmediato el cierre de las importaciones rusas. El plan norteamericano consiste en suplir el déficit de gas ruso con gas norteamericano mediante una importante liberación de sus reservas estratégicas de gas natural en los próximos seis meses, acompañada por un plan de inversión en producción de gas e infraestructura de transporte. Sin embargo, estudios recientes arrojan serias dudas sobre el éxito de esta propuesta. Según British Petroleum, el 8% del total del comercio internacional del petróleo y el 6% del comercio de otros bienes energéticos son de origen ruso, lo cual hace muy difícil revertir estos flujos en pocos años. Goldman Sachs, a su vez, consideró que la liberación de las reservas estratégicas de gas sólo tendrá impacto positivo en un plazo muy corto de tiempo. Sin embargo, el titular de BASF SE, la mayor corporación mundial de productos químicos,  señaló categóricamente los riesgos que se viven: la suspensión de las importaciones rusas causarán la catástrofe inmediata de la economía y de la industria alemana. Puso así en evidencia que la esencia del problema es que la política internacional norteamericana perjudica en primera instancia a Europa y destroza a su principal dinamo económico: Alemania.

El jueves pasado, Putin firmó un decreto por el cual a partir del 1° de abril las “naciones hostiles” que importan gas ruso deberán abrir cuentas en bancos rusos y pagar con rublos sus importaciones de gas, incluso las correspondientes a contratos firmados en el pasado. También dejó trascender la posible aplicación de una medida semejante para todas las exportaciones rusas con destino a países hostiles. No por casualidad el rublo se apreció en relación al dólar, recobrando esta semana todo lo perdido desde que se aplicaron sanciones a Rusia. Pareciera pues que, en palabras de Larry Fink, la guerra con Ucrania y las sanciones contra Rusia “ponen fin a la globalización que hemos experimentado en las últimas tres décadas”. Otras voces del mundo financiero comparten este diagnóstico.

La fuerte presión norteamericana sobre China para que no ayude a Rusia a romper el cerco de las sanciones y su amenaza de sanciones directas si así lo hiciera, no han logrado su objetivo. Recientemente, el canciller chino advirtió que la relación con Rusia es de importancia crucial e imposible de romper. La semana pasada se reunió con el canciller ruso, Serguéi Lavrov, quien al finalizar el encuentro señaló que los dos países “marchan juntos para construir un mundo multipolar, justo y democrático”.

Acuerdo con el FMI y cambio de régimen en la Argentina

La desestabilización política para impedir un proyecto de desarrollo nacional con inclusión social ha tomado distintas formas a lo largo de la historia argentina. En los tiempos que corren, se sintetiza en el Acuerdo firmado entre el gobierno y el FMI. El Frente de Todos tiene ahora ante sí un dilema muy profundo: la posible pérdida de legitimidad de un discurso que reivindica el desarrollo nacional y la participación popular. Lo que está en juego con este Acuerdo es algo más que una elección.

El proyecto de ley propuesto por los senadores de pagar la deuda con los recursos evadidos y fugados al exterior y el voto negativo de senadores y diputados al Acuerdo con el FMI abren el camino para una verdadera disputa contra el régimen que se quiere imponer al país. Esta disputa, sin embargo, debe darse también en un campo de batalla lacerante que toca en carne propia a la mayoría de la población: una pobreza estructural acelerada por la puja entre monopolios por apropiarse de una mayor tajada de los ingresos, la riqueza y los recursos del país. Los resultados económicos dados a conocer la semana pasada ratifican cómo el cambio de régimen se da en este escenario.

Hoy la mitad de la fuerza de trabajo está desocupada o tiene un trabajo precario: sólo 1 de cada 3 trabajadores tiene un trabajo privado formal y el salario medio real no cubre una canasta básica familiar. En este contexto, se puede decir que “sólo el 35% de los hogares urbanos no ha transitado por la pobreza en estos últimos 3 años” y que la inflación es la principal arma de desestabilización política.

El gobierno no puede dilatar fuerzas conformando “grupos de terapia” sin representación de “los de abajo”. Estos “diálogos”, inevitablemente, terminan en la nada o en adopción de medidas intrascendentes. Tampoco puede negar la legitimidad de los reclamos de movimientos sociales ante la falta de comida en los comedores populares y la ausencia de medios de vida para los 2 millones de personas que esperan ingresar algún día al Plan Potenciar Trabajo. Creer que estos reclamos son “extorsión política” es más que un suicidio político y augura tiempos muy turbulentos.

Por Mónica Peralta Ramos para el Cohete a la Luna

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